miércoles, 15 de mayo de 2013


MEMORIAS DEL SEMINARIO DE HISTORIOGRAFÍA DE XALAPA
“Repensar la Conquista”



ÍNDICE GENERAL

Índice General
2
Introducción general
7
LIBRO I

Introducción al Libro I
11
Pensar frente a la página blanca, monólogo filosófico. Preguntas sobre la conquista.
Marcelino Arias Sandi
19
Crítica genealógica a la idea de los pueblos originarios de México
Miriam Hernández Reyna
33
La conquista de México no ocurrió
 Guy Rozat Dupeyron
53
Historia de un desencuentro: narrativa épica de la Conquista
Adriana Gómez Aiza
79
Indios etnicizados o mestizos desindianizados. La “mexicanidad” como herencia de la Conquista
Sergio Sánchez Vázquez
94
Inventar el pasado, evocar lo ausente: la imagen de la Conquista en el cine histórico mexicano
Alejandra Jablonska
116
Introducción General

Lo que el lector tiene frente a sus ojos, es una selección de los trabajos presentados en un seminario organizado desde hace varios años por la Universidad Veracruzana y el INAH-Veracruz. Cuando invitamos a alumnos e investigadores a “Repensar la Conquista de México” en el Primer Seminario de Historiografía de Xalapa, no fue ninguna invitación inocente o producto de alguna ocurrencia repentina de los organizadores. Detrás de una invitación de ese tipo, estaba la intención académica no sólo de revisitar una vez más ese momento histórico y proponer de él una nueva versión, sino de reflexionar sobre las bases mismas del relato de la historia nacional. Tal utopía no podía realizarse sin un llamado a la comunidad académica, que permitiría conjuntar esfuerzos para lograr, en esa tarea común, empezar a “deconstruir” un conjunto de relatos compartidos tanto en México como en la cultura mundial, sobre la conquista de México.
 Si como organizador de este Primer Seminario, propuse una vez más reexaminar ese relato general bien conocido, es porque me parecía dotado de un ambiguo y maléfico poder historiográfico[1]. Y si pretendí empezar a sacudir algunas certezas historiográficas, es evidente que esa invitación no podía ser estrictamente académica sino, por los resultados esperados, se inscribía en una reflexión general eminentemente política[2].
Si la construcción de un relato de historia nacional en el siglo XIX y la primera mitad del XX fue una tarea fundamental para la construcción nacional, hoy, muchos miembros de este seminario estamos convencidos de que para que los procesos de cambios acelerados ocurridos desde hace 30 años en México, no nos lleven rápidamente a situaciones aún más caóticas, se necesita con urgencia - y México se lo merece - un nuevo relato histórico nacional encargado de sostener la construcción de nuevas identidades nacionales liberadoras.
Por lo tanto, con la difusión de estos trabajos, no se intenta esbozar, ni tantito, un nuevo relato “más verdadero”, o establecer una nueva doxa sobre ese magno evento, sino abrir una reflexión historiográfica sobre lo que consideramos un bloqueo historiográfico, que afecta drásticamente a la reescritura de ese posible nuevo relato nacional.
Por otra parte, debemos informar al lector que no se trata aquí de visualizar y analizar simples insuficiencias metodológicas o documentales, que armados de un nuevo espíritu crítico podríamos remediar y enmendar, como tampoco de recuperar partes, actores o acciones olvidadas de esa Conquista, como lo pretenden algunos investigadores. No se trata de parchar, remozar o pintar con nuevos colores más atractivos un edificio discursivo  añejo y familiar pero totalmente anacrónico, sino que se intenta inaugurar el movimiento de un pensar global sobre la naturaleza del relato que hace de la Conquista un parte-aguas en el Mito Nacional. Incluso más que un punto de origen, nos parece que el relato de la Conquista, como ruptura y punto de partida, entendido de manera global, determinó durante siglos y negó de manera drástica las posibilidades de decir con un mínimo de coherencia el antes y el después de ese magno evento, así como bloquea aún en la actualidad la posibilidad de desarrollar nuevos relatos más amplios sobre el antiguo mundo americano.
También creemos que esa construcción del relato Conquista, impidiendo la posibilidad de conocer ese antes, desfigurándolo, tuvo un profundo impacto sobre la posibilidad de contar  lo que ocurrió en lo profundo del tejido social durante siglos en las tierras hoy mexicanas. Es decir, que las ambigüedades del relato de ese punto cero de la historiografía nacional, desde nuestro punto de vista, no sólo impidieron escribir relatos un tanto transparentes sobre el mundo que se estaba desbaratando, el antiguo mundo americano, ¡oh! ¡cuán complejo y variado!, sino que indujeron ambiguos relatos sobre lo que se estaba construyendo en el periodo colonial.
No se trata entonces solo de repensar el momento Conquista, sino más bien de pensar el “efecto Conquista” porque nos parece evidente que ese intento de “repensar la Conquista” debería abrir futuros senderos tanto para la historia antigua americana como para la historia colonial. Sin olvidar que si somos consecuentes con la idea de que “la historia se hace en el presente”, tendrá forzosamente importantes efectos sobre la identidad y memoria colectiva de los mexicanos de hoy.    
En fin para concluir, el autor de esta introducción es consciente de que algunas contribuciones a esta gran recopilación de los trabajos presentados en los diferentes seminarios tienen fallas de estilo, o no presentan un mismo modelo de exposición,  esto se puede explicar en parte porque el núcleo de los participantes vienen de horizontes y prácticas académicas distintas y han tenido formaciones singulares y diversas. Y en cierta medida, hemos considerado importante conservar las marcas de estas diversidades, ya que jamás hemos querido construir un intento de nuevo pensamiento único. Esperemos que los lectores atentos sepan ir más allá de algunas fallas estilísticas y concentrarse en lo que se intenta decir. También es probable que ese mismo lector se de cuenta de que hay diferentes puntos de vista sobre cuestiones cercanas, pero también que a lo largo de las participaciones en el seminario, sus miembros fueron acercándose entre sí a través del intercambio de ideas y textos.













LIBRO I









INTRODUCCIÓN AL LIBRO I
En este primer volumen hemos incluido algunos textos provenientes de los dos primeros seminarios realizados en Xalapa. Estos textos no representan la totalidad de las ponencias presentadas en esos eventos, ya que muchos investigadores no mandaron su ponencia porque no tenían la certeza de que sería publicada, o porque decidieron publicarlas por su parte, amén de los que decidieron guardarlas en su cajón para ulteriores ajustes que a lo mejor jamás llegaron a efectuarse.
En fin, también tuvimos que hacer un mínimo de selección porque algunos textos no se adaptaban para nada a los objetivos declarados del seminario.
En Pensar frente a la página blanca, monólogo filosófico. Preguntas sobre la conquista, Marcelino Arias Sandi  intenta lo que llamó, una especie de monólogo filosófico sobre desde dónde y qué puede significar hoy Repensar la Conquista.
Armado del método hermenéutico, intenta paso a paso orientarnos en la diversidad de sentidos que puede generar el pensar términos como Conquista y México. Partiendo de la utilización histórica, a veces ambigua, de la palabra México, muestra por ejemplo, que muchas veces su utilización abusiva designa también un espacio político que se llamó la Nueva España, pero ese desliz finalmente no es inocente porque autoriza esa continuidad y permanencia de México casi de manera inmediata, legitima la posibilidad de esa plegaria tradicional en México, “nos conquistaron”. A la vez fundamento y demostración de esa continuidad de “La existencia incuestionable de un México al que le ocurren gracias y desgracias”, y que tiene como consecuencia en ese México inmanente, que el conjunto de los mexicanos se vuelve “un pueblo sin tiempo ni mundo”.  
Arias Sandi constata que desde el punto de vista de la historia, reintroducir un corte y proclamar que Nueva España no pertenecía a México, es necesario para que se vuelva significativo plenamente la idea de “Repensar la Conquista”.
Intentando pensar el objeto intelectual “Conquista”, es llevado a preguntarse por qué en México se sigue intentando “explicar el proceso de surgimiento de una nueva nación como lo es México a partir de conceptos como Conquista y Colonización”. No queremos aquí repetir el contenido del artículo de este distinguido y fiel miembro del seminario, pero sí, para terminar, señalar que el método llevado en México para pensar la Conquista, conlleva a una homogeneización metodológica y discursiva que el concepto de Conquista impone forzosamente a los conquistados, un “todos son indios”, y terminar recordando lo que significa la figura del Conquistador que vino y se fue 300 años después, y que casi no pertenece a lo que algunos consideran como “nuestra” historia. De ahí considera el autor la identificación ambigua del mexicano con su historia, “una historia que nos dejó sin historia”.
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En el ensayo siguiente, intitulado Crítica genealógica a la idea de los pueblos originarios de México, Miriam Hernández Reyna, se pregunta sobre el interés para nuestro seminario en reflexionar sobre los debates en curso en el multiculturalismo y el interculturalismo en México. Empieza por señalarnos que tras esas polémicas ha aparecido el concepto ambiguo de “Pueblos originarios” para designar a las comunidades indígenas de México. En la dinámica filosófica intelectual que es la suya, vuelve a revisitar las ambigüedades de todos los vocablos que se han utilizado para nombrar a los habitantes de México. Después, para nuestro placer e instrucción, empieza la revisión de algunas obras centrales de esa corriente de investigación, como la de León Olivé y José Del Val, intentando esclarecer algunas ambigüedades provenientes de los análisis de estos autores.
Como la autora considera que el concepto de pueblos originarios es más bien inoperante, intenta demostrar el bien fundado de su opinión. Apoyándose en Nietzsche revisitado por Michel Foucault, intenta mostrar “la inconsistencia histórica de la referencia a los pueblos originarios en los debates multi e interculturales”.
Y por otra parte, analizando la representación y el uso del pasado en los pueblos americanos precortesianos, intenta recuperar la variabilidad histórico-cultural de las posibilidades del registro histórico, apoyándose en Enrique Florescano, que considera que “las nuevas historias y tradiciones generaban en su paso memorias colectivas distintas”, concluyendo sobre la imposibilidad de que existiese “una memoria ancestral que un linaje de pueblos mesoamericanos haya conservado y heredado a los pueblos indígenas contemporáneos”.
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En el texto intitulado La Conquista de México no ocurrió, Guy Rozat presenta una serie de análisis sobre las dificultades de dar cuenta de la Conquista desde la constitución del relato nacional. En cierta medida, se podría decir que el autor intenta dibujar y presentar el espacio de investigación que se pretendió realizar cuando se impulsó el seminario de “Repensar la Conquista”.
El autor parte de esa constatación general de que el relato de la Conquista parecería ser perfectamente conocido, todos los actores en su lugar, y el desenlace bien sabido por todos. Nos propone ir más allá de la indignación moral actual sobre los crímenes hispanos, y rechazando todo pathos, intenta ver cómo se construyeron las diversas tradiciones interpretativas que dan cuenta de ese momento fundacional.
Antes de empezar su demostración, recuerda que la Conquista de México no pertenece sólo a los mexicanos, sino a todos los habitantes del planeta, desde el momento en que empezó a considerarse como uno de los momentos fundadores de la modernidad. Es por eso que se escriben más “historias de la Conquista de México”  fuera, que en México mismo.
La primera pregunta que le surge en su investigación es, cómo construir un relato de la Conquista desde y para México, ya que los textos “fuentes” han sido escritos por españoles y para españoles. Es por eso que intentará construir una historia postcolonial y postnacional.
“La principal dificultad y ambigüedad de un proyecto de Repensar hoy la Conquista de y desde México, podía provenir de que en este país no hubo, sino hasta fechas muy recientes, intentos de construir un pensar historiográfico radical, y menos aún sobre ese periodo fundamental de la Conquista”. Como muchas de las ponencias de los dos primeros seminarios lo han mostrado, es evidente que el espejismo de la identidad mestiza impedía pensar ese encuentro porque se necesitaba reinterpretar el pasado y existencia de los vencidos.
El autor se dedica en adelante a analizar las ambigüedades de las dos grandes tradiciones de escritura de la Conquista dominantes en México, la de Miguel León-Portilla reinando desde la UNAM y la del Colegio de México, expresada en la Historia General de México, que se ha vuelto la Vulgata nacional.
Después de analizar estas producciones de Conquista, nos invita a reflexionar sobre la desaparición, en las últimas ediciones de esa Historia General, del relato de la Conquista, lo que le proporciona el título de su ensayo, “La Conquista de México no ocurrió”.
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El trabajo intitulado Historia de un desencuentro: narrativa épica de la Conquista que presenta Adriana Gómez Aiza, intenta rastrear la presencia indígena en las ambigüedades de los relatos de la Conquista, construidos por y para el nacionalismo mexicano. Su propuesta es mostrar que “independientemente del perfil hispanista o mexicanista”, el destino de América es siempre ser conquistada, y sólo así puede acceder a la existencia. La Conquista sólo pudiendo concebirse como la trágica derrota de los aztecas y el posterior duelo infinito de sus hijos, encontrando sólo un ligero alivio en  la concepción del mundo mestizo.
Buscando una salida a estas dos posiciones antagónicas, es llevada a pensar que con la ayuda de la historia se pudieran pensar nuevos derroteros para postular a la historia indígena como eje de una “realidad mexicana”, constituida como plataforma de una nación mestiza, ya que según ella, la etnohistoria “resuelve el problema de discontinuidad temporal al mantener una interconexión de la historia mestiza con el pasado indígena que precede a la Conquista”. Así su propuesta para repensar la Conquista, es revisar con seriedad la naturaleza y conciencia de la Conquista, buscando entender el juego de decisiones que llevaron a algunos americanos a aliarse con los españoles, aunque considere que la narrativa “mestizocéntrica” si admite esa colaboración indígena en la Conquista como epopeya trágica, es sólo para facilitar una configuración nacionalista de la historia de México.
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La pregunta de Sergio Sánchez Vázquez, contenida en su ensayo intitulado Indios etnicizados o mestizos desindianizados. La “mexicanidad” como herencia de la conquista, se sitúa en cierto sentido en la misma dirección de investigación, busca encontrar lo que significa ser mexicano a través del filtro del relato de la Conquista. Partiendo de la constatación empírica cotidiana de que existen muchos “Méxicos”, intenta pensar la posibilidad de una “abigarrada pluriculturalidad nacional”. En su camino reflexivo no puede evitar tropezarse con Octavio Paz y su Laberinto…, o Bonfil Batalla en su México Profundo, y más que a una reflexión sobre la Conquista o un Repensar la Conquista, se dedica a pensar el contenido de los que podría ser hoy, el ser mexicano.
Aunque podemos concebir lo doloroso de esa pregunta existencial y su relación evidente con el hecho Conquista, en este texto estamos bastante alejados del objetivo del seminario. Pero si ha sido incluido en este volumen, es porque se espera que el lector pueda seguir el camino analítico propuesto por este investigador y considere si tiene proposiciones fuertes y novedosas para Repensar la Conquista, y en qué medida la visión sociohistórica que utiliza es insuficiente para repensar una nueva historia de México. Como preámbulo a otra visión de la historia, propone que los mexicanos reconozcamos “¿quiénes somos los verdaderos mexicanos?”, y con esta proposición regresa a su punto de partida. ¿Cómo romper este círculo?
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En fin, después de estos ensayos teóricos que intentaron pensar México, el fenómeno conquista y la memoria histórica mexicana, vienen dos ensayos que pretenden revisar cómo se escribió la Conquista en diversos momentos y géneros de la cultura novohispana y mexicana.
El amplio recorrido de Jorge Gómez nos propone revisitar los manuales de historia patria desde la época en que se empieza a enseñar la historia en primaria, hasta nuestros días. En su ensayo intitulado La inoculación del racismo a través del relato de la Conquista en los manuales de Historia Patria para niños de primaria (1880-2004) este autor nos muestra cómo se destila día tras día en la enseñanza primaria, cierta forma de identidad mestiza que conlleva a un desprecio o, por lo menos, a un olvido del indio; dando pauta a ese ambiguo racismo a la mexicana, racismo negado, ya que “todos somos mestizos”.
Construido a la manera más de un panfleto que de una ponencia académica, este ensayo tiene a pesar de todo su lugar en esta recopilación. Construido sobre una reflexión más sociológica que historiográfica, es probable que el lector encontrará discutibles algunas de las afirmaciones perentorias del autor, pero en el intento de romper con lo historiográficamente correcto que propone nuestro seminario, es evidente que el ensayo de Jorge Gómez tiene un lugar relevante, y más que parece escrito desde esa vivencia doliente que ha generado en muchos mexicanos el nacionalismo mestizante.
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El último ensayo que cierra este volumen, Inventar el pasado, evocar lo ausente: la imagen de la conquista en el cine histórico mexicano, de Alejandra Jablonska, nos introduce  a una reflexión sobre la puesta en práctica de algunas construcciones ideológicas elaboradas por los historiadores. También es evidente que no sólo los historiadores son productores de imaginarias “conquistas de México”, los realizadores de cine y televisión, los novelistas, cada uno a su manera, producen o más bien, tienden a reproducir ciertas construcciones ideológicas que generalmente, en México, son características del medio social en el cual se desenvuelven. En un país en donde la inteligencia había sido irremediablemente arrimada al presupuesto estatal, parece difícil explorar en solitarios senderos nuevos de creación, y particularmente en el cine que necesita de un cierto capital. Los realizadores tienen siempre que hacer malabarismos entre las exigencias de la política de masas del estado que financiaba y la tradicional representación del artista al servicio del pueblo.
Alejandra Jablonska retoma el examen de algunas películas que fueron realizadas en la última década del siglo XX y que intentan imaginar un pasado distinto “al que nos fue heredado por la historiografía, a fin de contribuir a la creación de una memoria nacional en que pueda reconocerse cómodamente el espectador contemporáneo”, pero esta autora añade, que ese deseo loable entra en cierta contradicción con el hecho que también realiza “un producto de consumo masivo, acorde con las exigencias presentes de la política neoliberal”. Y es por eso que la autora considera que los cineastas escogieron tratar la época de la conquista “que a juicio de sus autores, ha sido el periodo en que se gestó la actual identidad mexicana” por esto, concluye la autora, en estas películas se “puebla dicho escenario de personajes arquetípicos y situaciones fuertemente estereotipadas”.
Según la autora, ese tipo de cine histórico se dirige “a públicos masivos empleando para ellos una serie de fórmulas bien conocidas” para “reafirmar su identidad a partir de los valores de tolerancia y respeto al otro, que en realidad han estado ausentes en el proceso de configuración histórica”.
La autora advierte que su ensayo se estructura en dos partes:
-En la primera, trata de “reconstituir los elementos fundamentales de los discursos que despliega cada uno de los filmes acerca de los procesos que estuvieron en la génesis de la actual sociedad mexicana”
-En la segunda, intenta explicar las razones por las cuáles los tres relatos analizados caracterizan a la Conquista, cada una a su manera,          “como un periodo en que se sentaron las bases de una sociedad integrada, homogénea e igualitaria”.
Las tres películas analizadas son “Cabeza de Vaca” (1990) de Nicolás Echeverría, “Bartolomé de las Casas” (1992) de Sergio Olhovich, y “La otra conquista” (1998) de Salvador Carrasco. Aunque afrima que “son muy desiguales en cuanto a sus valores cinematográficos, capacidad narrativa e interés del discurso histórico”, parecen surgir de una misma serie de preocupaciones que tienen que ver con la “revisión y reescritura de la historia nacional”. Pero esta revisión no proviene de una nueva investigación historiográfica, ni del real deseo de superar la historia nacional que ha “fijado en nuestro imaginario una serie de arquetipos y estereotipos”, sino del proyecto político y utópico de conjurar “la violencia originaria” para integrar de nuevo “una sociedad profundamente escindida, superar los desgarramientos que han marcado a nuestra sociedad desde entonces hasta la actualidad”.
Para lograr ese objetivo las tres películas se abocan a reducir “la brutalidad de la Conquista… al mínimo que exige el principio de la verosimilitud, la disuelven en imágenes muy estilizadas, en referencias discursivas lejanas, en signos de viles que finalmente quedan aplastados por un discurso sobre la reconciliación y convivencia armónica”.
No seguiremos más a la autora en su análisis detallado de cada una de las películas, sino que para terminar, queremos señalar el interés para el historiógrafo de realizar excursiones fuera de su universo cotidiano, de someter los discursos de la historia masiva a la mirada historiográfica. El otro efecto de este ensayo es evidentemente el de darnos ganas de ver otra vez esas películas pero con ojos nuevos, no con la mirada ingenua del espectador dominguero, sino pensar cómo esa historia que se quería utópica y de apertura de nuevos caminos, regresa casi siempre a los cánones historiográficos de la historia nacional inscrita a su vez plenamente en el logos occidental.
Particularmente nítido, escribe la autora, es esa ausencia de América en “Bartolomé de las Casas”, que “en lugar de un imaginario de América –paraíso primitivo o infierno de sacrificios humanos e idolatrías- la película instaura ahora un vacío. El continente es una total carencia. Literalmente no hay nadie ahí: ni lugares ni personas tienen nombres propios, hasta que se los ponen los españoles, la naturaleza no tiene características propias, no hay culturas ni instituciones. No es nada hasta que llegan los europeos”.










