martes, 20 de agosto de 2013

LA CONQUISTA DE MÉXICO NO OCURRIÓ

La Conquista de México no ocurrió


Introducción
Repensar la Conquista de México, sí, pero ¿cómo hacerlo?
Hace ya muchos años, casi 35 años,  mi maestro  Ruggiero Romano, empezando un libro sobre Los conquistadores, se preguntaba si su empresa era justificada, si había algo nuevo que decir, si valía la pena visualizar una vez más una película cuyos actores eran harto conocidos[1], un evento sobre el cual todo parecía haberse dicho ya. Es evidente que esas preguntas eran un tanto retóricas, y que para él, ese librito escrito al margen de una gran obra dedicada a la historia económica de América, tenía mucho sentido. No queremos entrar en el análisis de esa obra, sino recuperar aquí ese sentimiento de déjà vu, expresado por Romano, como si el relato de la Conquista de México después de haber sido formulado, salmodiado durante siglos, hubiera agotado todas sus posibilidades analíticas y de producción de sentido.    
Porque al primer nivel, en ese nivel de “la letra”, que era el sentido histórico, según los exegetas medievales,  en ese “repensar la conquista” no podemos  esperar  proponer otro desenlace para ese evento, si consideramos “la conquista” solo como las irrupciones militares y las primeras batallas y destrucción de la imposición occidental  El resultado dramático para los pueblos americanos es suficientemente conocido por todos, pero a condición de no dejar ganar por el pathos y la indignación moral actual, es evidente que el re-examen de  los  relatos de esos inaugurales encuentros guerreros nos mostraría que queda  mucho por hacer para entender la lógica del triunfo de esas entradas conquistadoras. Por ejemplo, considerar a Cortés como a uno de estos  “genios que dominan la historia”, (o uno de esos seres perversos que llenan la historia de sus crímenes, es lo mismo) permitió ahorrarse la explicación más o menos verosímil de cómo funcionaba el espacio americano en el cual se desarrollo su empresa, pero permite a la inversa poder construir el discurso de la impotencia americana. Así, hurgar tras lo más visible de esos encuentros -lo más trillado-  me parece una tarea digna de interés, ya que con ella podríamos esperar entender mejor lo que sucedió globalmente en esos momentos y no sólo en el campo militar español.
Por otra parte, el impacto y naturaleza de ese “encuentro” ofrece pistas para entender cómo esa conquista, entendida como uno de los eventos constitutivos de la destrucción de la antigua “América”, perduró durante varios siglos y perdura probablemente hasta la fecha en algún rincón olvidado de las muchas Américas.
Pero es evidente que más allá de reconstruir con un mínimo de coherencia esas cabalgatas guerreras y sus efectos sobre las sociedades americanas, es también tarea de este seminario pensar el efecto  que el relato ineludible de este evento tuvo en su re-actualización secular en la conciencia de si de los mexicanos y latinoamericanos. La dificultad en los años del “Quinto Centenario” de pensar la Conquista en el cine como lo muestra Alexandra Jablonska en su trabajo, es un ejemplo de los resultados en el imaginario de ese “efecto Conquista”.

A quien pertenece el sello “conquista”
 Ahora debemos preguntarnos mínimamente si no hay alguna trampa escondida en nuestra ingenuidad misma, de creer que se puede impunemente “repensar la Conquista”. La pregunta sería ¿de quién es el discurso de la Conquista?  Creo que podríamos responder con el lema de los agraristas de principios del siglo XX, “la Conquista es de quien la trabaja”.
Una simple visita a una buena librería nos muestra rápidamente que la conquista es de todos, y que se ofrecen a la venta sobre el tema en México, libros de autores franceses, ingleses, norteamericanos, polacos, húngaros, sin olvidar los autores no traducidos al español, pero que pueden llegar a penetrar la cultura histórica nacional por caminos más oscuros. América es una pieza fundamental del imaginario histórico mundial desde hace varios siglos, con toda la ambigüedad que pueda tener como feed back para los imaginarios mexicano y latinoamericano, y por lo tanto, “La Conquista” llama la atención de muchos intelectuales extranjeros, como me ocurrió a mí hace más de 40 años. Hasta aquí nada de extraño, y finalmente, como no podemos impedirlo, debemos tomarlo en cuenta, porque también es ese mismo imaginario  -en alguna parte común- el que construye el sentimiento de solidaridad entre los pueblos, que atrae turistas, o entusiasma a los neo zapatistas franceses o italianos.
Así debemos confesar nuestra esperanza  de que en prioridad, nuestros  esfuerzos intenten organizarse desde México y para México, o más generalmente para América y desde América. Esto parece muy fácil, mera perogrullada, pero no lo es si empezamos a considerar que la mayoría de los relatos que han sido producidos sobre la Conquista durante siglos, así como en la actualidad,  han sido escritos desde territorios simbólicos exteriores a América, y con eso no queremos añadirnos al coro de lamentaciones indignadas que periódicamente denuncian la intromisión de los extranjeros en los estudios mexicanos de antropología o historia. Sólo queremos insistir aquí en el hecho que debemos repensar la Historia de México a partir de las necesidades históricas imaginarias que tiene el país y en eso probablemente deberemos luchar contra, o por lo menos desconfiar de, la imposición de ciertos esquemas de explicaciones provenientes de una simbología externa, aunque sea retomados por investigadores nacionales seducidos por los oropeles parisinos, ingleses o alemanes, o simplemente pecando de una cierta ingenuidad.
Y hablando de esa escritura externa americana, ya no queremos hablar aquí solo de los textos coloniales cuya lógica era la de justificar, cada autor a su manera, un poder extranjero impuesto sobre América y la creación de una gran empresa evangelizadora y colonial[2]. En este sentido los textos coloniales escritos sobre América en tanto que actos de comunicación entre hispanos, encontraban sus lectores preferentes en Europa y pocos, o ningún lector, en América. Y cuando de repente existía ese lector en América se trataba siempre de alguien perteneciente a uno de los círculos del poder delegado hispano de esa nueva España o algún erudito proponiendo “nuevas interpretaciones” para ese mismo público.
Hay una lógica colonial de los textos de historia de los siglos XVI, XVII y XVIII, y si esta no aparece hoy con tanta claridad, es porque han sido re-visitadas a partir del siglo XIX y XX y “re-significadas” para ser fuentes de la Historia Mexicana”. Para llenar nuevas necesidades ideológicas de justificación de los diferentes matices nacionales en pugna y en esa lógica colonial, se han ido buscando “buenos” discursos y prácticas colonizadoras presentables, como las del conjunto franciscano, con Tata Vasco y algunos otros, para oponerlos a los responsables malvados de la destrucción de las indias, cuyo arquetipo sería Nuño de Guzmán, figura de chivo expiatorio que sería interesante rastrear a lo largo de los siglos en la historiografía nacional.
El problema para mi es, que pensado desde la lógica de la gramática civilizatoria occidental, no hay buenos colonizadores, solo hay métodos más o menos violentos de destruir, de desertificar o de cohabitar, pero no se debe jamás olvidar  que esa cohabitación, por pacifica que se le quiera hacer parecer, siempre tiene por consecuencia la desaparición física, o por lo menos la lumpenización cultural y finalmente el etnocidio.     
Cómo en la división académica de la práctica historiana, las preocupaciones teóricas y metodológicas de los colonialistas son generalmente muy lejanas a las de los estudiosos del XIX; unos y otros no se han dado, o no quisieron darse cuenta, de que las diferencias supuestas en el tratamiento general del punto que nos ocupa aquí - una escritura de  la historia del indio - obedecen a la misma lógica de ocultación. Si en el siglo XIX, sobre algunos puntos, como es lo del indio, la historiografía nacional mexicana en construcción parecía quererse construirse en reacción a la lógica textual colonial, insistiendo en esa radical heteronomía existente entre la lógica del poder español y el proyecto de la Nación México, podemos ver como rápidamente fue llevada a recuperar gran parte del sentido de la historia salvífica, intentando torcerlo en su provecho.
Cuando pretendemos que la lógica de muchos relatos nacionales de historia corresponda no a lógicas y necesidades historiográficas realmente americanas y/o mexicanas sino, a pesar a veces de sus autores mismos, a necesidades imperiales del mundo occidental, podemos para mostrarlo indicar cómo se construyen aún en una dinámica de sentido que indica que no hemos salido aún de un modelo de historiografía teológica, y no serán los intentos fracasados de la “historiografía marxista” de las últimas décadas del siglo XX los que nos podrían convencer  de lo contrario.
En el siglo XX generalmente la dimensión occidentalizante del relato América, llamada en general eurocentrista, inaugurada desde la “invención” de las indias por Cólon (y probablemente antes, considerando la enorme carga simbólica acumulada en el imaginario occidental sobre “Las Indias”)  siguió omnipresente. Pero en ese siglo XX, darse cuenta de ese fenómeno se había vuelto mucho más difícil, porque ya no se trataba de afirmar en  la escritura de América el “destino manifiesto del elegido pueblo español” como en los siglos coloniales, ni el triunfo del credo de la modernidad capitalista e industrial visible a través del ambiguo lente de  la democracia política representativa, como en el siglo XIX[3].
La unificación simbólica  del mundo del siglo XX, producto de la globalización económica, particularmente a partir de los años setentas de ese siglo, volvió opaco el lugar desde donde se escribía América. Realizando, o imaginándose que realizaba, el ideal cosmopolita del intelectual ilustrado, el intelectual latinoamericano o mexicano podía vivir plenamente, cual diletante, la ilusión de ser totalmente francés en París, a la vez que inglés en Londres, como irlandés en Dublín, y disfrutar de Nueva York sin sentirse manchado por los crímenes yanquis.
Durante ese siglo, participando, pero a su manera - machacadora y sistemática - de ese confortable cosmopolitismo ilustrado, los europeos pretendieron  volverse una vez más los amos de la escritura de América, estructurando un nuevo saber “americanista”, reinterpretando, refuncionalizando a veces, los tropos que les parecían más obsoletos de las anteriores escrituras de América.