Pensar frente a la página blanca, monólogo filosófico. Preguntas sobre la conquista.
Marcelino Arias Sandí
Fac. de Filosofía U.V.
“La conquista de México” es una de las frases que gozan de mayor aceptación tanto en el ámbito teórico como en el del sentido común o en la política, por mencionar algunos. Con plena naturalidad cualquier persona, en estos espacios, se puede referir a “la conquista de México” y tanto el que se expresa como sus interlocutores supondrán que entienden claramente de que se está hablando.
Asociadas a la anterior, se pueden identificar otras expresiones tales como “la época de la conquista” o “cuando nos conquistaron” , que igualmente parecen manifestar una clara certeza del sentido de las mismas. Asimismo, se encuentran textos de historia que en sus títulos hacen referencia a la conquista pero que abarcan periodos y temas distintos, por ejemplo: Robert Ricard escribe La conquista espiritual de México, Lourdes Turrent, La conquista musical de México, Guy Rozat, Indios imaginarios e indios reales: en los relatos de la conquista de México. Así, “la conquista” no parece ser algo propio de un solo ámbito, ni algo que se restrinja a un período claramente delimitado.
En todos los casos aparecen dos términos comunes, “conquista” y “México”. Si bien el primero requiere una aclaración de sus ámbitos y duración, el segundo, es más preocupante, es decir, a qué México alcanza ese término cuando aparece en títulos como los citados o en expresiones como las mencionadas.
Estas mínimas muestras de la diversidad de sentidos que puede tener “la conquista de México” abren la posibilidad de formular algunas preguntas al respecto, a fin, no de encontrar un sentido único para las mismas, sino más bien, para tratar de comprender las posibilidades de sentido que esta expresión encierra. Desde luego, que no se trata de preocupación sólo teórica sino también por las consecuencias que su uso genera. Además, si se comprende el horizonte desde el que los historiadores escriben sus textos y el horizonte desde el que los lectores lo reciben, será posible comprender el sentido que toma “la conquista de México” en ese encuentro.    
Para indagar sobre tal diversidad de sentidos es pertinente orientarse hermenéuticamente. Así, en primer término, cabe recordar la máxima hermenéutica que señala que “la pregunta va por delante”. Preguntar quiere decir abrir y dar una cierta dirección para la respuesta aceptable. Por lo mismo, la pregunta tiene que ser debidamente planteada y comprendida en su sentido. Además, el preguntar es al mismo tiempo una respuesta a algo que preocupa. En tal caso, es necesario identificar a qué preocupación o situación es respuesta la pregunta planteada. Para llevar a cabo tal identificación se debe ganar el horizonte del preguntar. Así, en nuestra relación con los textos sobre “la conquista” debiéramos atender el horizonte del autor de tales textos, al mismo tiempo que mantuviésemos la atención en las posiciones que nos llevan a preguntar a esos textos, incluso es recomendable reconocer que clase de pregunta significa el texto para nosotros como lectores.
Por ejemplo, al revisar los textos mencionados anteriormente llama la atención, o dicho hermenéuticamente, se da una interpelación del texto al lector, por la “naturalidad” con la que aparecen párrafos como, “…la Iglesia de México apareció finalmente no como una emanación del mismo México, sino de la metrópoli, una cosa venida de fuera, un marco extranjero aplicado a la comunidad indígena. No fue una Iglesia nacional; fue una Iglesia colonial, puesto que México era una colonia y no una nación.” (Ricard:1986: 23). En este texto se maneja el término “México” de tal manera que pareciera que fuera algo realmente existente desde el momento mismo de la llegada de los españoles a este territorio. Además, que ese algo cambió de status de colonia a nación pero que todo el tiempo era México. En el mismo texto se hace la siguiente aclaración para establecer el sentido de “México”, que de algún modo sugiere una continuidad, veamos: 
Es, por consiguiente, de importancia advertir que el país comúnmente llamado en el siglo XVI Nueva España no corresponde exactamente ni a la jurisdicción de la Audiencia de México, ni al actual territorio de la República Mexicana. Nueva España, en la época que ahora nos interesa, era considerada, y en este sentido la consideramos aquí, el territorio constituido por la arquidiócesis de México, con las diócesis de Tlaxcala-Puebla, Michoacán, Nueva Galicia y Antequera. En términos vagos, es el México de hoy día, sin los estados del sur, Chiapas, Tabasco, Campeche y Yucatán. (Ricard:1986: 34)
Así, el texto puede dejar la impresión de que efectivamente el “México de hoy día” fue colonizado en el siglo XVI, sin embargo, los personajes centrales de ese texto son los indios y los frailes, que en modo alguno juegan un papel protagónico equivalente en el “México de hoy” (a pesar de movimientos como el zapatismo o los muticulturalismos en diversos ámbitos). Cabe advertir que no se trata aquí de elaborar una crítica al texto citado, sino más bien de mostrar cómo el modo en que el texto maneja un término, en este caso “México”, puede generar algunas preguntas sobre lo que efectivamente puede ser entendido como México. Y si es posible desde un formación cultural distinta a la del autor francés, como la que puede tener un ciudadano actual de México, formado dentro de cierta historia oficial, entender de la misma forma a México. Pero, al mismo tiempo, estas historias que dan prioridad a la continuidad pueden ser uno de los soportes a frases como “cuando nos conquistaron” que se mencionó al principio. En todo caso, surge preguntas sobre la continuidad o ruptura, o un tanto de ambas, entre la Nueva España y el México de  hoy.
En este mismo sentido puede mencionarse otro texto francés sobre el periodo colonial, a saber, el libro de Serge Gruzinsky, La colonización de lo imaginario: sociedades indígenas y occidentalización en el México español. Siglos XVI-XVIII. En este libro desde el subtítulo se pronuncia por la continuidad de México, aun cuando afirma la existencia de un México español, que no Nueva España. En un párrafo de la introducción señala:
…¿cómo construyen y viven los individuos y los grupos su relación con la realidad, en una sociedad sacudida por una dominación exterior sin antecedente alguno? Son preguntas que no podemos dejar de plantearnos al recorrer el prodigioso terreno que constituye el México conquistado y dominado por los españoles de los siglos XVI al XVIII. (Gruzinsky:1995:9)
Aquí de nuevo queda la impresión de una continuidad y sobre todo de una existencia incuestionable de un México al que le ocurren gracias y desgracias. Así surge nuevamente la pregunta sobre el sentido de México. Aunque parezca reiterativo, no se trata únicamente de una preocupación teórica, sino principalmente del modo en que se ha constituido y se piensa, en diversos ámbitos, el México actual.
A modo de comentario lateral, cabe recordar la enorme preocupación sobre el ser del mexicano, que se dio en la primera mitad del siglo XX, en el campo de la filosofía mexicana. En la mayoría de los casos parecía que los filósofos no tenían gran formación ni preocupación en la historia, lo que hizo que sus textos, a pesar de ciertas referencias históricas, parecieran discusiones sobre una entidad sin tiempo ni mundo. Podría pensarse que si eso les sucedió a los filósofos con mayor posibilidad les pudo y puede ocurrir al común de la población, es decir, que la historia con la que se comprenden sea más bien una historia fantasmal de un pueblo sin tiempo ni mundo, que se puede caracterizar por la afirmación de un México inexistente del que todos somos herederos.
Si México resulta ser algo distinto de la Nueva España, como algo que la precede y le subyace, entonces la historia de la Nueva España no pertenece a México, y el reclamo de los historiadores por reconocer e integrar ese periodo a la historia de México es más que plausible, el problema es que para integrarla se ha usado el recurso de identificar México con Nueva España, desapareciendo a esta última. Además, como señala Gruzinsky,
La investigación mexicanista ha descuidado un poco estos tres siglos, prefiriendo, por encima de los indios de la Colonia, a sus lejanos descendientes o a sus prestigiosos antepasados. Con algunas brillantes excepciones, la etnología de manera sistemática ha cerrado el paso hacia los tiempos de la dominación española que transformaron a México… (Gruzinsky:1995:9,10)
Esta cita si bien resalta la deficiencia de los estudios sobre el periodo colonial, también repite la continuidad de México, aun cuando sea transformado. La pregunta que surge aquí es ¿a quién pertenecen esos tres siglos, a México o a la Nueva España? ¿da lo mismo? Sin olvidar que además esos siglos y la Nueva España ¿o México? también pertenecen a la historia de España.
Con lo comentado hasta aquí es posible asentar que la pregunta por el sentido de “México” es pertinente dado que en los textos de historia y para el intérprete puede ser distinto. Tal pregunta previene sobre el riesgo de caer en una lectura ingenua de un texto y dar por entendido de lo que habla cuando habla de México.
Esta advertencia nos pone en camino a cumplir con la regla hermenéutica que indica que “Toda interpretación correcta tiene que protegerse contra la arbitrariedad de las ocurrencias y contra la limitación de los hábitos imperceptibles del pensar, y orientar su mirada <a la cosa misma>” (Gadamer:1993:332) Si para el intérprete la <cosa misma> es el sentido de lo dicho por el texto, para el historiador la <cosa misma> es lo acontecido en la “conquista de México”, así, sería interesante la aclaración de ciertos usos de “México” que no parecen claramente sustentados.
  Continuando con las preguntas por el sentido de los textos sobre la “conquista de México”, cabe revisar el sentido del término “conquista”. Si recordamos los textos que hemos mencionado como ejemplos para abrir nuestras preguntas, vemos que en sus títulos se usa el término “conquista” relacionado con México, o se habla de la conquista espiritual, o la conquista musical. Tenemos diversas dimensiones de conquista. ¿Qué es lo que se puede entender por conquista de tal manera que pueda relacionarse con tales dimensiones?
La definición de “conquistar”, tal como aparece en el diccionario, puede dar una pista para entender las múltiples dimensiones en las que se habla de conquista en los textos de historia.
De los significados que aparecen hay dos que son especialmente útiles en este momento, el primero, señala que conquistar es ganar mediante operación de guerra un territorio, población, posición, etc.; la segunda, indica que, dicho de una persona, significa ganar la voluntad de otra persona o traerla a su partido. Si se habla de “la conquista de México” la acepción que de modo casi inmediato se piensa es la primera. La idea común sobre la conquista es básicamente una acción de guerra. De esta manera se acepta sin objeción que los españoles efectivamente, mediante acción de guerra, ganaron un territorio, una población y una posición. No obstante, esta conquista no abarca todo lo que implican títulos como La conquista espiritual o La conquista musical. Esos títulos se acercan más a las otras acepciones de conquista, en tanto: ganar o conseguir algo, generalmente  con esfuerzo, habilidad o venciendo dificultades y, sobre todo, ganar la voluntad de otra persona o traerla a su partido. El punto es que al tener “la conquista de México” una sobredeterminación como acción de guerra se soslaya la otra vertiente. Así, se da en la comprensión común la idea de que la permanencia de los españoles transcurre entre dos hechos de guerra, a saber, la conquista y la independencia. Con esta comprensión se deja fuera el vínculo con la otra conquista. Además, se promueve la idea de la “restauración” del dominio de los mexicanos sobre su territorio y su cultura, pero sin que quede planteado el tema del cambio de los mexicanos después de tres siglos de virreinato. De algún modo dando el salto que indica Gruzinsky en la cita previa.
En cualquier caso, si la conquista la llevaron a cabo los españoles sobre los “indios” que habitaban el territorio actual de México, en el momento de la Independencia se habían integrado muchos otros personajes a la sociedad novohispana y, por lo tanto, participaron en el movimiento de Independencia y en el surgimiento de la nación. Por lo mismo, la comprensión de la conquista en su segunda acepción debería establecer de un modo más claro y explícito que no sólo hubo conquista sino que se estaba creando algo nuevo, no explicable por la idea de conquista, ni siquiera por la de de colonia.
Así, la pregunta que surge aquí es por qué se insiste en tratar de explicar el proceso de surgimiento de una nueva nación, como lo es México, a partir de conceptos como conquista y colonización, que de algún modo requieren de actores definidos y preestablecidos, y que lo que emerge en el proceso (de conquista o colonización) tiene que ser subordinado a esos actores previos. Considerando, además, que los indios se inventan con la llegada de los españoles.
Aquí podemos dar otro paso y pensar en esos actores de la conquista. Para decirlo fácil, se reducen a conquistadores y conquistados. Llama la atención que en el diccionario no aparece la entrada de conquistados y sólo se tiene la de conquistadores. Si pensamos en la “conquista de México”, los conquistadores son los españoles y los conquistados son los “indios”. El tema de la homogeneización de los actores es llamativo.
Tenemos dos homogeneizaciones. Todos los conquistadores son “españoles”. Eso desaparece las diferencias regionales de los propios españoles, que hasta la fecha defienden con fiereza, pero al menos les deja algo propio, a saber que son españoles. Pero para los conquistados la pérdida es total. Todos son indios. No sólo se desaparecen las diferencias que tenían entre ellos previamente a la conquista, sino que se les inventa un nuevo nombre genérico, “indios”, con el que tendrán que identificarse y ser llamados.
Esa nomenclatura permanece hasta nuestros días, reconociendo que hay estudios que atienden a esas diferencias. La usan historiadores de las más diversas posiciones.
En el libro de Enrique Florescano, Memoria mexicana, se dedican a los pueblos mesoamericanos, sus cosmogonías, concepciones del tiempo y el espacio, y usos del pasado, mito e historia, las primeras 260 páginas. Sin querer ser exhaustivo, (se trata sólo de usar el ejemplo), en todas esas páginas no aparecen los términos indio o indígena. Se nombran a aztecas, mayas, toltecas, olmecas,  zapotecos, teotihuacanos, mixtecos, mexicas, nahuas, etc.
Un cambio notable sucede a partir de la página 261, se empieza a hablar de pueblos indígenas e indios. La heterogeneidad descrita en la parte anterior del texto se homogeneiza, ya no tiene cabida en el resto de la narración la diversidad mesoamericana. Esto es común a todos los textos. Las relaciones de conquista o colonización quedan reducidas a relaciones entre indios y españoles.
Florescano se expresa así de la novedad histórica representada por la conquista y la colonización.
Entre los acontecimientos que han violentado la historia mexicana, ninguno removió con tanta fuerza los fundamentos de los pueblos indígenas, ni fue tan decisivo en la formación de una nueva sociedad y un nuevo proyecto histórico, como la conquista y la colonización españolas. Simultáneamente a esa vasta transformación de la realidad, comenzó una nueva forma de registro, selección y explicación del pasado, seguido por la intrusión de un nuevo protagonista de la acción y el relato histórico: el conquistador. La conquista eliminó el mundo indígena como sujeto de la historia e instauró un discurso histórico nuevo en casi todos los aspectos. De manera violenta y progresiva el discurso del conquistador impuso un nuevo lenguaje, le dio otro sentido al desarrollo histórico e introdujo una nueva manera de representar el pasado. (Florescano:1995: 261)
Utilizando como pretexto esta cita, cabe introducir algunos comentarios respecto a la conceptualización de los indios. En las primeras líneas afirma que la conquista y la colonización removieron los fundamentos de los pueblos indígenas. Pero también podría decirse que esos acontecimientos crearon a los pueblos indígenas. De acuerdo al propio estudio de Florescano, antes de esos acontecimientos no había indígenas. Así, si no estaban en tanto que tales, no había manera de ser removidos en sus fundamentos. Más bien podría pensarse que ahí empezaron a formarse los fundamentos de los pueblos indígenas. En esa combinación, reconocida por Florescano, entre lo prehispánico y lo español, o como dice Gruzinsky, la occidentalización de las sociedades indígenas.
Asimismo, renglones después señala que la conquista eliminó al mundo indígena como sujeto de la historia e instauró un discurso nuevo en casi todos los aspectos. Cómo eliminar lo que no estaba, es más bien un doble movimiento de creación y marginación. Tal nacimiento en la marginación puede ser el causante de la necesidad de recuperar pasados gloriosos olvidando el lugar de surgimiento.
El problema se agudiza cuando vemos que la relación de dominación instaurada entre los pueblos prehispánicos conquistados y los conquistadores se extrapola al resto de la población, acabando, al paso del tiempo, por dar lugar a expresiones como la citada al principio de “cuando nos conquistaron”. Qué clase de comprensión histórica es la que permite estas expresiones. En esta época de reivindicaciones de los pueblos indígenas y de promoción del multi e interculturalismo, sería bueno distinguir entre los rasgos propios de cada uno de los grupos involucrados, y en tal caso, indagar en lo propio de los indígenas sin realizar saltos mortales en la historia tratando de evitar cualquier referencia a la época de la conquista espiritual.
Guy Rozat advierte que “Hace bastante tiempo que Edmundo O´Gorman llamó la atención sobre la producción simbólica que llevó a “la Invención de América”. Parafraseando a este ilustre historiador mexicano podríamos añadir que el logos occidental, quien produjo a principios del siglo XVI la invención de América, no ha cesado, desde entonces, de seguir inventándola y de producir sucesivos discursos de representaciones de América.” (Rozat:1992:I)
Si se ha inventado América también se han inventado a los indios. Dos invenciones que tienen una realidad tangible en nuestra época. Para América alcanza por lo menos con pensar un continente, pero para los indios no se puede lograr ni siquiera un término suficientemente aceptado. Por ejemplo, es cada vez más políticamente incorrecto hablar de indios, más bien se debe decir indígenas. Pero ni en la ley ni en la cotidianidad se tiene claro a quien se le puede llamar indígena.
Los discursos con los que se han construido los indios son variados y con diversas influencias. Rozat dice: “El discurso mexicanista, como el discurso histórico nacional descansa todavía casi totalmente sobre el discurso occidental de América, mezclando sin mucha precaución, textos muy diferentes entre sí: los “testimonios” de los orígenes escritos en una forma discursiva teológico-cristiana y los posteriores, producto de la actividad intelectual burguesa-capitalista. De esta extraña mezcolanza emergen las descripciones de las sociedades precolombinas bajo cierta luz y para ambiguos proyectos hegemónicos.” (Rozat:1992:VII)
Si bien la crítica de Rozat es más que pertinente ante los usos y abusos del discurso sobre los indígenas, también abre una vía para preguntar sobre las tradiciones que alimentan tales discursos, pero también para preguntar sobre la tradición o el horizonte desde el que el intérprete o el crítico realizan su lectura. Al mismo tiempo, permite formular una advertencia sobre cualquier pretensión de lograr de manera plena un punto de vista neutral y “objetivo” sobre los que hayan sido y sean los indígenas.
Pero no se trata sólo de los indígenas, se trata de que la manera simplificadora y confusa en que se han caracterizado tanto a los indios como a los conquistadores tiene como consecuencia una forma simplificada y confusa de comprenderse de la población mexicana contemporánea. Aún más, ese modo de caracterizar a los personajes de la conquista alcanza también a los conquistadores. Si no tenemos suficiente claridad sobre los indios tampoco disponemos de caracterizaciones suficientes sobre los conquistadores. Si se ha ido construyendo una visión idealizada de los indígenas también a sucedido lo mismo con los conquistadores y, eventualmente, de los europeos. Se dispone de una brumosa masa de estereotipos que poco ayudan a la comprensión del pasado y del presente. Y como dice Rozat, entorpecen la construcción de un mejor futuro: “Si América Latina y México quieren un futuro diferente, tendrán que construir, entre otras miles de cosas, un discurso histórico-cultural diferente de su pasado, en el cual todos sus habitantes puedan reconocerse e identificarse de manera enriquecedora.” (Rozat:1992: VI)
   El pasado puede empezar de muchas maneras y en muchos lugares. No se trata de encontrar un momento fundacional, sino más bien encontrar los múltiples hilos que se entremezclan para tejer la historia que nos preocupa. Pero para llevar a cabo tal tarea es menester, de modo paradójico, entender de qué presente es pasado lo que se estudia, es decir, se requiere un movimiento circular de comprensión del presente para interpretar el pasado y comprensión del pasado para entender el presente.
Además, siguiendo la idea de la cita anterior, no sólo es la relación entre el pasado y el presente la que orienta la reflexión sino también el proyecto del futuro que se pretende lograr. Por ejemplo, no son lo mismo los proyectos ilustrados y positivistas del siglo XIX que las propuestas interculturales del presente, en cada uno de ellos, los indígenas juegan un rol distinto ya sea para desaparecerlos, marginarlos o integrarlos. Diferentes proyectos, diferentes pasados.
Ahora bien, las historias que han sido contadas sobre la Conquista y los indios han tomado partido a favor de éstos produciendo una imagen más bien bárbara de los conquistadores. Este modo de contar la conquista ha favorecido también un ocultamiento de los rasgos de la figura del conquistador. No es fácil encontrar en las historias de la conquista alguna descripción favorable o amable del conquistador, no es necesario ponerle nombre, no se trata de Cortés o Alvarado o cualquier otro, en general la imagen del conquistador es fundamentalmente negativa.
Junto a esta imagen negativa, se da una negación de prácticamente cualquier vínculo con esa figura. La figura del conquistador no ocupa ningún lugar en la historia de México. Vino y se fue, (300 años después) pero no pertenece a “nuestra” historia. Se deslinda al conquistador militar del misionero, y se recuperan sólo algunas figuras paternalistas hacia los indios como Bartolomé de las Casas o Vasco de Quiroga. Por ejemplo, Ricard se refiere de la siguiente manera a los misioneros: “Pienso que en mi estudio he hecho a los misioneros españoles toda la justicia que merecen – y la merecen cumplida y generosa, pues su obra ha sido en su conjunto realmente admirable- …” (Ricard:2005:19). En la mayoría de las ocasiones en que en los textos de historia se cita a los misioneros se les trata con cortesía y amabilidad reconociendo sus ideas místicas y mesiánicas sobre el “nuevo Mundo”. Esto no los exime de que también se mencionen algunos excesos, pero en general no reciben mal trato.
Por el otro lado, veamos como se refiere, por ejemplo, Florescano a Cortés:
Pero de Colón a Cortés, del descubridor de los perfiles isleños del Nuevo Mundo al conquistador efectivo de una porción considerable de la tierra firme, la descripción de la nueva tierra se fue haciendo más realista, hasta que tomó la forma de un cálculo de lo que su conquista proporcionaría a la monarquía española. (Florescano:1995:262)
Y más adelante dice:
De los tres incentivos que llevaron a tantos españoles a probar destino en el Nuevo Mundo: servir a Dios, a su Majestad y “haber fama y riquezas”, Cortés y Bernal Díaz del Castillo fueron servidores típicos del último llamado. (idem: 297-8)
Las dos citas representan la caracterización típica de Cortés y los conquistadores. De hecho, el primer incentivo, generalmente, sólo se les reconoce plenamente a los misioneros, ni siquiera a la jerarquía de la Iglesia. Sin embargo, cabe agregar otra cita de Ricard que presenta otra faceta de Cortés, y según parece para este autor, no es algo marginal:
Imposible estudiar la historia de la evangelización de México sin dar el debido realce a las preocupaciones religiosas que llenaron en todo el tiempo el alma del conquistador Cortés. De grandes ambiciones, fácil en sucumbir a la carne, político de pocos escrúpulos, tenía Cortés sus aspectos de Don Quijote. Pese a las flaquezas de que con humildad se dolió más tarde, estaban en él hondamente arraigadas las convicciones cristianas. (Ricard: 2005:75)
Este autor abunda en las pretensiones de Cortés de evangelizar a los indios y sobre su intolerancia con aquellos que no compartían sus convicciones religiosas y su severidad con los blasfemos. No se propone aquí cambiar una por otra las narraciones sobre Cortés y los conquistadores, se trata de dar una muestra de cómo las maneras de hablar de los conquistadores en lo general resaltan el carácter militar y ambicioso de su acción y sólo tangencialmente se muestran otras facetas de su acción.
Es la relación antagónica entre indios y conquistadores la que determina la comprensión de la conquista, resaltando principalmente su etapa militar, dejando en la bruma las novedosas relaciones que fueron surgiendo al paso de los años y el avance de la conquista territorial hacia el norte, en la que los arreglos entre caciques y conquistadores se tornaron mucho más sofisticadas. Cabe considerar, además, que la etapa puramente militar de la conquista fue relativamente corta, pues ya en 1524 llegaron los primeros franciscanos a la Nueva España, y más o menos simultáneamente inician los procesos de colonización. La imagen del conquistador se entrecruza con la del colonizador. Es interesante percatarse de que en especial en la historia mexicana los colonos no tienen esa imagen de gente voluntariosa, recia y aventurera de que gozan en otras culturas. En la historia mexicana los conquistadores convertidos en colonos son, básicamente, explotadores de indios. Resulta difícil, si no es que imposible, encontrar en el imaginario popular, con una connotación positiva, el nombre de algún colono de la Nueva España.
Así pues, es posible formular una pregunta sobre la tradición que ha conformado la relación del presente con esas figuras del pasado nacional que son el conquistador y el colono. La ausencia de reflexión sobre su aportación a la construcción de la sociedad y cultura mexicana, obliga a pensar tal construcción como fundamentalmente hecha por pueblos prehispánicos y próceres de los siglos XIX Y XX, deja a la comprensión de la nación con un conjunto de ausencias, prejuicios y taras insuperables.
Después de desarrollar ciertas reflexiones que permiten plantear algunas preguntas sobre ese gran horizonte que es “la conquista de México”, queda por avanzar el camino hacia un último aspecto, es decir, considerar a aquellos personajes que las explicaciones reduccionistas de la conquista dejan de lado. Personajes o actores que no sólo deben ser pensados en el siglo XVI, sino que de diversos modos llegan hasta el presente.
Si nos remitimos a los siglos que van de la conquista al final del virreinato veremos que la sociedad colonial rápidamente se lleno de muchos otros personajes que dejan muy atrás la división de indios y españoles, incluso se advierte que no todos los mestizos son simplemente mestizos. Por ejemplo, mestizo blanco, mestizo castizo, mestizo prieto, mestizo pardo, mestindio. Estos diversos actores fueron clasificados en castas. Desde luego que es una clasificación racista, pero al menos nos informa de la diversidad en la población de la Nueva España. Podemos estar seguros que las historias de todos estos grupos todavía no han sido contadas en serio. Si acaso ha habido avances en las historia de los negros impulsadas, entre otros, por Aguirre Beltrán. ¿Qué consecuencias tienen hasta la fecha esos 300 años de diferenciación racial?
Cómo conformaremos la historia de todos esos que no son ni indios ni españoles, y que son aquellos con los que se conformó la mayoría de la población del México independiente y el actual. Una historia que ha sido soslayada y marginada. Una historia que no se acepta como propia porque es de la “colonia española”. Una historia que nos deja sin historia. Una historia que obliga a que todas las tradiciones se formen en el siglo XIX, porque lo anterior no era nuestro, excepto, la conquista, es decir, del pasado sólo recuperamos lo que encierra la fatal expresión “cuando nos conquistaron”.
  Así, la última pregunta, ¿cómo cambiar esa historia, que no permite conocer la historia?   