Américas imaginarias
 Si bien para los universitarios de la segunda mitad del XX, escribir Américas, era colmar en cierta forma necesidades internas de exotismo y/o  una simple  afirmación narcisista de la nueva forma del logos occidental, era también un medio relativamente fácil y poco cuestionado de construir una carrera en las instituciones universitarias del primer mundo. En la medida en que para muchos occidentales la constitución de ese saber México, pertenecía no a un espacio idéntico al espacio europeo sino a un lugar de confines; y el rigor historiográfico que presidía a la escritura de la historia europea, muchas veces no se trasportó idéntico, ni se transporta en la actualidad,  en las tareas de escritura de la historia americana.
Como América pertenece desde hace siglos al universo imaginario europeo, se diluye el rigor historiográfico, y muchas explicaciones historiográficamente atrasadas, que con horror se verían aplicadas a hombres y sociedades europeas, pueden ser propuestas sin ningún problema para la historia americana.
En México en general no se ha prestado mucha atención a ese problema de reconocer los lugares de esa geografía simbólica desde donde son construidos y toman su legitimación los saberes académicos, aunque no faltan los marcadores lingüísticos que nos señalan pistas para esa investigación tan necesaria, si queremos realmente hablar desde México y para México.
 Por ejemplo, la omnipresencia del concepto de humanismo como el epíteto de humanista y todas sus declinaciones posibles, tan frecuentemente acolado a todo tipo de personajes históricos de los siglos coloniales y subsiguientes sin, o casi sin ninguna reflexión real, es una muestra  de que en algún lugar de este discurso se intenta obviar la distancia entre el lugar desde donde se habla y el lugar de quien se pretende hablar: una de las características fundamentales de la producción histórica. Se pretende hablar de personajes americanos cuando sólo se refrendan modelos de vidas ejemplares típicamente occidentales. El ejemplo de los innumerables retratos del rey Nezahualcóyotl, entre muchos otros posibles, son muestras de ese tipo de discurso donde se pretende decir a la antigua América sólo logrando refrendar las fantasías anacrónicas del Logos occidental. 
La escritura de la Conquista de México ya no pertenece realmente a su “mundo natural”, tanto el mundo de la historiografía mexicana -“herederos” de los conquistados- o de la historiografía hispana -herederos de los conquistadores-. Sería suficiente con ir a una librería del DF como la Gandhi, ese gran baratillo de la cultura nacional, para darse cuenta de la omnipresencia actual de textos producidos en Europa y desde Europa.  El hecho que la Conquista de México haya sido cooptada por la historia mundial e incluida entre las grandes hazañas conquistadoras del mundo, no se traduce sólo por esa impresionante producción que evidentemente influencia por sus interpretaciones la producción nacional, sino que tiene unos efectos más perversos.
Sería interesante en el futuro analizar el ambiguo papel de las  instituciones académicas,  así como de ciertos aparatos culturales del primer mundo -universidades, periódicos, editoriales, etc.- en la perennidad de ciertos mitos de la historiografía mexicana. Por la cantidad de premios, decoraciones y felicitaciones diversas que estos otorgan a algunos santones y menos viejos de la historiografía nacionalista mexicana, ese aval internacional favorece el monopolio que estos caciques académicos y sus seguidores ejercen en el control de la enseñanza y la investigación, al impedir la difusión de nuevas propuestas historiográficas.
Es evidente por otra parte que en este mundo globalizado existen redes y complicidades internacionales que tienden a afianzar ese poder y a mantener una cierta doxa sobre ese periodo, y si queremos desbloquear la investigación sobre el periodo de la conquista, o sobre otros periodos, tendremos que proponernos una serie de investigaciones de estudios culturales sobre las redes de legitimación mutuas que estructuran la producción de ese saber.

Esperando un nuevo país...
 Creemos que hay varias razones de base que nos obligan hoy a intentar construir un nuevo relato sobre la conquista. La situación política y cultural en México ha evolucionado en la última década de manera importante, el discurso nacionalista que hacía del mestizo la figura fundamental, el sostén y futuro de la nación, ha tenido que dar paso a la reivindicación de un México pluri o multicultural, impuesto por las luchas “comunitaristas” de los diferentes grupos étnicos que existen en el país y cuyas reivindicaciones al reconocimiento político y cultural hoy parecen firmemente afirmadas. No es inútil aquí, creo, recordar que muchas de estas luchas son muy anteriores a la emergencia a la luz pública del neozapatismo chiapaneco, luchas que, en cierto sentido, este movimiento hipermediatizado, ha probablemente opacado, si no profundamente trastocado.[4]  
No viene al caso enumerar aquí todas las esperanzas de las cuales un nuevo México es portador ni tampoco de los frenos a los cuales estas esperanzas tendrán que enfrentarse. Pero en el orden historiográfico está hoy muy claro que el historiador o el científico social que intente pensar América, y más aún, un evento cargado de violencia  simbólica como la Conquista, no debe olvidar que toda palabra vertida en ese proceso puede a la larga producir sangre, lágrimas y violencia. Y si sucumbimos a esa tentación de asumir el papel del profeta, que es siempre muy tentadora para el historiador o el científico social, podemos decir que nos parece que la herida fundamental abierta por la conquista hace 5 siglos, no esta aún sanada y que ese absceso purulento, desde hace siglos, impide que se gesten identidades populares liberadoras en ciertos países de nuestra América Latina. Parece hoy urgente sanear esas heridas antes que un Osama Bin López boliviano, ecuatoriano, peruano, guatemalteco, o mexicano venga a despertar las mediocridades ambiguas y sinsabores de las identidades nacionales u otras, que intentan tapar desde hace 5 siglos un racismo profundo y tenaz, generador de un resentimiento popular que probablemente en ciertos países o regiones solo espera una chispa para explotar.[5] 