Bibliografía
Florescano, Enrique. 1995. Memoria mexicana. F.C.E., México.
Gadamer, Hans G. 1993. Verdad y método. Sígueme, Salamanca.
Gruzinsky, Serge. 1995. La colonización de lo imaginario, F.C.E., México.
Ricard, Robert. 2005. La conquista espiritual de México. F.C.E., México.
Rozat Dupeyron, Guy. 1992. Indios imaginarios e indios reales. En los relatos de la conquista de México. TAVA Ed., México.
Turrent, Lourdes. 2006. La conquista musical de México. F.C.E., México.













Crítica genealógica a la idea de los pueblos originarios de México
Miriam Hernández Reyna
Universidad Veracruzana intercultural
Facultad de Filosofía y Letras UNAM

  1. Planteamiento


Si bien el multiculturalismo y el interculturalismo se han colocado como dos temas de auge en los debates contemporáneos, cobran una gran gama de sentidos que dependen del contexto en donde se desarrollen estos dos temas, o bien, dependen de la posición teórica desde la que se abordan.
En este caso se retomará la perspectiva del multi y el interculturalismo surgido en América Latina, particularmente en México Si bien ambos temas han conservado orientaciones hacia la discusión de la globalización y la migración, también se han distinguido por hacer énfasis en las poblaciones indígenas de la región. En la mayoría de los debates y la literatura respecto al multiculturalismo y los proyectos interculturales, la argumentación se articula en torno a la idea de “los pueblos originarios” entendidos como sinónimo pueblos o comunidades indígenas de México. En la mayoría de los casos el sujeto de las propuestas políticas, sociales y culturales son los denominados “pueblos originarios”, sin precisar de manera rigurosa cuál es el sentido.  Incluso, pareciera que hay un acuerdo explícito acerca de la referencia a esa originareidad
Por otro lado, el tema de los pueblos originarios está ligado a dos temáticas centrales en el multi y el interculturalismo: la identidad y la diferencia. Mucho se ha hablado acerca de las identidades étnicas de los pueblos indígenas, y también se ha trabajado en torno a la diferencia de éstos respecto de otros sectores de la sociedad. Aunado a esto, en muchas ocasiones la idea de “pueblos originarios” también se extiende a denominaciones tales como “minorías étnicas”, “sociedades tradicionales” o “sociedades ancestrales” y “pueblos autóctonos” o “nativos”. Puede apreciarse que parece darse un sentido intercambiable, o por lo menos un uso similar, en el caso de los términos anteriores.
Cabe resaltar que la idea de “pueblos originarios” no se encuentra oculta o, y tampoco se trate aquí como una interpretación de los pueblos indígenas. En obras, que son importante referente nacional sobre el tema, es posible localizar esta idea. Para ampliar el panorama sobre el tratamiento de los pueblos indígenas de México como “pueblos originarios”, se presentaran algunos ejemplos, retomados de la literatura sobre temas multi e interculturales.
En el libro Interculturalismo y justicia social, León Olivé hace referencia varias veces a la idea de “pueblos originarios”, por ejemplo, señala que: “Si bien éste es un tema de intenso debate [el reconocimiento y la autonomía de los pueblos indígenas en América Latina y especialmente en México] y de perfiles no muy claros, hay buenas razones para pensar que en la situación de América Latina son las fuerzas progresistas las que están a favor del cambio de estructuras sociales para impulsar las políticas multiculturales que permitan el desarrollo de los pueblos originarios, incluyendo cambios en sus formas de vida tradicionales, sin pérdida de su identidad” (Olivé: 2004: 57). Este párrafo muestra uno de los usos de los “pueblos originarios”: el uso teórico-político. Sin embargo, afirma también dos cosas fundamentales: la existencia de algo tal como los “pueblos originarios” (que en el texto de Olivé equivalen a pueblos indígenas) y su desarrollo, además, y si uno lo toma radicalmente, el desarrollo de un origen que se remonta a algún momento, y, por último, la existencia  de formas de vida tradicionales que, si bien han de cambiar, de entrada se dan.
En esta afirmación de Olivé sobre los “pueblos originarios” se conjuntan también dos categorías que están presentes en la mayoría de los temas multi e interculturales en México: el origen y la tradición. Pero entre origen y tradición también se encuentra la idea de ancestralidad. Por ejemplo, afirma Olivé en este tono: “En América Latina…surge una tensión entre la propiedad de la nación de los recursos, por ejemplo el subsuelo, como lo consagran la mayoría de las constituciones políticas de nuestros países, y el interés de los pueblos indígenas de tener acceso y participación en el control del usufructo de esos recursos, especialmente cuando se encuentran en territorios que han ocupado desde tiempos ancestrales” (Ibidem: p, 43) si bien en esta afirmación se usa la ancestralidad para las cuestiones de los territorios, no se precisa en el resto del  libro, ni con anterioridad a ese capítulo, a qué se refiere. ¿Qué tiempo es aquel que es ancestral? O, ¿Es la ancestralidad la abstracción de todo suceso, de toda coyuntura histórica en el que los “pueblos originarios” hayan establecido su propiedad sobre determinadas tierras? ¿Cuál es el manejo o la concepción del pasado que permite evocar la ancestralidad?
Para continuar ilustrando el uso de los “pueblos originarios” en el multi y el interculturalismo, puede recurrirse aquí a otra fuente, se trata del libro México. Identidad y Nación, de José del Val. En el capítulo “Los pueblos indios hoy”, Del Val asegura que “en muchos casos su ubicación [de los pueblos indígenas]  contemporánea, es el resultado del despojo de sus tierras hacia zonas de difícil acceso, regiones de refugio donde perpetuar su vida y su cultura” (Del Val: 2004:172) De esta afirmación lo que se quiere resaltar aquí es la idea de que se dan condiciones específicas de perpetuación de la vida y la cultura. A esto hay que agregar que también utiliza el término “comunidades originales” (Ibidem: p, 176) para referirse a los pueblos indígenas.
Si bien hay matices y sinónimos al respecto de los “pueblos originarios”, el sentido de la originareidad atribuida a los indígenas pareciera denotar que se trata de pueblos (o sociedades) que se encontraban en la región antes de la época de la Conquista. En el artículo “Cultura, sociedad y democracia”, Michel Wieviorka hace una referencia a los “pueblos originarios” cuando señala las diferencias que pueden ser consideradas étnicas y que, en sus palabras, pueden fundamentar la imagen de una sociedad multicultural: “Unas proceden [las diferencias étnicas] de un estado anterior al de la sociedad analizada; son las diferencias que persisten de una cultura más o menos laminada por aquellos que pudieron identificarse después con la idea de una colectividad nacional, como es el caso de México, donde se ha intentado integrar  en la nación a los pueblos que existían antes de la invasión o la colonización” (Wieviorka: 2006: 32). Ante esto resultaría arriesgado, aunque no sin sentido, derivar la idea de que el multiculturalismo, en su defensa de la identidad y el reconocimiento de los pueblos indígenas, tanto como de su autonomía, hecha mano justamente de la idea de que existen diferencias étnicas, provenientes de pueblos que existían antes de la colonización, pero, más aún, se da una preservación de esos pueblos, que uno estaría subliminalmente llamado a considerar “mesoamericanos”, y que efectivamente esa preservación es la nota distintiva de su identidad y por tanto de su autonomía.
Esta preservación de los pueblos tradicionales dentro de la tensión de integración-segregación sugiere que la misma configuración de una sociedad multicultural, al menos como México, requiere tanto de los pueblos indígenas (lo que es innegable), como de la originareidad de esos pueblos, de la posibilidad de evocar el pasado mesoamericano que los provee de una identidad ancestral, una identidad tradicional y en todo caso una línea temporal que se ha continuado desde tiempos primordiales y que se extiende sobre todas aquellas líneas temporales de cualquier otro sector social, y así se vuelve más fuerte y prolongada que los sectores que, haciendo abstracción de todo matiz, uno pudiera llamar mestizos. Es entonces la originareidad la evocación de una identidad ancestral.
Ante este panorama del multi y el interculturalismo, se plantea aquí el objetivo de realizar una crítica, orientada genealógicamente, al sentido metafísico de la idea de la originareidad de los pueblos indígenas. Así, la tesis que se sostendrá en este texto es que no hay una equivalencia entre los pueblos indígenas contemporáneos y la idea de los “pueblos originarios”, más aún, se sostiene que no hay algo tal como los “pueblos originarios” de México, aún cuando tenga vigencia en un uso político, que pudiera ser cuestionado.
         Para cumplir el objetivo se siguen dos rutas articuladas. En la primera parte se presentará una estrategia metodológica: la genealogía de Foucault, específicamente la distinción entre los sentidos del “origen” para mostrar la imposibilidad de sustentar la idea de originareidad de los pueblos. En la segunda parte se presentarán las reflexiones de Enrique Florescano sobre la representación y el uso del pasado en los pueblos de mesoamérica precortesianos para señalar la imposibilidad de acceder a una tradición lineal que vincule a los pueblos indígenas actuales con las teocracias y monarquías precortesianas. Esto dará sustento a la tesis de que no existen “pueblos originarios” en la actualidad, debido al uso del pasado para los efectos de la construcción de la historia en la mesoamérica anterior a la conquista.
2. Genealogía: la imposibilidad del origen
En el artículo “Nietzsche, la genealogía, la historia”, Foucault realiza una distinción entre tres sentidos de “origen” que Nietzche acuña en su propuesta genealógica. Estos sentidos se derivan de tres términos que designan “origen” en alemán: Ursprung, Herkunft y Entstehung. El primer término es opuesto a los  últimos dos, y pertenece a la historia canónica y metafísica que constituye una narración de sucesos continuos y abstractos en una línea teleológica. La Ursprung significa un origen como comienzo de todas las cosas en el que se encuentra aquello que es lo más precioso y esencial, “el origen está siempre antes de la caída, antes del cuerpo, antes del mundo y del tiempo; está del lado de los dioses, y al narrarlo se canta siempre una teogonía” (Foucault, 1992: p.10). Este origen es mítico y sustancial, en el sentido de que se piensa como una realidad esencial que aconteció pero que pervive intacta a través del tiempo, es también el lugar de la verdad en contraposición a la apariencia, “la verdad y su reino originario han tenido su historia en la historia” (Ibidem: p, 11). La historia ha sido la historia de una quimera llamada origen y como metafísica del origen se dirige hacia los tiempos primordiales que despliegan una continuidad hacia el presente, borrando todos los sucesos y singularidades dejando sólo lo esencial, el sentido final. De tal modo conserva para sí “las épocas más nobles, las formas más elevadas, las ideas más abstractas, las individualidades más puras. Y para hacer esto, intenta acercarse cada vez más, situarse al pie de estas cumbres, resistiéndose a tener sobre ellas la famosa perspectiva de las ranas” (Ibidem: p, 21).
Así, la historia del origen supone efectivamente que hay un comienzo unívoco, un tiempo primigenio que pervive intocable y sustancial frente a todos los accidentes. Historia y origen se entrelazan uno y otro esencialmente para plantear una línea de tiempo de un comienzo que tendrá un fin o que, de ser un tiempo circular, volverá el origen intacto en virtud del fin.
Ante esto, Foucault opone la Herkunft y la Entstehung. Herkunft significa procedencia, como pertenencia a un grupo, de sangre, de tradición, entre los de la misma altura o la misma bajeza. No se busca asemejar individuos por generalidades, más bien desembrolla, se dirige a lo subindividual, disgrega la unidad del yo, la identidad; va hacia los comienzos innombrables, hacia las marcas casi borradas, “el análisis de la procedencia permite disociar al Yo y hacer pulular, en los lugares y plazas su síntesis vacía, mil sucesos perdidos hasta ahora” (Ibidem: p, 12). La genealogía, a través de la Herkunft, no establece continuidades, no plantea una evolución o el destino de un pueblo, no busca recorrer la línea cuyo trazo comienza en un origen, en un “antes de”, así, la genealogía no tiene el objetivo de “mostrar que el pasado está todavía ahí bien vivo en el presente” (Ibidem: p,13), ante esto busca, más bien, conservar la dispersión, los errores, las desviaciones que han producido aquello que existe y es válido para nosotros”, se dirige no a la verdad, no a lo esencial sino a la exterioridad del accidente, a lo heterogéneo, a lo que se pensaba inmóvil.
En lo que se refiere a la Entstehung, significa emergencia, en tanto punto de surgimiento, es también el principio y la ley singular de una aparición. La emergencia se produce en un determinado estado de fuerzas, designa un lugar de enfrentamiento más bien en el sentido de un no-lugar, del espacio de las relaciones entre las fuerzas; es distancia, el intersticio en que el juego de las fuerzas no puede atribuirse a un autor determinado. Y este no-lugar de la emergencia es la relación de dominadores y dominados. De la dominación surgen las reglas, las imposiciones, las obligaciones y derechos; establece marcas, graba recuerdos en las cosas y en los cuerpos, crea reglas que reintroducen una y otra vez la violencia.
La dominación no se plantea como una relación que se supera, o que por reiterarse terminará creando un estado de paz, más bien, “la humanidad no progresa lentamente de combate en combate, hasta una reciprocidad universal en la que las reglas sustituirán para siempre a la guerra; instala cada una de estas violencias en un sistema de reglas y va así de dominación en dominación” (Ibidem: p.17) Y el juego de esa historia es el del uso de las reglas que están vacías, de quién las ocupará, de quién se disfrazará para pervertirlas. La genealogía, dirigida a la emergencia, al juego de fuerzas y de dominación, ha de buscar que los sucesos aparezcan en el escenario, en ese espacio de relaciones que establecen marcas y rastros casi imperceptibles y que no aparecen para mostrar una continuidad metafísica y finalmente ahistórica.
La genealogía, que Foucault llama historia efectiva, no reintroduce lo humano en un pasado glorioso y originario, no fragua un punto de vista suprahistórico, no es la historia que permitirá reconocernos en todas partes, es la historia que “reintroduce en el devenir todo aquello que se había creído inmortal en el hombre. La historia efectiva no plantea un origen, ni constancias, ni herencias que es posible rastrear por su continuidad, reconoce que no hay coordenadas originarias sino sucesos discontinuos y perdidos, revuelve en las decadencias, en las rapiñas y la dominación que al final fueron disfrazadas o borradas en la narración de una originareidad que creó una identidad sin interrupción. Más aún, la genealogía es la disociación sistemática de nuestra identidad y, finalmente muestra que bajo la ilusión de tal unidad, hay sistemas heterogéneos que prohíben toda identidad.
Los sentidos de origen revisados hasta aquí permitirán en este trabajo, más adelante, mostrar la inconsistencia histórica de las referencias a los pueblos originarios en los debates multi e interculturales.
2- La representación y el uso del pasado en los pueblos mesoamericanos precortesianos.
Florescano, en Memorias mexicanas, para mostrar la representación y el uso del pasado, recupera uno de los primeros rasgos de la labor histórica: el rol del escriba en las sociedades mesoamericanas. En el escriba residía la tarea de recopilar y transmitir el pasado pero con un objetivo específico: servir a los intereses del supremo gobernante. El oficio del escriba consistía en preservar la historia pintando y escribiendo en los códices. Tal oficio era considerado como una acción sagrada y tenido en gran estima, por lo que el escriba tenía un alto lugar en la sociedad y entre las élites gobernantes. No cualquiera podría haber estado encargado de preservar la historia, e incluso, no existía la posibilidad de escribir por cuenta propia, de cualquiera, un relato histórico.
El escriba era considerado un sabio, descrito como tlacuilo, poseedor de técnicas y conocimiento especializado. Era también el receptáculo de conocimientos antiguos; era considerado como un guía y, finalmente, en él se reunían las “cualidades del sabio, del vidente y del sacerdote. Debido a esos conocimientos está por encima de los demás. Es un ser excepcional” (Florescano, 1995: p.148) Se trataba, por tanto, de un guardián de la tradición y el registro histórico de sucesos que están ocultos para los otros seres humanos. También se les daba el título de sacerdotes y se les tenía por cercanos o se les identificaba con los dioses.
Es importante señalar que el escriba debía adquirir una formación institucionalizada en el calmecac, al cual sólo ciertos sectores de la sociedad tenían acceso, esto puede ser de entrada un sesgo bajo el que debe pensarse la labor histórica en estas sociedades.
Florescano señala también que el aumento de estos sacerdotes se debió al crecimiento del poder mexica. Esto dirige hacia otro de los rasgos de la labor histórica que es la legitimación de la historia. La generación y conservación de la historia tenía como criterio los requerimientos de la familia gobernante y de un reducido grupo de administradores. La historia a su vez debía legitimar las estructuras y los modos de operar del gobierno vigente. En estos términos había dos tipos de escribas: los dedicados a recoger las hazañas del tlatoani y los dedicados a hacer un registro de la población, los tributo. Se trata una historia más estatal y otra centrada en los actores políticos principales. Así, se señala que “el desarrollo de la escritura y la especialización de los escribas vino a ser una consecuencia directa de la complejidad que adquirió el poder político y el aparato administrativo que lo servía” (Ibidem: p.150). Ante esto, hay que decir que hay una relación directa entre las estructuras de poder y la escritura de la historia, las primeras son el lugar de la legitimación de la segunda. Incluso hay que mencionar el papel que la censura tenía en la escritura de la historia puesto que todo registro debía ser revisado por sacerdotes censores y conservadores que evaluaban el trabajo, después debería ser aprobado por el gobernante pues de lo contrario no se daba a conocer y era destruido. El escriba no tenía ninguna autonomía sobre el registro que llevaba a cabo pues había de servir principalmente a una justificación del poder centralizado y absoluto existente, que estaba regido exclusivamente por el tlatoani, cuyo fallo sobre los registros históricos era inapelable.
El escriba no era una persona con criterio o conciencia individual, era un reproductor natural del mensaje de su clase.  Florescano señala que en la época de la dominación mexica, y en anteriores periodos tales como Monte Albán o Tula, la recuperación del pasado era una función del grupo gobernante.
Otro rasgo fundamental en el que se pone énfasis en este texto es la reescritura periódica de la historia. Florescano afirma que los relatos más antiguos del centro de México atribuyen Huémac, rey de Tula, el ordenamiento sistemático de las tradiciones históricas heredadas de sus antecesores, mismas que reconstruía periódicamente acomodándolas a la situación presente.
 En este sentido, la historia no es un registro de una secuencia continua de acontecimientos encadenados uno detrás de otro, más bien era un registro selectivo que servía al aseguramiento y manutención del poder dinástico y centrado en el soberano, estructura común al lapso que va de los mayas hasta el reino mexica. Así, el discurso histórico estaba sujeto a reelaboración y es posible que las nuevas versiones fueran totalmente distintas a las anteriores.
Más aún, la historia, en su versión especializada, estaba dirigida a las élites nobles, distinguidas desde su nacimiento de los macehuales, a éstos últimos la historia oficial sólo llegaba a través de la expresión oral, pero en ningún caso esos sectores tenían acceso a la historia oficial preservada por los registros pictográficos.
La situación se modificó en el paso de las organizaciones tribales hacia los estados-ciudades, incluso como el caso de la Triple Alianza. En esta época la escritura adquirió un carácter hegemónico y el registro ya no se fundaba en la familia de la dinastía sino en el grupo étnico y su organización política. El escriba que surgió de este cambio ya no estaba dedicado a justificar el poder de la familia gobernante sino el poder del Estado y así la legitimidad de las estructuras del mismo. Se generó entonces una memoria de etnia que servía, esta vez, a una burocracia estatal y a la formación de un complejo aparato administrativo, así, “la función de los relatos centrados en el grupo étnico era fortalecer los vínculos de identidad, reconocer un pasado común y refrendar un destino colectivo, que en el caso de los mexicas se perfilaba como grandioso y predestinado” (Ibidem: p.158). Esto es ya un indicio que muestra el uso del origen congelado en un pasado glorioso que determina el presente y el futuro de manera esencial.
Ante esto cabe recuperar las funciones del pasado en las sociedades mesoamericanas:
a)      dar cohesión a los grupos étnicos.
b)      hacer comunes orígenes remotos.
c)      identificar tradiciones y luchas como propias y constitutiva de los pueblos
d)      prometer futuros mesiánicos, basados en un tronco étnico común, a quienes trabajaban en mantener la unidad y fortaleza del grupo
e)      generar e inculcar valores en los gobernados que orientaban la acción de los gobernantes.
f)       Dar fundamento y legitimidad al orden establecido y a los acontecimientos presentes así como entronizar a los nuevos gobernantes.
g)      Perpetuar la creencia en la continuidad inextinguible de las familias gobernantes y en el carácter divino del oficio real o, en su caso, daba legitimidad al orden estatal existente.
h)      generar una catársis colectiva como una forma de unirse a los principios fundadores del cosmos y reconstituirse con ellos mismos.
La reconstrucción del pasado no sólo aseguraba la idea de origen y de destino sino que proporcionaba sentido a las vidas de los integrantes de los grupos étnicos, era una forma de liberarse de las angustias del presente por medio de una doble proyección pasado-futuro mítico y teleológico-teogónico.
Florescano señala que si bien los mayas, zapotecos, aztecas y todos los pueblos mesoamericanos rindieron un culto fervoroso al pasado también se llevaba a cabo una omisión del desgaste ocasionado por el paso del tiempo y esto derivaba en la constitución de un nexo directo entre el pasado mítico y el presente, que no era más que un artificio para eludir el paso del tiempo; así, afirma que “el pasado llegaba al presente con el lustre de las cosas que habían resistido el paso del tiempo, y el presente se revestía del prestigio y la fuerza de lo duradero y casi inimitable” (Ibidem: p.179). El pasado es algo vivo, algo integrado al presente y en esta concepción persiste la idea, que ya se mostró en el primer apartado, del origen como algo que permanece vivo, inmutable y glorioso en el presente aún cuando origen y presente hayan sido reescritos una y otra vez.
Es fundamental el comentario que Florescano hace respecto del pasado como opresivo y excluyente, puesto que fueron las clases dirigentes quieres detentaron el poder para crear el registro histórico e imponerlo autoritariamente al resto de la población. La generación y difusión del registro corría por cuenta, en un principio, del tlatoani y sus dirigentes, y después por las estructuras estatales y ante esto hay que destacar que esa historia oficial se transformaba en memoria colectiva a través de fiestas y ceremonias religiosas, pero se trata de una memoria móvil y reinventada y, además, selectiva por tratarse de una memoria del poder de ciertos sectores sociales, ya que retenía lo que legitimaba el poder y rechazaba lo que afectaba al mismo dedicando “un esfuerzo sistemático a adecuar el pasado a los fines de la dominación presente” (Ibidem: p.181). En esta historia, tanto como en la historia indoeuropea, también llamada occidental, la relación de dominación es uno de los ejes centrales que determinan la generación y la transmisión del registro histórico.      
3. Consideraciones genealógicas
 Como se ha mostrado, en las sociedades mesoamericanas precortesianas, el registro y la transmisión del pasado no conforman una secuencia de sucesos continuos, en este sentido la historia constituida por los regímenes mesoamericanos, ya fueran dinásticos o de estructuras estatales, es una historia que en los sentidos presentados por Foucault se enmarcaría dentro de la Ursprung
La historia del origen mítico y glorioso está presente en el canon que seguían los registros mesoamericanos y le daba sentido tanto al presente como al futuro. Pero si bien se trata de una historia que asegura un origen inamovible en una ruta teleológica, es posible hacer notar que los sucesos y la narración de los mismos no escapan a ser abordados desde los sentidos de la Herkunft y la Entstehung. Es decir, si bien la historia construye un origen en el sentido de la Ursprung, es sólo por los otros dos sentidos que se muestran las condiciones en que la mitificación de ese origen fue posible. Sin embargo, la lectura desde la Herkunft y la Entstehung es una reconstrucción posterior, puesto que los pueblos mesoamericanos siempre escribieron Ursprung.
Bajo el lente de la Herkunft aparece en el registro mesoamericano la procedencia de los sucesos, que está marcada por el asenso o el descenso de determinados grupos étnicos, y este ascenso o descenso generó justamente la reescritura de los registros. Asimismo, con la llegada de nuevos grupos étnicos y con la constitución de nuevas ciudades e incluso nuevas estructuras de poder, se crearon diferentes tradiciones debido a lo cual sería imposible hablar de una sola tradición tanto cultural como histórica en las sociedades mesoamericanas.
Por otra parte, las nuevas historias y tradiciones generaban con su paso memorias colectivas distintas y del pasado más remoto no se conservaba un legado lineal sino más bien rastros y fragmentos dispersos de tiempos que iban quedando en el olvido y el en desuso.
Esto muestra que aún cuando han quedado registros de tiempos y de historias diferentes y hasta contrapuestas, no ha existido una memoria ancestral que un linaje de pueblos mesoamericanos haya conservado y heredado a los pueblos indígenas contemporáneos.
Ahora bien, es posible mostrar que este modo mesoamericano de llevar a cabo el registro histórico está cruzado por la Entstehung, la emergencia. La historia de los diversos pueblos se escribió en el medio de las luchas por el poder y la dominación. Como ya se hizo notar, el uso de la historia servía a los fines de legitimación del poder y pretendía no sólo narrar la construcción gloriosa de un Estado o la dinastía sagrada de la familia gobernante, también pretendía impregnar la vida y la memoria colectiva de las sociedades para preservar el orden establecido, generar reglas y mecanismos de control social.
La historia oficial de mesoamérica reinventada una y otra vez no es la narración teogónica y ancestral de un tiempo originario, es la historia de las rapiñas y las luchas, del ascenso al poder de un pueblo tras otro y la imposición de nuevos órdenes y nuevos gobiernos. No se trata de una historia que se herede oralmente de generación en generación a través de sabios cuya selección de sucesos sea autónoma, no es una historia que se guarde celosamente porque es el contenedor de los conocimientos más preciados de un grupo étnico que se extiende por milenios.
Para ilustrar lo anterior conviene rescatar otro de los sucesos del ascenso del poder mexica que Florescano presenta y que para fines de este texto muestra las relaciones de dominación detrás de la configuración de la historia.
En 1427 Itzcóatl, tlatoani de los mexicas, consumó su victoria frente a los tepanecas cuyo poder residía en Azcapotzalco y quemó los libros antiguos para escribir un nuevo registro que justificara el nuevo poder mexica. Tras el asenso de Itzcóatl también hay un escenario de traiciones y de alianzas. En 1426 Itzcóatl mató a Chimalpopoca y llevó al grupo mexica a aliarse con Netzahualcóyotl, rey de Texcoco y líder de los acolhuas. Asimismo, Itzcóatl con el apoyo de sus primos Tlacaélel y Motecuhzoma Ilhuicamina se encarnizó en una lucha contra los tepanecas. Los mexicas liderados por Iztcóatl y con ayuda de los aliados de Texcoco y una vez vencidos los tepanecas, crearon nuevas reglas en Tenochtitlán con un objetivo: deshacer la tradición que aseguraba que el poder habría de ser hereditario. El cambio de reglas les permitió eliminar a los descendientes de Chimalpopoca y poder ascender al poder en contra de lo que los mandatos toltecas designaban para las dinastías, es decir, la llegada al poder no sería ya por herencia sanguínea sino por méritos militares. Se crearon nuevos títulos y se repartieron tierras y para legitimar estas acciones se destruyeron, como se señaló anteriormente, en 1427 los registros genealógicos y los códices que recogían tradiciones.
A partir de esto puede apreciarse que el ascenso de los mexicas no fue el producto de una historia teleológica sino que su emergencia fue posible por las relaciones de dominación de unos grupos por otros y por las alianzas realizadas.
La historia que posteriormente escribieron los mexicas los retrató como “un pueblo de orígenes humildes destinado a convertirse en el poder más grande que había existido en la cuenca de México. En los nuevos códices, cantos y monumentos se inscribió la historia que conocemos de los mexicas, la que cuenta su obstinada peregrinación desde el legendario Aztlán hasta la mítica fundación de México Tenochtitlán. En esta versión se lee que el pueblo mexica fue el escogido por Huitzilopochtli para gobernar a las demás naciones, imponer tributos que engrandecieran a Tenochtitlán y sacrificar cautivos para mantener la vitalidad del quinto sol” (Florescano, 1995: p.183). Y a partir de esta reescritura los orígenes oscuros de los mexicas quedaron desaparecidos pues no se conoce otra versión más que la gloriosa narración que construyeron después de la derrota de los tepanecas.
Asimismo, los mexicas llevaron a cabo un “préstamo de ancestros” ya que se apropiaron del pasado de los toltecas, después del de Tenochtitlán y de otros pueblos, para crear un orden en el cual figuraran como el pueblo elegido.
No hay aquí, como propone la genealogía, la posibilidad de un punto de vista suprahistórico que nos permita averiguar qué hubo detrás de esos disfraces históricos pues lo que constituyó el cúmulo de fragmentos que se conservan es el carnaval de esos disfraces y luchas. Está lucha de fuerzas en que la historia se escribe, se destruye y se reinventa, lo único que permite es mostrar que no hay una identidad que pueda legitimarse históricamente entre los pueblos de mesoamérica, también muestra que el registro histórico no estaba destinado fundamentalmente a preservar la cultura y las costumbres de un pueblo, ni la sabiduría ancestral y milenaria. La historia y el pasado registrado tenían un modo de representarse y un uso que servían a ciertos sectores y a las estructuras de gobierno absolutas y centralizadas.
4. Conclusiones
No es posible rastrear hacia atrás un pasado compartido por todos los pueblos que habitaron el territorio mesoamericano, tampoco hay una tradición común ni unos usos y costumbres que han generado, en una línea directa, una identidad de la que hoy los pueblos indígenas sean herederos. Ante esto hay que recordar también que a la llegada de los conquistadores la historia contaba nuevas cosas y las estructuras de poder también eran otras. Los conquistadores no encontraron a una mesoamérica que hubiera permanecido inmutable a lo largo de miles de años, más bien, al poder que se enfrentaron, principalmente, fue a los mexicas.
Por otro lado, si la historia estaba en manos de las élites sociales y de los gobernantes, cabe señalar entonces que fueron estos sectores los que paulatinamente se eliminaron por la acción de los conquistadores. Para llevar a cabo una efectiva conquista había que acabar con los gobernantes en turno, pero, más aún, había también que destruir la historia de nuevo para establecer un orden distinto, el orden del Virreinato, a partir del cual gran parte de la memoria colectiva se transfiguró, se recompuso o se perdió para siempre.
Quienes vivieron fueron los dominados o los que se aliaron a los conquistadores, retomando las nuevas tradiciones, el nuevo orden. No sobrevivieron los principales sujetos y narradores de la historia de mesoamérica, y lo que pervivió de manera fragmentaria en la memoria fue el registro que llegaba al público a través de las expresiones orales, quizá sea ese uno de los motivos de la sobrevivencia de las lenguas de mesoamérica. Pero si bien las lenguas han sobrevivido hasta la actualidad (y con bastantes modificaciones, como el desarrollo de alfabetos), ello no garantiza que la historia lo haya hecho también. Hay que tomar en cuenta que el mayor registro se daba a través de los pictogramas y no de la cultura oral, además de que la escritura pictográfica era muy limitada. Lo que hoy llamamos tradiciones indígenas no es más que la recomposición de los fragmentos de registro que quedaron en el escenario de fuerzas de la conquista y en el México independiente.
Ante esto no hay razones suficientes para llamar a los actuales pueblos indígenas “pueblos originarios”, pues una realidad metafísica tal no existe. Si bien son los herederos de lenguas antiguas, también son los herederos de sincretismos y así, herederos de Occidente. De manera muy puntual, Florescano, al comienzo de su libro Etnia, Estado y Nación afirma que la conquista produjo una escisión social entre los grupos que han perdurado y que ha sido una barrera para la integración política:
…la división entre europeos e indígenas negó unas veces la historia y otras condenó y distorsionó los siglos de formación de la sociedad colonial que cambiaron para siempre el destino del antiguo país indígena. Con todo, quizás el efecto más catastrófico de este choque traumático fue la negación de lo que realmente hemos sido como pueblo: una sociedad tejida por hilos nacidos en culturas diferentes, un país con una experiencia colonial que marcó decisivamente la formación del ser nacional, una mezcla integrada por un legado nativo y una herencia occidental. En lugar de reconocer la realidad híbrida que habita diversos ámbitos de la sociedad desde el siglo XVI, unos sectores se empeñaron en asumirse indígenas, otros renegaron de esta herencia y se identificaron con el legado occidental, y otros más reconocieron su ser mestizo pero en una forma restringida, que no incluía la plena aceptación de los otros sectores sociales (Florescano, 2002: p. 19)
No es posible aceptar una línea continua entre una realidad actual como son los pueblos indígenas y la idea de que son herederos de las sociedades mesoamericanas, pues no hay tales herencias lineales. Cabe señalar que las denominaciones “indígena”,  “indio”, “amerindio” son posteriores a la conquista. La lengua y las nuevas organizaciones sociales de los indígenas no son garante de una herencia histórica continua y ancestral que ha viajado a través de los milenios y que ahora pretende mostrarse al mundo como un reducto cultural que Occidente no alcanzó.
Cabe señalar que partir de la afirmación de una herencia lineal, en múltiples ocasiones, el multiculturalismo en México, homogeneiza a la población indígena y la ubica (riesgosamente) en un solo periodo que se prolonga desde tiempos inmemorables hasta la actualidad.
 Por ejemplo, en las reflexiones de Olivé también pueden encontrarse afirmaciones que hacen suponer que México ha variado poco al respecto de los conflictos indígenas:
Desde los tiempos de la Conquista nuestro país ha vivido con los conflictos generados por la dominación de una cultura sobre otras, así como los reclamos de los pueblos originarios para que se reconozca su derecho a preservar su cultura y a vivir de acuerdo con ella según los planes de vida que sus miembros decidan. Sin embargo, el fin del siglo XX y el inicio del nuevo milenio han estado marcados por una agudización de esos conflictos y por ello de manera urgente requerimos que las relaciones entre los diversos pueblos que conforman a la nación se establezcan sobre bases estables y novedosas en ciertos aspectos (Olivé: 2004: p, 60)
Ante esto cabe preguntar si efectivamente “nuestro país” es el mismo desde al Conquista. Desde luego que no, la nación mexicana como ahora la conocemos, con una política democrática, no existía “desde los tiempos de la Conquista”. Y los reclamos de los pueblos indígenas seguramente no eran los mismos. Es posible que esas bases estables y novedosas en ciertos aspectos, a las que Olivé apela, comiencen a construirse cuando se abandone la idea de la identidad originaria y ancestral. Esto no quiere decir que haya de irse en detrimento de los pueblos indígenas y de la realidad que constituyen como grupos pertenecientes al México actual, lo que quiere decir es que se puede hacer justicia, en el multiculturalismo, al proceso de hibridación que constituyó lo que hoy denominamos indígena. Posiblemente el único sentido de originareidad de los pueblos indígenas sea que ellos son el origen de uno de los híbridos más notables nacidos en el Nuevo Mundo. El origen no radica en lo que hay de mesoamericano en los indígenas, el origen es el juego de fuerzas que propició la hibridación cultural. Y esta hibridación no es un proceso al que podamos encontrarle una línea continua y un producto final, es lo que posibilita que pueda seguir habiendo pueblos indígenas y que en el nombre de un pueblo puedan conjuntarse dos tradiciones, como por ejemplo “San Francisco Tlaltenco, Tláhuac” o “San Lorenzo Tlacoyucan, Milpa Alta”.
Por otra parte, el problema no es simplemente una cuestión de denominación, de nomenclatura, puesto que el título “pueblos originarios de México y de América Latina” es el estandarte de luchas políticas y sociales, e incluso es la marca de múltiples disputas culturales. Grave es el caso de las demandas políticas de los “pueblos originarios” pues, en términos estrictos, son demandas cubiertas por la banda de una realidad inexistente. Esto no quiere decir que los actuales pueblos indígenas (que no mesoamericanos u originarios) no hayan de demandar mejores condiciones de vida y bienestar social como cualquier otro grupo cultural o como cualquier otro sector social, demandas que se caracterizan por los rasgos de todas las demandas de las actuales sociedades democráticas. Lo que se quiere decir es que hay que abandonar denominaciones que tienen un falso sustento histórico y un uso ideológico, de lo contrario habría que asumir todas las consecuencias.
En el caso de reconocer que existe algo tal como los “pueblos originarios”, limpios o poco tocados por Occidente, habría que asumir que la tradición que heredaron era todo, menos democrática o comunitarista, como pretende el multiculturalismo al hablar de “comunidades indígenas”. Las sociedades mesoamericanas eran estructuras jerárquicas de dominación, teocráticas y monárquicas, con un poder central absoluto o con una burocracia estatal con un alto cobro de impuestos, incluso habría que saber si el sentido de comunidad que hoy se atribuye a los pueblos indígenas era un sentido existente en las sociedades mesoamericanas. Así, las tradiciones, el conocimiento y la sabiduría de estos pueblos tenían un uso no sólo un valor cultural (como el que hoy se reclama), y ese uso servía a los fines de legitimación de un orden específico.
Pero, en el caso de que se quisiera argumentar que la historia y el registro ancestral de los pueblos originarios que hoy demandan reconocimiento no  es la historia de la Mesoamérica precortesiana, tendría que responderse qué historia es y tendría que legitimarse cómo dejar a un lado el modo de registro histórico de la época anterior a la Conquista. Si los pueblos originarios “actuales”, sus usos y sus costumbres, tanto como sus tradiciones no son la memoria generada por la historia de los tlatoanis y de los tlacuilos o, en última instancia, de los macehuales, entonces debiera responderse por qué se hecha mano del pasado azteca para salvaguardar a un sector de las actuales “sociedades multiculturales”, por qué se apela a la historia oficial de los asentamientos mesoamericanos. El punto es que se juega con las dos cosas: con la historia de Mesoamérica escrita por los tlacuilos (o lo que queda de ella después de la Conquista) y con la historia que reinventa y reivindica ahora el multiculturalismo como fuente de sentido social. El multiculturalismo asiste a un “despertar indígena”, como señala Yvon Le Bot[3]. Pero es un despertar que trae al presente un pasado que ha borrado la singularidad de cada suceso, y que ha convertido la coyuntura en ancestralidad.
Y no faltan casos de apropiación o reinvención de un pasado mítico y ancestral, un pasado primordial que ha llegado al presente a través de periodos de letargo y ahora encuentra su tiempo. Un ejemplo de esto es la página web llamada “pueblos originarios de la Ciudad de México”, en donde se dice: “Se les denomina [pueblos originarios] así por ser descendientes en un proceso de compleja continuidad histórica de las poblaciones que habitaban antes de la conquista lo que ahora es el Distrito Federal” [4] Pero, ¿respecto de qué es posible establecer una continuidad? ¿Cómo evitar la fragmentariedad de los sucesos que ocurrieron antes y después de la Conquista? ¿Fueron los mismos los pueblos mesoamericanos antes y después de la Conquista? ¿Hubo un “después” de la Conquista para Mesoamérica? ¿Este después se extiende hasta la llegada del Multiculturalismo y la defensa de los pueblos indígenas “originarios”?
Ante esto, resta aún pensar en lo que en realidad significa el uso del nombre “pueblos originarios”, es posible que los detalles imperceptibles de las luchas o de las relaciones de dominación o de la perpetuación de estas mismas se escondan bajo ese título y permanezcan impensadas.