El relato de la  Conquista, entre historia y antropología
Por otra parte la principal dificultad y ambigüedad de un  proyecto de repensar  hoy  la conquista de y desde México, podría provenir de que en este país no hubo, sino hasta fechas muy recientes, intentos de construir un pensar historiográfico radical y menos aún sobre ese periodo fundamental de la conquista.[6]  La adopción de la identidad mestiza como fundamento nacional, es el espejismo que permitió probablemente durante un siglo (1860-1960) “olvidarse” de pensar las antiguas culturas americanas en sus densidades historiográficas propias. Estas sólo fueron tratadas en la dimensión estructurante e uniformizante de la antropología, lo que permitía evacuar en cierto sentido lo que había sido para ellos el evento Conquista. Desde el intento abortado de Carlos María de Bustamante en las primeras décadas del siglo XIX, jamás se volverá a intentar  pensar realmente “una historia de los indios”, o pensar el periodo precolombino como auténtico prolegómeno a la historia nacional, porque el indio vuelto “Problema Nacional”, debía a toda costa ser redimido y solo podía tener un devenir “histórico” en su asunción o su desaparición en la fusión mestiza nacional, o más tarde, en el proletariado agrícola anónimo de un anhelado México socialista.
 La solución al “problema indígena” o “indio”, como restos fósiles de situaciones históricas anacrónicas, plantas parásitas y venenosas de la “evolución natural del pueblo mexicano”, se volvió así un mero problema técnico-administrativo que los especialistas de la  antropología mexicana, nacionales o extranjeros  se encargarían  de resolver.
Esa división del saber propuesto por la élite cultural mexicana en la segunda mitad del siglo XIX, sigue aún vigente en la historiografía nacional, a saber, que todo lo que toca al indio es tratado desde la antropología y todo lo que toca de la sociedad mestiza al México moderno, es generalmente analizado según criterios historiográficos. Estos criterios pueden ser múltiples, pero es suficiente hacer el recuento de las escasas páginas en las cuales aparece la figura del indio en los relatos de historia contenidos en la actualidad en los libros de primaria, para darse cuenta que sólo es realmente objeto de historia un sector social que fue durante siglos muy minoritario. Y sólo las ambiguas prácticas nacidas de la seducción antropológica impiden a los historiadores ver a los monstruosos productos de esas relaciones perversas. El indio sigue en México estando preso de la Antropología y eso no molesta aparentemente a nadie. Que esta confusión de registros analíticos se haya generalizado en Europa desde hace unos 20 años, es una cosa, pero en esos países esa confusión no lleva a muchas consecuencias sociales dramáticas, en la medida en que se aplica a objetos y sujetos de un pasado en general remoto, a la época medieval o a creencias populares generalmente campesinas de siglos anteriores a la modernidad, y los campesinos europeos sobrevivientes manifiestan más hoy por el deterioro de su nivel de vida y su desaparición programada,  que por la imagen pésima que se sigue dando  aún de ellos en los libros de historia. Pero en México la antropologización del indio ha tenido un efecto profundamente negativo, no sólo sobre la historiografía nacional, sino sobre la suerte misma de los sujetos antropologizados. Esa antropologización tuvo como consecuencia la transformación de unos indios físicos en indios folclorizados, despojados de sus auténticos signos de identidad colectiva, que son la marca de una posible historicidad propia. Y hemos llegado así a esa total confusión y manipulación oportunista de estos miles de indios de papel, que vuelve gigantesca e improbable la tarea de una arqueología discursiva, único medio capaz de preparar el terreno para construir una historia indígena.  

El saber compartido sobre la conquista
Por otra parte, si queremos  pensar de nuevo la conquista, ese intento  nos obliga a  esbozar ahora, mínimamente, la Vulgata nacional o el saber compartido construido sobre ese momento fundador. 
En México, el control  político ejercido por un mismo partido en el poder durante más de 70 años, su liturgia nacionalista, su control casi absoluto sobre los sindicatos de maestros encargados de la enseñanza primaria y secundaria, así como la existencia de libros gratuitos para esa enseñanza, ha logrado moldear un conjunto historiográfico relativamente homogéneo. En esa Vulgata estrictamente vigilada,  los relatos de los “grandes episodios de la vida nacional”, infinitamente repetidos, han logrado moldear un imaginario nacional compartido por la mayoría de los ciudadanos, lo que no impide que puedan existir ligeras variantes en ese relato.
 Pero en cuanto a la Conquista, vista desde la academia, el mundo profesional de los historiadores, podemos considerar que coexisten dos grandes conjuntos discursivos que estructuraron, aunque sea de manera a veces contradictoria,  el saber compartido actual en México sobre la conquista. Los dos se elaboraron entre los años 1960 y 1980: uno fue producido por la escuela de historia de El Colegio de México, y el otro en la UNAM, en el grupo estructurado alrededor de M. León-Portilla, “heredero” de los trabajos de Mons. Ángel María Garibay,  y si creemos a Guillermo Zermeño, también por muchos aspectos de Manuel Gamio, aunque se puede considerar que el sobrino, MLP, logra voltear y vaciar  gran parte del contenido de lo que había adelantado el tío.[7] Como lo veremos, lo interesante es que en ningún momento esas dos “escuelas” intentaron  llevar a cabo un científico enfrentamiento historiográfico, sino al contrario, se asistió, como vamos a verlo, al reconocimiento tácito de un pacto de no agresión y a una respetuosa repartición del pastel historiográfico y de sus prebendas. Y es evidente que la figura identitaria de la mexicanidad construida después de la Revolución por los aparatos culturales estatales, con la figura única del mestizo, permitió ese pacto de no agresión y así no prosperaron las protestas de O’Gorman ni las polémicas abiertas en los años 50 entre “indigenistas e hispanistas.”[8] 

 La doxa vista desde el Colmex
La aparición de una Historia de México en 4 volúmenes, elaborada y publicada bajo los auspicios de El Colegio de México, en 1976, se situaba en la perspectiva de constituir una nueva Vulgata historiográfica como lo había sido en su tiempo México a Través de los Siglos, o México y su Evolución Social, y desde ese punto de vista, fue un auténtico éxito.  Ese éxito y ese dominio fueron tales, que explica probablemente que no se hayan desarrollado estudios analíticos que posteriormente nos explicarían la génesis, las dificultades de la empresa, las esperanzas de sus autores, así como las del arquitecto del proyecto, don Daniel Cosío Villegas.
 Es probable también que desde esa fecha el triunfo de esa Historia General fuera facilitado por las dificultades en las cuales se encontraba enfrascada una buena parte de la inteligentzia mexicana fascinada por el materialismo histórico e incapaz de encontrar derroteros “comprometidos” para pensar alguna renovación historiográfica. El éxito fue tal que con el tiempo ese relato se volvió  el discurso de referencia de la historia nacional, tanto al interior como al exterior del país.