Bibliografía

Del Val, José, (2004): México, identidad y nación. UNAM, México.
Florescano, Enrique, (2002): Etnia, Estado y Nación. Ed. Taurus
------------------------, (1995): Memoria mexicana. Ed. FCE, México.
Foucault, Michel, (1992): “Nietzsche, la genealogía, la historia”, en Microfísica del poder. Las ediciones de La piqueta, Madrid.
Le Bot, Yvon: “Movimientos identitarios y violencia en América Latina” en Multiculturalismo. Desafíos y perspectivas, Daniel Gutiérrez Martínez (comp.), UNAM, COLMEX, Siglo XXI, México. Págs. 189-212.
Olivé, León: 2004: Interculturalismo y justicia social, UNAM, México.
Wieviorka, Michel: “Cultura, sociedad y democracia”, en Multiculturalismo. Desafíos y perspectivas, Daniel Gutiérrez Martínez (comp.), UNAM, COLMEX, Siglo XXI, México. Págs. 25-76.








La Conquista de México no ocurrió.
Guy Rozat Dupeyron

Introducción
Repensar la Conquista de México, sí, pero ¿cómo hacerlo?
Hace ya muchos años, casi 35 años,  mi maestro  Ruggiero Romano, empezando un libro sobre Los conquistadores, se preguntaba si su empresa era justificada, si había algo nuevo que decir, si valía la pena visualizar una vez más una película cuyos actores eran harto conocidos[5], un evento sobre el cual todo parecía haberse dicho ya. Es evidente que esas preguntas eran un tanto retóricas, y que para él, ese librito escrito al margen de una gran obra dedicada a la historia económica de América, tenía mucho sentido. No queremos entrar en el análisis de esa obra, sino recuperar aquí ese sentimiento de déjà vu, expresado por Romano, como si el relato de la Conquista de México después de haber sido formulado, salmodiado durante siglos, hubiera agotado todas sus posibilidades analíticas y de producción de sentido.    
Porque al primer nivel, en ese nivel de “la letra”, que era el sentido histórico, según los exegetas medievales,  en ese “repensar la conquista” no podemos  esperar  proponer otro desenlace para ese evento, si consideramos “la conquista” solo como las irrupciones militares y las primeras batallas y destrucción de la imposición occidental  El resultado dramático para los pueblos americanos es suficientemente conocido por todos, pero a condición de no dejar ganar por el pathos y la indignación moral actual, es evidente que el re-examen de  los  relatos de esos inaugurales encuentros guerreros nos mostraría que queda  mucho por hacer para entender la lógica del triunfo de esas entradas conquistadoras. Por ejemplo, considerar a Cortés como a uno de estos  “genios que dominan la historia”, (o uno de esos seres perversos que llenan la historia de sus crímenes, es lo mismo) permitió ahorrarse la explicación más o menos verosímil de cómo funcionaba el espacio americano en el cual se desarrollo su empresa, pero permite a la inversa poder construir el discurso de la impotencia americana. Así, hurgar tras lo más visible de esos encuentros -lo más trillado-  me parece una tarea digna de interés, ya que con ella podríamos esperar entender mejor lo que sucedió globalmente en esos momentos y no sólo en el campo militar español.
Por otra parte, el impacto y naturaleza de ese “encuentro” ofrece pistas para entender cómo esa conquista, entendida como uno de los eventos constitutivos de la destrucción de la antigua “América”, perduró durante varios siglos y perdura probablemente hasta la fecha en algún rincón olvidado de las muchas Américas.
Pero es evidente que más allá de reconstruir con un mínimo de coherencia esas cabalgatas guerreras y sus efectos sobre las sociedades americanas, es también tarea de este seminario pensar el efecto  que el relato ineludible de este evento tuvo en su re-actualización secular en la conciencia de si de los mexicanos y latinoamericanos. La dificultad en los años del “Quinto Centenario” de pensar la Conquista en el cine como lo muestra Alexandra Jablonska en su trabajo, es un ejemplo de los resultados en el imaginario de ese “efecto Conquista”
A quien pertenece el sello “conquista”
 Ahora debemos preguntarnos mínimamente si no hay alguna trampa escondida en nuestra ingenuidad misma, de creer que se puede impunemente “repensar la Conquista”. La pregunta sería ¿de quién es el discurso de la Conquista?  Creo que podríamos responder con el lema de los agraristas de principios del siglo XX, “la Conquista es de quien la trabaja”.
Una simple visita a una buena librería nos muestra rápidamente que la conquista es de todos, y que se ofrecen a la venta sobre el tema en México, libros de autores franceses, ingleses, norteamericanos, polacos, húngaros, sin olvidar los autores no traducidos al español, pero que pueden llegar a penetrar la cultura histórica nacional por caminos más oscuros. América es una pieza fundamental del imaginario histórico mundial desde hace varios siglos, con toda la ambigüedad que pueda tener como feed back para los imaginarios mexicano y latinoamericano, y por lo tanto, “La Conquista” llama la atención de muchos intelectuales extranjeros, como me ocurrió a mí hace más de 40 años. Hasta aquí nada de extraño, y finalmente, como no podemos impedirlo, debemos tomarlo en cuenta, porque también es ese mismo imaginario  -en alguna parte común- el que construye el sentimiento de solidaridad entre los pueblos, que atrae turistas, o entusiasma a los neo zapatistas franceses o italianos.
Así debemos confesar nuestra esperanza  de que en prioridad, nuestros  esfuerzos intenten organizarse desde México y para México, o más generalmente para América y desde América. Esto parece muy fácil, mera perogrullada, pero no lo es si empezamos a considerar que la mayoría de los relatos que han sido producidos sobre la Conquista durante siglos, así como en la actualidad,  han sido escritos desde territorios simbólicos exteriores a América, y con eso no queremos añadirnos al coro de lamentaciones indignadas que periódicamente denuncian la intromisión de los extranjeros en los estudios mexicanos de antropología o historia. Sólo queremos insistir aquí en el hecho que debemos repensar la Historia de México a partir de las necesidades históricas imaginarias que tiene el país y en eso probablemente deberemos luchar contra, o por lo menos desconfiar de, la imposición de ciertos esquemas de explicaciones provenientes de una simbología externa, aunque sea retomados por investigadores nacionales seducidos por los oropeles parisinos, ingleses o alemanes, o simplemente pecando de una cierta ingenuidad.
Y hablando de esa escritura externa americana, ya no queremos hablar aquí solo de los textos coloniales cuya lógica era la de justificar, cada autor a su manera, un poder extranjero impuesto sobre América y la creación de una gran empresa evangelizadora y colonial[6]. En este sentido los textos coloniales escritos sobre América en tanto que actos de comunicación entre hispanos, encontraban sus lectores preferentes en Europa y pocos, o ningún lector, en América. Y cuando de repente existía ese lector en América se trataba siempre de alguien perteneciente a uno de los círculos del poder delegado hispano de esa nueva España o algún erudito proponiendo “nuevas interpretaciones” para ese mismo público.
Hay una lógica colonial de los textos de historia de los siglos XVI, XVII y XVIII, y si esta no aparece hoy con tanta claridad, es porque han sido re-visitadas a partir del siglo XIX y XX y “re-significadas” para ser fuentes de la Historia Mexicana”. Para llenar nuevas necesidades ideológicas de justificación de los diferentes matices nacionales en pugna y en esa lógica colonial, se han ido buscando “buenos” discursos y prácticas colonizadoras presentables, como las del conjunto franciscano, con Tata Vasco y algunos otros, para oponerlos a los responsables malvados de la destrucción de las indias, cuyo arquetipo sería Nuño de Guzmán, figura de chivo expiatorio que sería interesante rastrear a lo largo de los siglos en la historiografía nacional.
El problema para mi es, que pensado desde la lógica de la gramática civilizatoria occidental, no hay buenos colonizadores, solo hay métodos más o menos violentos de destruir, de desertificar o de cohabitar, pero no se debe jamás olvidar  que esa cohabitación, por pacifica que se le quiera hacer parecer, siempre tiene por consecuencia la desaparición física, o por lo menos la lumpenización cultural y finalmente el etnocidio.     
Cómo en la división académica de la práctica historiana, las preocupaciones teóricas y metodológicas de los colonialistas son generalmente muy lejanas a las de los estudiosos del XIX; unos y otros no se han dado, o no quisieron darse cuenta, de que las diferencias supuestas en el tratamiento general del punto que nos ocupa aquí - una escritura de  la historia del indio - obedecen a la misma lógica de ocultación. Si en el siglo XIX, sobre algunos puntos, como es lo del indio, la historiografía nacional mexicana en construcción parecía quererse construirse en reacción a la lógica textual colonial, insistiendo en esa radical heteronomía existente entre la lógica del poder español y el proyecto de la Nación México, podemos ver como rápidamente fue llevada a recuperar gran parte del sentido de la historia salvífica, intentando torcerlo en su provecho.
Cuando pretendemos que la lógica de muchos relatos nacionales de historia corresponda no a lógicas y necesidades historiográficas realmente americanas y/o mexicanas sino, a pesar a veces de sus autores mismos, a necesidades imperiales del mundo occidental, podemos para mostrarlo indicar cómo se construyen aún en una dinámica de sentido que indica que no hemos salido aún de un modelo de historiografía teológica, y no serán los intentos fracasados de la “historiografía marxista” de las últimas décadas del siglo XX los que nos podrían convencer  de lo contrario.
En el siglo XX generalmente la dimensión occidentalizante del relato América, llamada en general eurocentrista, inaugurada desde la “invención” de las indias por Cólon (y probablemente antes, considerando la enorme carga simbólica acumulada en el imaginario occidental sobre “Las Indias”)  siguió omnipresente. Pero en ese siglo XX, darse cuenta de ese fenómeno se había vuelto mucho más difícil, porque ya no se trataba de afirmar en  la escritura de América el “destino manifiesto del elegido pueblo español” como en los siglos coloniales, ni el triunfo del credo de la modernidad capitalista e industrial visible a través del ambiguo lente de  la democracia política representativa, como en el siglo XIX[7].
La unificación simbólica  del mundo del siglo XX, producto de la globalización económica, particularmente a partir de los años setentas de ese siglo, volvió opaco el lugar desde donde se escribía América. Realizando, o imaginándose que realizaba, el ideal cosmopolita del intelectual ilustrado, el intelectual latinoamericano o mexicano podía vivir plenamente, cual diletante, la ilusión de ser totalmente francés en París, a la vez que inglés en Londres, como irlandés en Dublín, y disfrutar de Nueva York sin sentirse manchado por los crímenes yanquis.
Durante ese siglo, participando, pero a su manera - machacadora y sistemática - de ese confortable cosmopolitismo ilustrado, los europeos pretendieron  volverse una vez más los amos de la escritura de América, estructurando un nuevo saber “americanista”, reinterpretando, refuncionalizando a veces, los tropos que les parecían más obsoletos de las anteriores escrituras de América.

Américas imaginarias
 Si bien para los universitarios de la segunda mitad del XX, escribir Américas, era colmar en cierta forma necesidades internas de exotismo y/o  una simple  afirmación narcisista de la nueva forma del logos occidental, era también un medio relativamente fácil y poco cuestionado de construir una carrera en las instituciones universitarias del primer mundo. En la medida en que para muchos occidentales la constitución de ese saber México, pertenecía no a un espacio idéntico al espacio europeo sino a un lugar de confines; y el rigor historiográfico que presidía a la escritura de la historia europea, muchas veces no se trasportó idéntico, ni se transporta en la actualidad,  en las tareas de escritura de la historia americana.
Como América pertenece desde hace siglos al universo imaginario europeo, se diluye el rigor historiográfico, y muchas explicaciones historiográficamente atrasadas, que con horror se verían aplicadas a hombres y sociedades europeas, pueden ser propuestas sin ningún problema para la historia americana.
En México en general no se ha prestado mucha atención a ese problema de reconocer los lugares de esa geografía simbólica desde donde son construidos y toman su legitimación los saberes académicos, aunque no faltan los marcadores lingüísticos que nos señalan pistas para esa investigación tan necesaria, si queremos realmente hablar desde México y para México.
 Por ejemplo, la omnipresencia del concepto de humanismo como el epíteto de humanista y todas sus declinaciones posibles, tan frecuentemente acolado a todo tipo de personajes históricos de los siglos coloniales y subsiguientes sin, o casi sin ninguna reflexión real, es una muestra  de que en algún lugar de este discurso se intenta obviar la distancia entre el lugar desde donde se habla y el lugar de quien se pretende hablar: una de las características fundamentales de la producción histórica. Se pretende hablar de personajes americanos cuando sólo se refrendan modelos de vidas ejemplares típicamente occidentales. El ejemplo de los innumerables retratos del rey Nezahualcóyotl, entre muchos otros posibles, son muestras de ese tipo de discurso donde se pretende decir a la antigua América sólo logrando refrendar las fantasías anacrónicas del Logos occidental. 
La escritura de la Conquista de México ya no pertenece realmente a su “mundo natural”, tanto el mundo de la historiografía mexicana -“herederos” de los conquistados- o de la historiografía hispana -herederos de los conquistadores-. Sería suficiente con ir a una librería del DF como la Gandhi, ese gran baratillo de la cultura nacional, para darse cuenta de la omnipresencia actual de textos producidos en Europa y desde Europa.  El hecho que la Conquista de México haya sido cooptada por la historia mundial e incluida entre las grandes hazañas conquistadoras del mundo, no se traduce sólo por esa impresionante producción que evidentemente influencia por sus interpretaciones la producción nacional, sino que tiene unos efectos más perversos.
Sería interesante en el futuro analizar el ambiguo papel de las  instituciones académicas,  así como de ciertos aparatos culturales del primer mundo -universidades, periódicos, editoriales, etc.- en la perennidad de ciertos mitos de la historiografía mexicana. Por la cantidad de premios, decoraciones y felicitaciones diversas que estos otorgan a algunos santones y menos viejos de la historiografía nacionalista mexicana, ese aval internacional favorece el monopolio que estos caciques académicos y sus seguidores ejercen en el control de la enseñanza y la investigación, al impedir la difusión de nuevas propuestas historiográficas.
Es evidente por otra parte que en este mundo globalizado existen redes y complicidades internacionales que tienden a afianzar ese poder y a mantener una cierta doxa sobre ese periodo, y si queremos desbloquear la investigación sobre el periodo de la conquista, o sobre otros periodos, tendremos que proponernos una serie de investigaciones de estudios culturales sobre las redes de legitimación mutuas que estructuran la producción de ese saber.

Esperando un nuevo país...
 Creemos que hay varias razones de base que nos obligan hoy a intentar construir un nuevo relato sobre la conquista. La situación política y cultural en México ha evolucionado en la última década de manera importante, el discurso nacionalista que hacía del mestizo la figura fundamental, el sostén y futuro de la nación, ha tenido que dar paso a la reivindicación de un México pluri o multicultural, impuesto por las luchas “comunitaristas” de los diferentes grupos étnicos que existen en el país y cuyas reivindicaciones al reconocimiento político y cultural hoy parecen firmemente afirmadas. No es inútil aquí, creo, recordar que muchas de estas luchas son muy anteriores a la emergencia a la luz pública del neozapatismo chiapaneco, luchas que, en cierto sentido, este movimiento hipermediatizado, ha probablemente opacado, si no profundamente trastocado.[8] 

No viene al caso enumerar aquí todas las esperanzas de las cuales un nuevo México es portador ni tampoco de los frenos a los cuales estas esperanzas tendrán que enfrentarse. Pero en el orden historiográfico está hoy muy claro que el historiador o el científico social que intente pensar América, y más aún, un evento cargado de violencia  simbólica como la Conquista, no debe olvidar que toda palabra vertida en ese proceso puede a la larga producir sangre, lágrimas y violencia. Y si sucumbimos a esa tentación de asumir el papel del profeta, que es siempre muy tentadora para el historiador o el científico social, podemos decir que nos parece que la herida fundamental abierta por la conquista hace 5 siglos, no esta aún sanada y que ese absceso purulento, desde hace siglos, impide que se gesten identidades populares liberadoras en ciertos países de nuestra América Latina. Parece hoy urgente sanear esas heridas antes que un Osama Bin López boliviano, ecuatoriano, peruano, guatemalteco, o mexicano venga a despertar las mediocridades ambiguas y sinsabores de las identidades nacionales u otras, que intentan tapar desde hace 5 siglos un racismo profundo y tenaz, generador de un resentimiento popular que probablemente en ciertos países o regiones solo espera una chispa para explotar.[9] 
El relato de la  Conquista entre historia y antropología
Por otra parte la principal dificultad y ambigüedad de un  proyecto de repensar  hoy  la conquista de y desde México, podría provenir de que en este país no hubo, sino hasta fechas muy recientes, intentos de construir un pensar historiográfico radical y menos aún sobre ese periodo fundamental de la conquista.[10]  La adopción de la identidad mestiza como fundamento nacional, es el espejismo que permitió probablemente durante un siglo (1860-1960) “olvidarse” de pensar las antiguas culturas americanas en sus densidades historiográficas propias. Estas sólo fueron tratadas en la dimensión estructurante e uniformizante de la antropología, lo que permitía evacuar en cierto sentido lo que había sido para ellos el evento Conquista. Desde el intento abortado de Carlos María de Bustamante en las primeras décadas del siglo XIX, jamás se volverá a intentar  pensar realmente “una historia de los indios”, o pensar el periodo precolombino como auténtico prolegómeno a la historia nacional, porque el indio vuelto “Problema Nacional”, debía a toda costa ser redimido y solo podía tener un devenir “histórico” en su asunción o su desaparición en la fusión mestiza nacional, o más tarde, en el proletariado agrícola anónimo de un anhelado México socialista.
 La solución al “problema indígena” o “indio”, como restos fósiles de situaciones históricas anacrónicas, plantas parásitas y venenosas de la “evolución natural del pueblo mexicano”, se volvió así un mero problema técnico-administrativo que los especialistas de la  antropología mexicana, nacionales o extranjeros  se encargarían  de resolver.
Esa división del saber propuesto por la élite cultural mexicana en la segunda mitad del siglo XIX, sigue aún vigente en la historiografía nacional, a saber, que todo lo que toca al indio es tratado desde la antropología y todo lo que toca de la sociedad mestiza al México moderno, es generalmente analizado según criterios historiográficos. Estos criterios pueden ser múltiples, pero es suficiente hacer el recuento de las escasas páginas en las cuales aparece la figura del indio en los relatos de historia contenidos en la actualidad en los libros de primaria, para darse cuenta que sólo es realmente objeto de historia un sector social que fue durante siglos muy minoritario. Y sólo las ambiguas prácticas nacidas de la seducción antropológica impiden a los historiadores ver a los monstruosos productos de esas relaciones perversas. El indio sigue en México estando preso de la Antropología y eso no molesta aparentemente a nadie. Que esta confusión de registros analíticos se haya generalizado en Europa desde hace unos 20 años, es una cosa, pero en esos países esa confusión no lleva a muchas consecuencias sociales dramáticas, en la medida en que se aplica a objetos y sujetos de un pasado en general remoto, a la época medieval o a creencias populares generalmente campesinas de siglos anteriores a la modernidad, y los campesinos europeos sobrevivientes manifiestan más hoy por el deterioro de su nivel de vida y su desaparición programada,  que por la imagen pésima que se sigue dando  aún de ellos en los libros de historia. Pero en México la antropologización del indio ha tenido un efecto profundamente negativo, no sólo sobre la historiografía nacional, sino sobre la suerte misma de los sujetos antropologizados. Esa antropologización tuvo como consecuencia la transformación de unos indios físicos en indios folclorizados, despojados de sus auténticos signos de identidad colectiva, que son la marca de una posible historicidad propia. Y hemos llegado así a esa total confusión y manipulación oportunista de estos miles de indios de papel, que vuelve gigantesca e improbable la tarea de una arqueología discursiva, único medio capaz de preparar el terreno para construir una historia indígena.  

El saber compartido sobre la conquista.
Por otra parte, si queremos  pensar de nuevo la conquista, ese intento  nos obliga a  esbozar ahora, mínimamente, la Vulgata nacional o el saber compartido construido sobre ese momento fundador. 
En México, el control  político ejercido por un mismo partido en el poder durante más de 70 años, su liturgia nacionalista, su control casi absoluto sobre los sindicatos de maestros encargados de la enseñanza primaria y secundaria, así como la existencia de libros gratuitos para esa enseñanza, ha logrado moldear un conjunto historiográfico relativamente homogéneo. En esa Vulgata estrictamente vigilada,  los relatos de los “grandes episodios de la vida nacional”, infinitamente repetidos, han logrado moldear un imaginario nacional compartido por la mayoría de los ciudadanos, lo que no impide que puedan existir ligeras variantes en ese relato.
 Pero en cuanto a la Conquista, vista desde la academia, el mundo profesional de los historiadores, podemos considerar que coexisten dos grandes conjuntos discursivos que estructuraron, aunque sea de manera a veces contradictoria,  el saber compartido actual en México sobre la conquista. Los dos se elaboraron entre los años 1960 y 1980: uno fue producido por la escuela de historia de El Colegio de México, y el otro en la UNAM, en el grupo estructurado alrededor de M. León-Portilla, “heredero” de los trabajos de Mons. Ángel María Garibay,  y si creemos a Guillermo Zermeño, también por muchos aspectos de Manuel Gamio, aunque se puede considerar que el sobrino, MLP, logra voltear y vaciar  gran parte del contenido de lo que había adelantado el tío.[11] Como lo veremos, lo interesante es que en ningún momento esas dos “escuelas” intentaron  llevar a cabo un científico enfrentamiento historiográfico, sino al contrario, se asistió, como vamos a verlo, al reconocimiento tácito de un pacto de no agresión y a una respetuosa repartición del pastel historiográfico y de sus prebendas. Y es evidente que la figura identitaria de la mexicanidad construida después de la Revolución por los aparatos culturales estatales, con la figura única del mestizo, permitió ese pacto de no agresión y así no prosperaron las protestas de O’Gorman ni las polémicas abiertas en los años 50 entre “indigenistas e hispanistas.”[12] 

 La doxa vista desde el Colmex
La aparición de una Historia de México en 4 volúmenes, elaborada y publicada bajo los auspicios de El Colegio de México, en 1976, se situaba en la perspectiva de constituir una nueva Vulgata historiográfica como lo había sido en su tiempo México a Través de los Siglos, o México y su Evolución Social, y desde ese punto de vista, fue un auténtico éxito.  Ese éxito y ese dominio fueron tales, que explica probablemente que no se hayan desarrollado estudios analíticos que posteriormente nos explicarían la génesis, las dificultades de la empresa, las esperanzas de sus autores, así como las del arquitecto del proyecto, don Daniel Cosío Villegas.
 Es probable también que desde esa fecha el triunfo de esa Historia General fuera facilitado por las dificultades en las cuales se encontraba enfrascada una buena parte de la inteligentzia mexicana fascinada por el materialismo histórico e incapaz de encontrar derroteros “comprometidos” para pensar alguna renovación historiográfica. El éxito fue tal que con el tiempo ese relato se volvió  el discurso de referencia de la historia nacional, tanto al interior como al exterior del país.

El disfraz antropológico
Pero al mismo tiempo, en la Universidad Nacional Autónoma, el gran cantante de un ambiguo indigenismo mexicano,  M. León-Portilla, calzando las botas de su maestro A.M. Garibay, seguía su irresistible ascensión hacia el pináculo nacional e internacional, su  “Visión de los Vencidos” entraba en su séptima edición y ya se habían multiplicado las traducciones a las principales lenguas “cultas” del planeta.  Paralelamente a su recepción editorial en las principales universidades europeas y norteamericanas, se fueron creando tempranamente grupos de aficionados que generaron auténticas metástasis que servirían a su vez de apoyo y legitimación “científica” a ese discurso seudo histórico que a todas luces carecía totalmente de él, por lo menos según los cánones que la producción historiográfica consideraba como “científicos” en esa época. En cierta medida, se podría formular la hipótesis, que se necesitaría examinar con sumo cuidado, de que fue en parte la muy buena recepción extranjera de ese conjunto seudo histórico, lo que le dio la fuerza que adquiriría en México. Tal vez no sería la primera vez que un texto mediocre pero fundamentalmente ventrílocuo producido en un país periférico, después de haber sido recibido y publicitado por los países del centro, fuese impuesto por el simple peso de la dominación cultural del  imperio.
Es evidente que un estudio exhaustivo de las otras obras y de la carrera de MLP, su infinidad de premios y decoraciones, sus funciones políticas nacionales y de representación internacional, mezclado con la multiplicación de sus ediciones, etc., reservaría probablemente muchas sorpresas, y pensado en estos términos, ayudaría a complementar el estudio del éxito intelectual de sus propuestas más estrictamente “historiográficas” de la conquista[13].
Pero si regresamos al nivel estrictamente historiográfico, que es el que nos interesa aquí: ¿qué hay en común entre esa ausencia total de reflexión historiográfica sobre las condiciones intelectuales de “producción”[14] de los textos de esa Visión de los Vencidos, con los trabajos contemporáneos de los Annales o los trabajos de las escuelas historiográficas alemanas, italianas, sin olvidar los trabajos muy conocidos en México de un E. P. Thomson o de los historiadores marxistas ingleses que dominaban el escenario historiográfico en Europa antes de llegar  a México?
Saber porqué ese discurso fue adoptado sin casi ninguna crítica, y después se difundió por el mundo entero  y/o por qué y cómo las voces disidentes fueron calladas o minimizadas, sería de por sí el tema de una interesantísima y apasionante investigación de historia  cultural mexicana y a lo mejor algunos de ustedes podrían encontrar aquí una rica veta para sus tesis universitarias. No crean que cuando digo que hubo presiones institucionales y de todo tipo, estoy exagerando, las luchas de papeles, en tanto que representan intereses de grupos intelectuales, con causas o sin ellas, o sean sólo movidos por el interés propio inmediato o gremial, esconden una violencia de tipo policíaca bastante fuerte. Evidentemente en México en un mundo intelectual dominado por lo políticamente correcto, pero bajo la omnipresencia vigilante de los caciques culturales, estas luchas tras los escritorios supuestamente no existen,  y por lo tanto, no pueden ser estudiadas y menos ser objeto de tesis.
El hecho es que  la Visión de los Vencidos se volvió el texto dominante y fundador de una larga tradición “cultural” nacional e internacional y que los historiadores “científicos” de la época no quisieron rebatirlo, o no  supieron rebatirlo los que lo intentaron, porque también intentaron dar la batalla en forma dispersa. Pero lo más probable también es que ese texto cumplía un papel tan fundamental, tapaba un hoyo tan grande para la identidad nacional, que poco importaba la completa ausencia  de fundamentos “científicos” o historiográficos. Tampoco los investigadores marxistas de entonces, tan dados a denunciar todo lo que les parecía oler a “ideología burguesa”, encontraron nada que decir a esa “Visión de los Vencidos”, que no era otra cosa que una grosera manipulación y falsificación historiográfica.  
Así el relato de la historia nacional y particularmente el relato de  la conquista de México, se instituyó y se desarrolló desde esa época entre esos dos grandes modelos de prácticas discursivas, entre una historia nacionalista con tendencia liberal y ligeramente, o de superficie  marxizante, tal como la estableció El Colegio, y una supuesta antropo-historia sentimental e impresionista, psicologizante, desarrollada por la escuela Leonportillista, que jamás negó realmente su doble origen clerical y nacionalista.
Hay que subrayar que estas dos corrientes intelectuales o estas dos maneras de “hacer historia” de México cohabitan desde hace décadas, y si esta cohabitación fue relativamente “pacífica”, es porque el Leonportillismo no se desbordó de la apropiación-reinvención del mundo indígena desde donde emergió, espacio con el cual los  historiadores  que se decían “comprometidos”  y los otros, se sentían poco en sintonía entre  1960 y 1990.[15] 
Lo interesante y ambiguo de esa ausencia de enfrentamiento, a excepción de algunas intervenciones del maestro O’Gorman (y alguno que otro investigador), es que el Leonportillismo encontró siempre una manera hábil de evitar un enfrentamiento con la historiografía científica.
M.L.P. siempre consideró que su trabajo y el de su escuela, tal como lo había en su tiempo ya pretendido su tío, Manuel Gamio, se situaba en la línea directa que, según él, habían abierto los evangelizadores “humanistas”, defensores del Indio (sic), y particularmente se cobijaba bajo el hábito de fray Bernardino de Sahagún, al cual construyó la estatua de bronce, periódicamente repintada con grandes gastos y esfuerzos, de “primer antropólogo.”[16] Colocarse en la antropología y disfrazarse de humanista era un buen método para escapar a los apretados criterios de historicidad que empezaban a imponerse en el gremio historicus  para  definir a la práctica historiana en esos años. Pero regresemos  al intento de escritura de la conquista en la tradición historiográfica de El Colegio de México.