 El disfraz antropológico
Pero al mismo tiempo, en la Universidad Nacional Autónoma, el gran cantante de un ambiguo indigenismo mexicano,  M. León-Portilla, calzando las botas de su maestro A.M. Garibay, seguía su irresistible ascensión hacia el pináculo nacional e internacional, su  “Visión de los Vencidos” entraba en su séptima edición y ya se habían multiplicado las traducciones a las principales lenguas “cultas” del planeta.  Paralelamente a su recepción editorial en las principales universidades europeas y norteamericanas, se fueron creando tempranamente grupos de aficionados que generaron auténticas metástasis que servirían a su vez de apoyo y legitimación “científica” a ese discurso seudo histórico que a todas luces carecía totalmente de él, por lo menos según los cánones que la producción historiográfica consideraba como “científicos” en esa época. En cierta medida, se podría formular la hipótesis, que se necesitaría examinar con sumo cuidado, de que fue en parte la muy buena recepción extranjera de ese conjunto seudo histórico, lo que le dio la fuerza que adquiriría en México. Tal vez no sería la primera vez que un texto mediocre pero fundamentalmente ventrílocuo producido en un país periférico, después de haber sido recibido y publicitado por los países del centro, fuese impuesto por el simple peso de la dominación cultural del  imperio.
Es evidente que un estudio exhaustivo de las otras obras y de la carrera de MLP, su infinidad de premios y decoraciones, sus funciones políticas nacionales y de representación internacional, mezclado con la multiplicación de sus ediciones, etc., reservaría probablemente muchas sorpresas, y pensado en estos términos, ayudaría a complementar el estudio del éxito intelectual de sus propuestas más estrictamente “historiográficas” de la conquista[9].
Pero si regresamos al nivel estrictamente historiográfico, que es el que nos interesa aquí: ¿qué hay en común entre esa ausencia total de reflexión historiográfica sobre las condiciones intelectuales de “producción”[10] de los textos de esa Visión de los Vencidos, con los trabajos contemporáneos de los Annales o los trabajos de las escuelas historiográficas alemanas, italianas, sin olvidar los trabajos muy conocidos en México de un E. P. Thomson o de los historiadores marxistas ingleses que dominaban el escenario historiográfico en Europa antes de llegar  a México?
Saber porqué ese discurso fue adoptado sin casi ninguna crítica, y después se difundió por el mundo entero  y/o por qué y cómo las voces disidentes fueron calladas o minimizadas, sería de por sí el tema de una interesantísima y apasionante investigación de historia  cultural mexicana y a lo mejor algunos de ustedes podrían encontrar aquí una rica veta para sus tesis universitarias. No crean que cuando digo que hubo presiones institucionales y de todo tipo, estoy exagerando, las luchas de papeles, en tanto que representan intereses de grupos intelectuales, con causas o sin ellas, o sean sólo movidos por el interés propio inmediato o gremial, esconden una violencia de tipo policíaca bastante fuerte. Evidentemente en México en un mundo intelectual dominado por lo políticamente correcto, pero bajo la omnipresencia vigilante de los caciques culturales, estas luchas tras los escritorios supuestamente no existen,  y por lo tanto, no pueden ser estudiadas y menos ser objeto de tesis.
El hecho es que  la Visión de los Vencidos se volvió el texto dominante y fundador de una larga tradición “cultural” nacional e internacional y que los historiadores “científicos” de la época no quisieron rebatirlo, o no  supieron rebatirlo los que lo intentaron, porque también intentaron dar la batalla en forma dispersa. Pero lo más probable también es que ese texto cumplía un papel tan fundamental, tapaba un hoyo tan grande para la identidad nacional, que poco importaba la completa ausencia  de fundamentos “científicos” o historiográficos. Tampoco los investigadores marxistas de entonces, tan dados a denunciar todo lo que les parecía oler a “ideología burguesa”, encontraron nada que decir a esa “Visión de los Vencidos”, que no era otra cosa que una grosera manipulación y falsificación historiográfica.  
Así el relato de la historia nacional y particularmente el relato de  la conquista de México, se instituyó y se desarrolló desde esa época entre esos dos grandes modelos de prácticas discursivas, entre una historia nacionalista con tendencia liberal y ligeramente, o de superficie  marxizante, tal como la estableció El Colegio, y una supuesta antropo-historia sentimental e impresionista, psicologizante, desarrollada por la escuela Leonportillista, que jamás negó realmente su doble origen clerical y nacionalista.
Hay que subrayar que estas dos corrientes intelectuales o estas dos maneras de “hacer historia” de México cohabitan desde hace décadas, y si esta cohabitación fue relativamente “pacífica”, es porque el Leonportillismo no se desbordó de la apropiación-reinvención del mundo indígena desde donde emergió, espacio con el cual los  historiadores  que se decían “comprometidos”  y los otros, se sentían poco en sintonía entre  1960 y 1990.[11] 
Lo interesante y ambiguo de esa ausencia de enfrentamiento, a excepción de algunas intervenciones del maestro O’Gorman (y alguno que otro investigador), es que el Leonportillismo encontró siempre una manera hábil de evitar un enfrentamiento con la historiografía científica.
M.L.P. siempre consideró que su trabajo y el de su escuela, tal como lo había en su tiempo ya pretendido su tío, Manuel Gamio, se situaba en la línea directa que, según él, habían abierto los evangelizadores “humanistas”, defensores del Indio (sic), y particularmente se cobijaba bajo el hábito de fray Bernardino de Sahagún, al cual construyó la estatua de bronce, periódicamente repintada con grandes gastos y esfuerzos, de “primer antropólogo.”[12] Colocarse en la antropología y disfrazarse de humanista era un buen método para escapar a los apretados criterios de historicidad que empezaban a imponerse en el gremio historicus  para  definir a la práctica historiana en esos años. Pero regresemos  al intento de escritura de la conquista en la tradición historiográfica de El Colegio de México.

 La conquista  en la  Historia general de México, de  El Colegio de México.
 Si el relato general elaborado en la década de los 70 por los investigadores de El Colegio se constituyó en la referencia de base, la Vulgata nacional,  sobre los 5 siglos de historia nacional, en lo que respecta al momento de la conquista de la capital azteca, se ve muy bien como Alejandra Moreno Toscano, una excelente historiadora, y una de las mejores de su generación, en su ensayo “El siglo de la conquista”, se rehúsa  a esbozar un mínimo relato de ese encuentro. Sólo en un estilo telegráfico, retoma los puntos más clásicos de la epopeya Cortesiana. En un poco más de una página, enumera desde la partida de la expedición, hasta el encuentro con Moctezuma. Así desfilan a toda velocidad el rescate de Aguilar y el encuentro con La Malinche, con el cual “Cortés se ha hecho de sus mejores armas” y  permite que Cortés se inicie en el conocimiento de la tierra”. Se trata la  fundación de la Villa Rica de la Veracruz como una simple decisión de “establecer una base”. Cortés recibe los regalos de Moctezuma y la solicitud de que no se adentren más en sus tierras.
Pero de repente el relato deja la enumeración de hechos “verídicos” en términos bernaldianos, y muy racionales, con los cuales siempre se describe a la acción de los españoles. Cortés, pretendiendo impresionar a los indios mensajeros, despliega su caballería y hace tronar  cañones, y éstos de regreso con Moctezuma “le dicen que los recién llegados montan enormes venados que les obedecen como si fueran un solo jinete y montura, pero, sobre todo le dicen que los nuevos llegados tienen el dominio del fuego”.
 No solamente Cortés no se detiene sino que percibiendo las rivalidades entre los pueblos indígenas aprende como aprovecharlas. Llegando sobre el territorio de Tlaxcala “derrota a Xicotencatl” y establece alianza con éste, y por miedo a una posible emboscada en Cholula, “se adelanta para dar a los indígenas  un castigo ejemplar” (?).
El movimiento del relato se acelera como en las viejas películas del cine mudo:
“Cortés continúa su camino rumbo a México. Es recibido por Moctezuma a las puertas de la ciudad. Moctezuma le entrega  simbólicamente la ciudad  y lo aloja  con toda su gente en sus palacios. Los colma de regalos. Hace que le muestren los libros de tributos  y los mapas de la tierra.”  ¡Tan tan!
Pero nada puede ser tan  sencillo.
Cortés es informado de que viene Pánfilo de Narváez para apresarlo. Este apresa a Moctezuma, dejando a Alvarado al cuidado de la ciudad y se coloca frente a Narváez. Cortés lo derrota y el ejercito de Narváez  “pasa a engrosar las filas de las tropas de Cortés”. Éste, informado del “levantamiento de los mexicanos”, regresa sin tardar a la capital. 
Está claro que Alejandra Moreno, al escoger producir un relato tan escueto, rompe con una larga tradición historiográfica que produjo, y sigue produciendo, innumerables relatos sobre esa larga marcha española y las reacciones indígenas a esa invasión. Pero romper con ese tipo de relato no parece deberse a un interés historiográfico nuevo sobre ese encuentro, sino a la presencia masiva en el saber histórico compartido de la cultura nacional de esa época, de ese otro relato del cual hemos hablado, que se estaba constituyendo en  la interpretación dominante y que paralizó por años cualquier intento de concebir otra interpretación de esos primeros momentos del “encuentro”. El efecto de esa masiva omnipresencia hace que esa autora ni siquiera intentara esbozar una mínima polémica historiográfica con la otra corriente en competencia, aunque hubiera sido desde el estricto punto de vista de la elaboración y los criterios clásicos definidos por la ciencia histórica de esa época, que ella domina y utiliza  en su ensayo, pero sólo en el relato que produce,  apenas “superada”  la toma y destrucción de Tenochtitlan, la capital Mexica.
Por eso el relato del encuentro Motecuzoma-Cortés, más bien fundamental en la versión Leonportillista, en el de ella, tiene que ser  ejecutado en  escasas líneas.
Lo primero que se nota en ese escueto relato de la conquista, es la decisión  historiográfica de centrarlo sobre la figura de Cortés, quien ya desde su desembarco domina con su estatura los espacios americanos, y la voluntad correspondiente de hacer desaparecer a Motecuhzoma, el cual solo se mencionará después del encuentro dando regalos o cuando Cortés intenta apaciguar el levantamiento de los Mexicas utilizando a Motecuhzoma. Pero desde ese momento el deus ex machina es Cortés, y Motecuhzoma a lo sumo, una victima inocente, para no decir un pelele.
 Cortés es considerado en ese relato como el conquistador perfecto, el que hace un recorrido casi sin faltas desde su desembarco, y la antigua América es la tierra virgen y casi pasiva sobre la cual se escribe a punta de espada un nuevo destino colectivo para españoles e indígenas.
Por suerte, los “mexicanos” se levantan y la batalla por México que ella considerará como “la Conquista”, nos permite ver como va a utilizar las fuentes documentales disponibles, y aquí se puede apreciar como todo relato de la conquista en ese entonces ya no podía escribirse sin tomar en cuenta ciertos aspectos de la visión Leonportillista, aunque intenta cuidadosamente evitar todos los elementos lingüísticos que recordaran la “Visión de los vencidos”. Para ella aparentemente no hay ni vencedores  ni vencidos, solo testigos. 
“Limitados por el lenguaje, no podemos recuperar el episodio de la conquista.  Dejaremos la palabra a quienes lo vieron: La voz de los españoles la llevará Cortés (Cartas de Relación), la voz de los defensores de México se recoge entre los informantes de Sahagún y los redactores  de los Anales de Tlatelolco.” 
Así “las fuentes” o por lo menos las que ella considera como las más autorizadas sobre ese momento, le permiten componer una especie de epopeya guerrera con refranes  alternados, en los cuales intervienen cada una a su turno  “las voces” españolas e indias. Aquí se muestran claramente los límites del concepto de objetividad en historia  que se forjaba en esa época, meter en paralelo discursos “indígenas” y discursos españoles parecía, y sigue pareciendo a muchos, una garantía de objetividad.
La larga lamentación sobre el asedio español a la ciudad propuesta por Alejandra Moreno, es dotada de innegables cualidades literarias, y si bien produce un verdadero efecto dramático, a su vez  introduce muchas dudas historiográficas sobre la utilización de fuentes provenientes de diferentes horizontes, utilizadas en un mismo nivel de relato. Esa recreación más literaria que histórica en una quincena  de páginas relata la conquista de México-Tenochtitlan hasta que se acaba la resistencia de los mexicas con la destrucción de su ciudad.
 La autora entra después en una discusión mínima sobre lo que ocurrió, pero otra vez sin considerar en ningún momento una reflexión sobre la naturaleza de sus/las “fuentes indígenas”. Algunos de los juicios críticos emitidos provienen casi sólo del sentido común, así considera que las vacilaciones de Motecuhzoma en cuanto a lo que había que hacer con los españoles provienen, no tanto de una incapacidad psicológica del Tlatoani, como lo pretende la escuela Leonportillista, sino probablemente de las divisiones existentes entre la nobleza azteca. Incluso más que de divisiones, la autora habla de “descomposición de un grupo dominante”.   A su manera, Alejandra Moreno retoma el concepto de crisis heredado del marxismo y que fue omnipresente en esos años, concepto operatorio que se introducía a como diera lugar para construir supuestas explicaciones que permitieran “entender” cualquier momento y situación histórica[13].
La utilización de esa descomposición o de esa “crisis” interna de la estructura dominante mexica le permitirá escribir que frente al fracaso de una oligarquía en la defensa de la tierra patria,- recordemos que estamos todavía en un relato nacionalista y populista -,
“al romperse la unidad de la nobleza indígena se inicia, por el proceso mismo de la guerra, una nueva dirección política entre los mexicanos... el pueblo bajo, refugiado en Tlatelolco  durante los últimos días del asedio termina por hacerse responsable de su propia defensa...”[14] 
Me parece que con esa frase Alejandra Moreno firma magníficamente el intento historiográfico crítico de su generación, frente a la crisis política patente en México, provocada por el deseo de los viejos caciques políticos de mantenerse en el poder a cualquier costo, incluso con la masacre de su juventud universitaria. Esa generación nueva de investigadores se auto-afirma como alternativa al poder y se presenta como un relevo político “popular” frente a lo que se empezaba a llamar entonces, los dinosaurios de la cultura y la política nacional.
Una reflexión historiográfica sobre las fuentes parecería poder esbozarse, cuando Alejandra Moreno constata con cierto humor que:
“En los años siguientes a la conquista, el haber auxiliado a los españoles durante el sitio de México, se convirtió en una frase retórica más o menos utilizada por los grupos indígenas que pedían algún favor al rey de España. Entre muchísimos otros, por ejemplo, en una carta fechada de 1563, los caciques de Xochimilco alegan entre sus méritos  haber  ayudado a Cortés: “le dimos dos mil canoas en la laguna, cargadas de bastimentos, con doce mil hombres de guerra...como los Tlaxcaltecas estaban ya cansados...el verdadero favor, después de Dios, lo dio Xochimilco” . [15]
Pero esta constatación y su conocimiento de las fuentes coloniales no desembocarán sobre una reflexión historiográfica general sobre la naturaleza de los testimonios recogidos en los documentos y otras “fuentes indígenas” del siglo XVI, ni sobre sus condiciones de elaboración y la construcción de sus criterios de  verdad.
 Al contrario, parece admitir como histórico el episodio, muy dudoso, del príncipe  Ixtlilxóchitl de Tezcoco, quien descontento por su exclusión del poder en ese reino,  habría propuesto a Cortés una alianza privilegiada contra Tenochtitlan y en un mismo movimiento iluminado por la predicación de Cortés, habría pedido ardientemente ser bautizado. Imponiendo también el bautizo a su pequeña corte, e incluso a su madre santa que, renuente al principio a esa repentina conversión, debe al fin obedecer al deseo de su hijo que la amenaza, bajo el influjo de su ardiente fe de neófito, nada más con quemarla en su propio palacio[16]
Lo que resalta a primera vista en este relato de la Conquista de México, ejecutado en apenas 25 páginas incluyendo el largo recitativo poético-literario sobre la destrucción de la capital mexica, es que la autora no se atrevió a tratar el evento Conquista de México  sobre el mismo modo historiográfico que la parte siguiente de su ensayo sobre historia colonial. Es probable que la versión de la Conquista propuesta por la escuela Leonportillista, fuera ya demasiado triunfante tanto en México como en otros países. Le quedaba sólo hacerlo desaparecer, y por eso pudo proponer solamente el  producto de una práctica historiográfica ambigua, que corresponde mal a los criterios historiográficos del relato inaugurado al terminar esos acontecimientos iniciales  sobre la construcción de la nueva colonia española. Por otra parte parece  evidente que tanto la autora como la mayoría de los de su generación, no se sienten muy a sus anchas en esos prolegómenos “indígenas” al nacimiento de la Nueva España. Si bien construir historiográficamente un relato de la conquista hubiera llevado a un enfrentamiento radical automático con la construcción seudo histórica Leonportillista,  tampoco hay que olvidar que la visión nacionalista oficial dominante desde hacía casi un siglo sólo exaltaba la figura del mestizo. La figura del indio estaba aún cargada de tantos rasgos negativos, que su manejo historiográfico, en esa época, era muy ambiguo, y para colmo, las interpretaciones marxistas que sostenían muchas de las esperanzas de renovación del país, imaginaban sólo para las comunidades indígenas del país, como máximo, el futuro radiante de las granjas colectivas del socialismo autoritario, despojadas de los últimos rasgos que marcaran alguna identidad indígena.
Pero también nos parece evidente que una historiadora inteligente, bien informada y “progresista” como Alejandra Moreno no podía ignorar todas esas presiones sobre la redacción de su relato; podemos pensar que estaba consciente, hasta cierto punto, de que  esa mitohistoria Leonportillista sólo sacaba su único criterio de verdad de la afirmación mil veces repetida y jamás demostrada de que se trataba de “La visión de los vencidos”, y por ello tuvo que procurar evitar entrar en conflicto con ella, pero no podía tampoco hacer como si no existiera; de ahí la ambigüedad que nace de su relato al rozarla sin comprometerse con ella.
Pero la ambigüedad fundamental presentada por el relato de Miguel León-Portilla –La visión de los vencidos- no podía ser evacuada del todo, porque ¿quién podría negarse en esos años a, por fin, escuchar  la  palabra de los vencidos? y ¿cuál corazón, liberal o progresista, podría rechazar ese testimonio y no ser conmovido, si en  esos años se repetía  a saciedad el refrán simplista de que  “la historia la escriben los vencedores”?
Alejandra Moreno intenta salvarse de esa trampa  utilizando algunos de esos “testimonios indígenas”, pero poniéndolos en paralelo con Las Cartas de Relaciones en un recitativo poético que se asimila más a un relato mítico de fundación,  a una “protohistoria”,  que a un verdadero relato de historia de la Conquista de México.
Es por eso que su ensayo sobre el relato de la Conquista es en cierta medida puesto entre paréntesis, y la historia empieza realmente sólo con la organización de la nueva colonia. Esta propuesta de tratar así el encuentro americano iba a tener a la larga funestas consecuencias historiográficas sobre el estudio de ese periodo, porque dejaba el campo totalmente abierto a la mitohistoria Leonportillista, y en cierta medida ese compromiso reforzaba la doxa contraria, por lo que se perdió una vez más la ocasión de rescatar a “los indios” de su limbo antropológico, y tampoco se pudo inaugurar a partir de esa Historia General del Colegio de México, una reflexión historiográfica que hubiera abierto una pequeña puerta a una “Historia de los pueblos indígenas de México”.

La Conquista en la nueva edición de la Historia General de México (Versión 2000)
En la nueva edición de esa Vulgata que ofrece  para el nuevo milenio  el COLMEX a la nación, con su  “Historia General de México, versión 2000”[17], constatamos que el episodio fundador de la Conquista ha desaparecido aún más, y está prácticamente silenciado. El capítulo de Alejandra Moreno Toscano, intitulado, recordémoslo, “El siglo de la Conquista” y que empezaba con el subtítulo “La Conquista de México-Tenochtitlan”, ha sido suprimido, suponemos que con el acuerdo de su autora, y si tal es el caso, creemos que hay que felicitarla de esa valiente decisión. Son escasos los autores capaces de tal aggiornamento, la mayoría prefieren ver reimpresas sus obras aún cuando estén conscientes  de que muchas partes de ellas se han vuelto obsoletas e incluso dañinas para el desarrollo historiográfico.[18]  Si bien creemos que esa decisión fue muy sabia, no es porque ese artículo fuese particularmente malo, al contrario, fue en su tiempo, como lo dijimos, un intento valiente de dar cuenta de ese momento fundador, pero esa ausencia del hecho “Conquista de México”, en la nueva versión 2000, reaparece como lo que ha sido siempre dicho evento, un hoyo negro que aspira toda la energía y la imaginación historiográfica nacionales.
 Es Bernardo García Martínez quien después de haber inaugurado el volumen con su capítulo sobre “Regiones y paisajes de la geografía mexicana”[19]  se da a la tarea de explicitar para nosotros “La Creación de la Nueva España” en donde encontraremos  tratado escuetamente el momento Conquista. Pero es interesante anotar de entrada que la palabra conquista prácticamente desapareció. Así el lector ingenuo, a quién está dedicada en principio esta obra general,  buscaría inútilmente en la tabla de materias de esa Historia General una referencia a la “Conquista de México” o de Tenochtitlán a la altura de su importancia en la conciencia histórica nacional e internacional. Encontrará solo un sub-capítulo intitulado “La irrupción de los conquistadores”, dividido  en dos partes intituladas “Alianzas y guerras” y  “La gran conquista”. Esa última contiene, en un poco más de una página, una reflexión sobre la empresa cortesiana, y de como éste, desde Zempoala, se fija como meta  la llegada a la capital azteca. La forma misma adoptada para ese relato mínimo del evento Conquista nos interpela porque podemos preguntarnos por qué en ese tipo de obra un autor finalmente propone sólo un resumen escueto de ese momento clave de la historia nacional. Podríamos hacer la hipótesis que se trata para él de ahorrar papel y la voluntad de no añadir más paginas  a un libro ya en sí mismo voluminoso o que lo guía el cuidado del lector no queriendo aburrirlo ni imponerle esfuerzos inútiles, porque supone en los dos casos de figura o retóricamente hace como si pensara, que este acontecer por su trascendencia tanto nacional como mundial, es bien conocido por todos.
Pero no creemos que sea esa la razón principal, creemos que es probable que hoy el episodio de la conquista de México se haya vuelto indecible. Como especialista de geografía histórica, el autor sólo construye el movimiento de la Conquista como momento previo a la construcción de un espacio colonial, y por eso no necesita repetir ni construir una nueva interpretación. Así sus reflexiones mínimas sobre ese evento de “la gran conquista”  incluyen en esta la conquista de Michoacán, (porque probablemente este autor se encuentra ligado sentimentalmente a esa región), como parte del mismo movimiento que se inaugura con la llegada de los españoles a las costas del Golfo de México, se afianza con las alianzas indígenas y se afirma con la conquista de la capital mexica.
  Antes de ir más adelante debo reconocer que no puedo presentarme, sin autoengañarme  profundamente e intentar engañarlos a ustedes, como la figura anónima de ese lector más o menos ingenuo, es decir, un lector que busca saber lo que realmente ocurrió en la Conquista en un libro autorizado. El éxito masivo de esa obra, su presentación en un solo volumen, la asemeja a una Biblia, a esa Vulgata de la cual ya he hablado y en la cual el público culto en general, los estudiantes, los curiosos de la historia, buscan entender el pasado nacional. Nosotros debemos y podemos preguntarnos por las causas historiográficas de esa desaparición. Es evidente y en una primera aproximación, que no se trata de un olvido, una amnesia momentánea y pertinaz como la que durante años afectó a los historiadores mexicanos  cuando “olvidaron” escribir por ejemplo “una historia de las comunidades indígenas.”[20]
Aquí no puede tratarse de  un “olvido” del tipo: “chin, se nos olvidó la Conquista” porque en la versión anterior sí existía un capítulo intitulado, “El siglo de la Conquista” y su “reemplazo” por uno llamado “La creación de la Nueva España”, marca la voluntad de los editores de esa obra, una voluntad  historiográfica, si no de borrar el evento Conquista, por lo menos de diluirlo ocultando gran parte del contenido simbólico atado a ese momento considerado, a pesar de todo, como uno de los grandes momentos de una  épica universal. 
Ahora  intentaremos ver rápidamente como se construye esa ocultación.
Como ya lo dijimos, la desaparición del ensayo de Alejandra, representa el fin de esa especie de compromiso ambiguo no confesado, con la discursiva generada por la escuela Leonportillista y su antropologismo metafísico. En ese sentido, nos parece que representa un inmenso progreso, que en una historia que se quiere “científica” (con toda la ambigüedad de ese término) y publicada en uno de los centros universitarios más prestigiosos del país, hayan desaparecido casi todas -digo casi porque puede habérseme escapado alguna- las referencias a presagios y profecías, base de ese discurso histórico psicológico y perfectamente anacrónico desde el punto de vista del desarrollo de la historiografía actual.
Anacrónico en el sentido historiográfico,  es decir, que su sistema de argumentación, o si se quiere, su nivel de historicidad,  ya no tiene nada que ver con las exigencias de la practica historiana actual. Dejando claro que por desgracia, y aunque sea total y desesperadamente anacrónico, ese discurso, a pesar de todo, sigue siendo fundamental para el saber mundial y regresa periódicamente, aunque disfrazado con el oropel de la última moda intelectual  producida por sus metástasis norteamericanas o europeas, incluyendo en el futuro probables versiones asiáticas. Por otra parte, considero que la revisión historiográfica de la Conquista  se ha vuelto urgente porque ya se están produciendo nuevas generaciones de trabajos que aspiran a disfrazar los aspectos más evidentes de las inconsistencias historiográficas de esa escuela, pero también, y probablemente, antes que todo, porque en el saber impartido nacional mexicano  la Vulgata Leonportillista sigue organizando las representaciones del pasado lejano de ese país, así como las construidas sobre la indigenidad mexicana actual.   
Pero olvidémonos un instante de lo que algunos de ustedes saben que son mis obsesiones historiográficas, y regresamos al ensayo de Bernardo García Martínez.
 Es evidente que dar cuenta de la empresa cortesiana, explicar el funcionamiento de las huestes españolas de la época, su sistema de auto legitimación, así como explicar el mundo indígena donde se ejercerá dicha acción, en menos de 3 páginas, obliga a peligrosísimos ejercicios de síntesis. ¿Cómo sintetizar sin caricaturizar, cómo resumir sin falsear la complejidad de las condiciones históricas en las cuales se desarrolló esa empresa invasora?
Así que no podemos reprochar a esas páginas algo que desde nuestro punto de vista sería lo que se olvidó, lo que nos hubiera gustado leer allí a través de la muy especial visión de nuestro ojo crítico. Uno de los problemas estilísticos importantes de la comunicación, cuando se intenta sintetizar, es que la legibilidad del texto producido tiene que ser máxima, y aquí se debe reconocer que el estilo del autor no es nada fluido, sino más bien fracturado como si entre cada frase se hubieran borrado, para resumir aún más, otras frases o segmentos de frases que complementaban lo dicho anteriormente. Así, esas escuetas  páginas se presentan más bien como una serie de enunciaciones que llaman a conocimientos previos del lector, y reenvían explícitamente a otras partes del mismo capítulo. Pero esta impresión de un relato caótico finalmente nos parece menos el producto de la complejidad de dar cuenta de lo ocurrido, que de esa imposibilidad contemporánea de decir lo que  ocurrió. De cierta manera podríamos decir que el hecho Conquista ha perdido hoy toda esa transparencia que tenía en historiografías anteriores, o si se quiere, la Conquista se ha vuelto estrictamente inenarrable, si no queremos recaer en las rancias explicaciones decimonónicas o las ilusiones Leonportillistas.  
El escaso número de investigadores que en la actualidad estudian ese periodo es otro  síntoma de esa indecibilidad. Y sigue siendo cierto, como lo afirma Federico Navarrete Linares al inicio de su libro “la Conquista de México”, editado por el Conaculta:
“Todos los mexicanos sabemos que nuestro país fue conquistado. La conquista española iniciada en 1519  marcó un cambio tan radical en nuestra historia, que la dividimos en dos grandes periodos  alrededor de ese acontecimiento: el prehispánico y el colonial”.[21]
Y continúa enumerando todo lo que con ella se introdujo en el Anahuac, pero también añade:
“Sin embargo, también vemos a la Conquista  como motivo de vergüenza: la consideramos una derrota, un episodio lamentable de nuestra historia, el principio de nuestra opresión y nuestros sufrimientos. Los mexicanos modernos nos sentimos descendientes de los derrotados, los indios y no de los vencedores, los españoles. Para nosotros la Conquista  es un espejo oscuro en el que no nos gusta contemplarnos.”
Creo que Federico Navarrete tiene razón, el embrujo de ese espejo negro de la Conquista  tiene que ser roto. No queremos decir aquí que “Repensar la conquista” hará desaparecer automáticamente ese sentimiento de derrota e impotencia que se percibe a veces en muchos ámbitos de la cultura mexicana, pero si consideramos la importancia de la historia en la conformación de las identidades nacionales desde hace 2 siglos, estamos convencidos, o por lo menos lo esperamos, que algo si  tendrá como efecto.





[1] Romano, Ruggiero, Les mecanismes de la conquête coloniale: les conquistadores, París, Flammarion, 1972, p.180.

[2] Y desde esa finalidad no hay ninguna diferencia significativa de fondo entre religiosos, funcionarios, conquistadores y otros tipos de autores que se pueda encontrar. Cierto, hay diferencia en los intereses, o en los estilos de Evangelizar  en el caso de las diferentes ordenes religiosas, pero todos al fin y al cabo, hasta el “santo y casi irreprochable” Las Casas, todos, con o sin reservas retóricas,  no pueden negar que escriben para  justificar por lo menos la acción  evangelizadora.  
[3] El empleo de la palabra  eurocentrismo nos parece notoriamente aquí insuficiente e incluso engañoso, porque da la impresión de que se trata  de un simple error de superficie en la construcción del discurso sobre América, y que los verdaderos “americanistas”, los que producen y viven de producir discursos “americanistas” con vigilancia  y armados de su sola buena voluntad, inteligencia y compromiso progresista o humanista, podrían evitar caer en ese despreciable “eurocentrismo”. Producirían así un americanismo puro, no contaminado por el eurocentrismo.  Es tan común ese juicio erróneo, que un eurocentrista típico, como Miguel León Portilla, puede afirmar tangentemente que, conociendo muy bien ese peligro, ya lo supero; sin explicar bien evidentemente en qué y donde reconoció el eurocentrismo en sus quehaceres historiográficos, ni menos aún como lo supero. Es evidente que esa formula mágica para vencer esas presiones discursivas seculares eurocentristas de tan prestigiado universitario, hubiera sido importante para la formación intelectual de sus centenas de miles de lectores, pero lástima, no nos dio la formula. Así creemos que la utilización de una simple retórica condenatoria de la palabra “eurocentrismo” sólo distrae la mirada crítica de la práctica historiográfica en acción, o más bien la nulifica, porque no se trata de ningún defecto de superficie o circunstancial, sino algo que tiene que ver con el principio mismo de la constitución del discurso americanista sobre el decir América. Por eso se puede, con refinados métodos de retórica cosmética, esconder los aspectos más evidentes y excesivos, lo más feo del eurocentrismo, como sería un racismo burdo, omnipresente. Pero no se logrará con esos métodos pensar el lugar del  núcleo duro del americanismo, que efectivamente es fundamentalmente “eurocentrado”, es decir, que siempre se puede considerar como algo perteneciente al modo en como el Logos occidental se encarga de decir y de producir Américas.
[4] Es evidente  que el éxito mediático mundial del zapatismo chiapaneco ha opacado sobre el escenario simbólico donde evolucionaban las múltiples figuras simbólicas que estaban desarrollando diferentes grupos indígenas mexicanos. Esa nueva instrumentalización del indio opacó un trabajo de reconstitución étnica  que estaba en obra desde largos años en muchas otras regiones de México como de las Américas e incluso es probable que esa mediatización haya sido para ese trabajo de años no una ayuda sino un freno por todos los excesos demagógicos que permitió. El empantanamiento actual de la cuestión social chiapaneca  se debe  tanto al autoritarismo y la sinrazón del sistema  mexicano como a los caminos  ambiguos que fueron abiertos por esa mediatización. Los sueños guajiros de los pequeños burgueses en mal de identidad han sido siempre pagados muy caro por sus pueblos respectivos y peor aún cuando se trata de intelectuales occidentales insatisfechos que exigen a los indios, desde lejanos cubículos, afirmar más indianidad, para autoconstruir sus esperanzas narcisistas en lejanos castillos de pureza.   
[5] El renacer o la posibilidad de proponer estudios sobre el racismo, aunque sea con muchas dificultades institucionales, en un país como México que se ufanaba de no ser racista, es probablemente otro signo de que el expediente  de la Conquista de México podrá ser en años próximos reabierto.
[6] El pensamiento de Edmundo O’Gorman por su inteligencia y su contundencia  hubiera podido ser la piedra angular de ese pensar historiográfico radical, pero por desgracia fue probablemente en parte obliterado por su nacionalismo y su elitismo. Sus polémicas con Miguel León Portilla y sus aliados extranjeros por espectaculares que fueran, como su famoso “Esperando a Bodot”, no desembocaron jamás sobre un auténtico enfrentamiento historiográfico, un enfrentamiento que por otra parte sus contrarios siempre evitaron con cuidado. Y el abandono por don Edmundo de su sillón de la Academia Mexicana del Historia, fue solo un gesto muy aristocrático al estilo del personaje, pero dejaba las  puertas totalmente abiertas a los adeptos del Leonportillismo. En la actualidad la memoria historiográfica del gremio afecta no acordarse de estos enfrentamientos, tal vez sea por eso que no existe ningún proyecto de edición de las obras completas de ese investigador que por otra parte es reconocido como un gran investigador, pero un “gran” que probablemente, aún muerto, sigue molestando. 

[7] Guillermo Zermeño, Entre la Antropología  y la Historia: Manuel Gamio y la modernidad antropológica mexicana (1916-1935) en Modernidades Coloniales , op.cit. pp 79-97.
[8] El propio Miguel León-Portilla se refiere a esas polémicas, pretendiendo que su Visión de los Vencidos supera un tipo de polémicas que le aparecen obsoletas.
[9] Ver al respecto, el trabajo del Dr. Marcelino Arias Sandi, en el volumen III de esta colección.
[10]  Porque  se trata realmente  de  una auténtica  producción. Cierto, el autor Leon-Portilla pretende evidenciar que los textos estaban allí, que simplemente los salva del olvido, y rescatándolos abre la vía para que fluya “la Antigua Palabra”, pero ningún historiador serio se traga el artífice ni la inocencia retórica del autor de esa “Visión de los Vencidos”.           
[11] Ver a este propósito las ambigüedades de la historia revolucionaria frente al indígena, como al campesino en general.

[12]La publicación de estas obras hagiográficas construidas alrededor de la figura de Fray Bernardino por la escuela Leonportillista siempre ha sido muy intensa, citaremos sin pretender ser exhaustivos algunas obras recientes, Ascensión Hernández de León Portilla (Ed), Bernardino de Sahagún,. Diez estudios acerca de su obra, FCE, Mex D.F., 1990; Miguel León Portilla, Bernardino de Sahagún, Pionero de la antropología, UNAM-Colegio Nacional, Mex D.F. 1999.; Miguel León Portilla, (Ed), Bernardino de Sahagún, Quinientos años de presencia” UNAM, Mex. D.F., 2002. En ese tipo de hagiografía se podría incluir gran parte del contenido de la gruesa obra, Jesús Paniagua P, Ma Isabel Viforcos M, (Eds) Fray Beranardino y su tiempo, Universidad de León , León España, 2000.

[13] Ya a su manera, Pierre Chaunu uno de los más reconocidos hispanistas franceses, había adoptado una  idea parecida al sentido del concepto de crisis: En su Conquête et exploitation des nouveaux mondes, PUF 1969,  nos explica que “Cortés toca, sin saberlo con certeza, en un punto débil de un gran imperio frágil y reciente. Aborda un mundo inquieto representado por la confederación azteca”. p.147, que “los presagios funestos que reportan unánimemente las fuentes indianas: han debilitado por adelantado la resistencia psicológica de ese mundo poderoso y frágil. Cuando las primeras informaciones llegan a Tenochtitlán estremecen. Su interpretación se revela igualmente aterrorizante. Cortés es asimilado a Quetzalcóatl (Acatl-Quetzalcóatl). Anuncia el regreso confusamente esperado del dios vengador tolteca. La asimilación paralizante es comprobable por los textos náhuatl.” p.147 y por lo tanto, ya todo está dado: “La confederación azteca, desmoralizada desde la cabeza, deja penetrar, sin reaccionar, hasta el corazón de la pluralidad federadora de la laguna volcánica, a Quetzalcóatl y su séquito” p. 149
[14] Historia General de México, COLMEX, México 1976, T.II, p. 25
[15] Subrayado nuestro
[16] Ver en Miguel León-Portilla, La Visión de los Vencidos, UNAM 1971, p.62, El relato del bautizo de Ixtlilxóchitl y su corte, y de la reacción de Yacotzin, su madre…
[17] Primera edición 2000, primera reimpresión diciembre 2000, segunda reimpresión noviembre 2001, tercera reimpresión agosto 2000, cuarta reimpresión diciembre 2002,  etc
[18]  Es cierto también  que a veces esa permanencia se explica sólo por el aspecto comercial de la publicación de una obra, en la medida en que los autores tienen poco control sobre las reediciones de sus obras y  que aún los cambios más ligeros son muy mal vistos por los directores financieros de las editoriales.  Se necesita honestidad, después de un serio ejercicio de autocrítica para el ego de un investigador, para prohibir o para hacer cesar la reedición de textos obsoletos, más aún si se trata, como en este caso, de un texto perteneciente a una Vulgata nacional, reconocida además en el mundo entero.  Así el caso de Alejandra  Moreno aceptando retirar su artículo, abre una reflexión historiográfica interesante porque en esa misma versión 2000 hay uno o dos capítulos -por lo menos- que escritos por santones de la historiografía nacional hubieran debido ser retirados o totalmente reformulados por ser obsoletos.     
[19] El capítulo inaugural de Bernardo García en la antigua versión de esa obra tenía por título “Consideraciones Corográficas.” No viene al caso analizar comparativamente los contenidos de estas dos versiones, solo reconocemos con ese autor que “el presente capítulo está inspirado  en el que daba inicio a la versión original de la Historia General de México  aparecida en 1966. Recoge mucho de lo que en él se dijo, pero incorpora cambios sustanciales  y ofrece perspectivas diferentes.” 
[20] La dificultad misma de nombrar lo que podría ser esa historia, que daría cuenta de la compleja dinámica histórica de las “poblaciones autóctonas del espacio llamado hoy  mexicano” nos da una idea  del reto que su escritura comporta.
[21] [21] Federico Navarrete Linares, La conquista de México, CONACULTA,  México, D.F.,  2000, p.2

No hay comentarios.:

Publicar un comentario