La conquista  en la  Historia general de México, de  El Colegio de México.
 Si el relato general elaborado en la década de los 70 por los investigadores de El Colegio se constituyó en la referencia de base, la Vulgata nacional,  sobre los 5 siglos de historia nacional, en lo que respecta al momento de la conquista de la capital azteca, se ve muy bien como Alejandra Moreno Toscano, una excelente historiadora, y una de las mejores de su generación, en su ensayo “El siglo de la conquista”, se rehúsa  a esbozar un mínimo relato de ese encuentro. Sólo en un estilo telegráfico, retoma los puntos más clásicos de la epopeya Cortesiana. En un poco más de una página, enumera desde la partida de la expedición, hasta el encuentro con Moctezuma. Así desfilan a toda velocidad el rescate de Aguilar y el encuentro con La Malinche, con el cual “Cortés se ha hecho de sus mejores armas” y  permite que Cortés se inicie en el conocimiento de la tierra”. Se trata la  fundación de la Villa Rica de la Veracruz como una simple decisión de “establecer una base”. Cortés recibe los regalos de Moctezuma y la solicitud de que no se adentren más en sus tierras.
Pero de repente el relato deja la enumeración de hechos “verídicos” en términos bernaldianos, y muy racionales, con los cuales siempre se describe a la acción de los españoles. Cortés, pretendiendo impresionar a los indios mensajeros, despliega su caballería y hace tronar  cañones, y éstos de regreso con Moctezuma “le dicen que los recién llegados montan enormes venados que les obedecen como si fueran un solo jinete y montura, pero, sobre todo le dicen que los nuevos llegados tienen el dominio del fuego”.
 No solamente Cortés no se detiene sino que percibiendo las rivalidades entre los pueblos indígenas aprende como aprovecharlas. Llegando sobre el territorio de Tlaxcala “derrota a Xicotencatl” y establece alianza con éste, y por miedo a una posible emboscada en Cholula, “se adelanta para dar a los indígenas  un castigo ejemplar” (?).
El movimiento del relato se acelera como en las viejas películas del cine mudo:
“Cortés continúa su camino rumbo a México. Es recibido por Moctezuma a las puertas de la ciudad. Moctezuma le entrega  simbólicamente la ciudad  y lo aloja  con toda su gente en sus palacios. Los colma de regalos. Hace que le muestren los libros de tributos  y los mapas de la tierra.”  ¡Tan tan!
Pero nada puede ser tan  sencillo.
Cortés es informado de que viene Pánfilo de Narváez para apresarlo. Este apresa a Moctezuma, dejando a Alvarado al cuidado de la ciudad y se coloca frente a Narváez. Cortés lo derrota y el ejercito de Narváez  “pasa a engrosar las filas de las tropas de Cortés”. Éste, informado del “levantamiento de los mexicanos”, regresa sin tardar a la capital. 
Está claro que Alejandra Moreno, al escoger producir un relato tan escueto, rompe con una larga tradición historiográfica que produjo, y sigue produciendo, innumerables relatos sobre esa larga marcha española y las reacciones indígenas a esa invasión. Pero romper con ese tipo de relato no parece deberse a un interés historiográfico nuevo sobre ese encuentro, sino a la presencia masiva en el saber histórico compartido de la cultura nacional de esa época, de ese otro relato del cual hemos hablado, que se estaba constituyendo en  la interpretación dominante y que paralizó por años cualquier intento de concebir otra interpretación de esos primeros momentos del “encuentro”. El efecto de esa masiva omnipresencia hace que esa autora ni siquiera intentara esbozar una mínima polémica historiográfica con la otra corriente en competencia, aunque hubiera sido desde el estricto punto de vista de la elaboración y los criterios clásicos definidos por la ciencia histórica de esa época, que ella domina y utiliza  en su ensayo, pero sólo en el relato que produce,  apenas “superada”  la toma y destrucción de Tenochtitlan, la capital Mexica.
Por eso el relato del encuentro Motecuzoma-Cortés, más bien fundamental en la versión Leonportillista, en el de ella, tiene que ser  ejecutado en  escasas líneas.
Lo primero que se nota en ese escueto relato de la conquista, es la decisión  historiográfica de centrarlo sobre la figura de Cortés, quien ya desde su desembarco domina con su estatura los espacios americanos, y la voluntad correspondiente de hacer desaparecer a Motecuhzoma, el cual solo se mencionará después del encuentro dando regalos o cuando Cortés intenta apaciguar el levantamiento de los Mexicas utilizando a Motecuhzoma. Pero desde ese momento el deus ex machina es Cortés, y Motecuhzoma a lo sumo, una victima inocente, para no decir un pelele.
 Cortés es considerado en ese relato como el conquistador perfecto, el que hace un recorrido casi sin faltas desde su desembarco, y la antigua América es la tierra virgen y casi pasiva sobre la cual se escribe a punta de espada un nuevo destino colectivo para españoles e indígenas.
Por suerte, los “mexicanos” se levantan y la batalla por México que ella considerará como “la Conquista”, nos permite ver como va a utilizar las fuentes documentales disponibles, y aquí se puede apreciar como todo relato de la conquista en ese entonces ya no podía escribirse sin tomar en cuenta ciertos aspectos de la visión Leonportillista, aunque intenta cuidadosamente evitar todos los elementos lingüísticos que recordaran la “Visión de los vencidos”. Para ella aparentemente no hay ni vencedores  ni vencidos, solo testigos. 
“Limitados por el lenguaje, no podemos recuperar el episodio de la conquista.  Dejaremos la palabra a quienes lo vieron: La voz de los españoles la llevará Cortés (Cartas de Relación), la voz de los defensores de México se recoge entre los informantes de Sahagún y los redactores  de los Anales de Tlatelolco.” 
Así “las fuentes” o por lo menos las que ella considera como las más autorizadas sobre ese momento, le permiten componer una especie de epopeya guerrera con refranes  alternados, en los cuales intervienen cada una a su turno  “las voces” españolas e indias. Aquí se muestran claramente los límites del concepto de objetividad en historia  que se forjaba en esa época, meter en paralelo discursos “indígenas” y discursos españoles parecía, y sigue pareciendo a muchos, una garantía de objetividad.
La larga lamentación sobre el asedio español a la ciudad propuesta por Alejandra Moreno, es dotada de innegables cualidades literarias, y si bien produce un verdadero efecto dramático, a su vez  introduce muchas dudas historiográficas sobre la utilización de fuentes provenientes de diferentes horizontes, utilizadas en un mismo nivel de relato. Esa recreación más literaria que histórica en una quincena  de páginas relata la conquista de México-Tenochtitlan hasta que se acaba la resistencia de los mexicas con la destrucción de su ciudad.
 La autora entra después en una discusión mínima sobre lo que ocurrió, pero otra vez sin considerar en ningún momento una reflexión sobre la naturaleza de sus/las “fuentes indígenas”. Algunos de los juicios críticos emitidos provienen casi sólo del sentido común, así considera que las vacilaciones de Motecuhzoma en cuanto a lo que había que hacer con los españoles provienen, no tanto de una incapacidad psicológica del Tlatoani, como lo pretende la escuela Leonportillista, sino probablemente de las divisiones existentes entre la nobleza azteca. Incluso más que de divisiones, la autora habla de “descomposición de un grupo dominante”.   A su manera, Alejandra Moreno retoma el concepto de crisis heredado del marxismo y que fue omnipresente en esos años, concepto operatorio que se introducía a como diera lugar para construir supuestas explicaciones que permitieran “entender” cualquier momento y situación histórica[17].
La utilización de esa descomposición o de esa “crisis” interna de la estructura dominante mexica le permitirá escribir que frente al fracaso de una oligarquía en la defensa de la tierra patria,- recordemos que estamos todavía en un relato nacionalista y populista -,
“al romperse la unidad de la nobleza indígena se inicia, por el proceso mismo de la guerra, una nueva dirección política entre los mexicanos... el pueblo bajo, refugiado en Tlatelolco  durante los últimos días del asedio termina por hacerse responsable de su propia defensa...”[18] 
Me parece que con esa frase Alejandra Moreno firma magníficamente el intento historiográfico crítico de su generación, frente a la crisis política patente en México, provocada por el deseo de los viejos caciques políticos de mantenerse en el poder a cualquier costo, incluso con la masacre de su juventud universitaria. Esa generación nueva de investigadores se auto-afirma como alternativa al poder y se presenta como un relevo político “popular” frente a lo que se empezaba a llamar entonces, los dinosaurios de la cultura y la política nacional.
Una reflexión historiográfica sobre las fuentes parecería poder esbozarse, cuando Alejandra Moreno constata con cierto humor que:
“En los años siguientes a la conquista, el haber auxiliado a los españoles durante el sitio de México, se convirtió en una frase retórica más o menos utilizada por los grupos indígenas que pedían algún favor al rey de España. Entre muchísimos otros, por ejemplo, en una carta fechada de 1563, los caciques de Xochimilco alegan entre sus méritos  haber  ayudado a Cortés: “le dimos dos mil canoas en la laguna, cargadas de bastimentos, con doce mil hombres de guerra...como los Tlaxcaltecas estaban ya cansados...el verdadero favor, después de Dios, lo dio Xochimilco” . [19]
Pero esta constatación y su conocimiento de las fuentes coloniales no desembocarán sobre una reflexión historiográfica general sobre la naturaleza de los testimonios recogidos en los documentos y otras “fuentes indígenas” del siglo XVI, ni sobre sus condiciones de elaboración y la construcción de sus criterios de  verdad.
 Al contrario, parece admitir como histórico el episodio, muy dudoso, del príncipe  Ixtlilxóchitl de Tezcoco, quien descontento por su exclusión del poder en ese reino,  habría propuesto a Cortés una alianza privilegiada contra Tenochtitlan y en un mismo movimiento iluminado por la predicación de Cortés, habría pedido ardientemente ser bautizado. Imponiendo también el bautizo a su pequeña corte, e incluso a su madre santa que, renuente al principio a esa repentina conversión, debe al fin obedecer al deseo de su hijo que la amenaza, bajo el influjo de su ardiente fe de neófito, nada más con quemarla en su propio palacio[20]
Lo que resalta a primera vista en este relato de la Conquista de México, ejecutado en apenas 25 páginas incluyendo el largo recitativo poético-literario sobre la destrucción de la capital mexica, es que la autora no se atrevió a tratar el evento Conquista de México  sobre el mismo modo historiográfico que la parte siguiente de su ensayo sobre historia colonial. Es probable que la versión de la Conquista propuesta por la escuela Leonportillista, fuera ya demasiado triunfante tanto en México como en otros países. Le quedaba sólo hacerlo desaparecer, y por eso pudo proponer solamente el  producto de una práctica historiográfica ambigua, que corresponde mal a los criterios historiográficos del relato inaugurado al terminar esos acontecimientos iniciales  sobre la construcción de la nueva colonia española. Por otra parte parece  evidente que tanto la autora como la mayoría de los de su generación, no se sienten muy a sus anchas en esos prolegómenos “indígenas” al nacimiento de la Nueva España. Si bien construir historiográficamente un relato de la conquista hubiera llevado a un enfrentamiento radical automático con la construcción seudo histórica Leonportillista,  tampoco hay que olvidar que la visión nacionalista oficial dominante desde hacía casi un siglo sólo exaltaba la figura del mestizo. La figura del indio estaba aún cargada de tantos rasgos negativos, que su manejo historiográfico, en esa época, era muy ambiguo, y para colmo, las interpretaciones marxistas que sostenían muchas de las esperanzas de renovación del país, imaginaban sólo para las comunidades indígenas del país, como máximo, el futuro radiante de las granjas colectivas del socialismo autoritario, despojadas de los últimos rasgos que marcaran alguna identidad indígena.
Pero también nos parece evidente que una historiadora inteligente, bien informada y “progresista” como Alejandra Moreno no podía ignorar todas esas presiones sobre la redacción de su relato; podemos pensar que estaba consciente, hasta cierto punto, de que  esa mitohistoria Leonportillista sólo sacaba su único criterio de verdad de la afirmación mil veces repetida y jamás demostrada de que se trataba de “La visión de los vencidos”, y por ello tuvo que procurar evitar entrar en conflicto con ella, pero no podía tampoco hacer como si no existiera; de ahí la ambigüedad que nace de su relato al rozarla sin comprometerse con ella.
Pero la ambigüedad fundamental presentada por el relato de Miguel León-Portilla –La visión de los vencidos- no podía ser evacuada del todo, porque ¿quién podría negarse en esos años a, por fin, escuchar  la  palabra de los vencidos? y ¿cuál corazón, liberal o progresista, podría rechazar ese testimonio y no ser conmovido, si en  esos años se repetía  a saciedad el refrán simplista de que  “la historia la escriben los vencedores”?
Alejandra Moreno intenta salvarse de esa trampa  utilizando algunos de esos “testimonios indígenas”, pero poniéndolos en paralelo con Las Cartas de Relaciones en un recitativo poético que se asimila más a un relato mítico de fundación,  a una “protohistoria”,  que a un verdadero relato de historia de la Conquista de México.
Es por eso que su ensayo sobre el relato de la Conquista es en cierta medida puesto entre paréntesis, y la historia empieza realmente sólo con la organización de la nueva colonia. Esta propuesta de tratar así el encuentro americano iba a tener a la larga funestas consecuencias historiográficas sobre el estudio de ese periodo, porque dejaba el campo totalmente abierto a la mitohistoria Leonportillista, y en cierta medida ese compromiso reforzaba la doxa contraria, por lo que se perdió una vez más la ocasión de rescatar a “los indios” de su limbo antropológico, y tampoco se pudo inaugurar a partir de esa Historia General del Colegio de México, una reflexión historiográfica que hubiera abierto una pequeña puerta a una “Historia de los pueblos indígenas de México”.  

La Conquista en la nueva edición de la Historia General de México (Versión 2000)
En la nueva edición de esa Vulgata que ofrece  para el nuevo milenio  el COLMEX a la nación, con su  “Historia General de México, versión 2000”[21], constatamos que el episodio fundador de la Conquista ha desaparecido aún más, y está prácticamente silenciado. El capítulo de Alejandra Moreno Toscano, intitulado, recordémoslo, “El siglo de la Conquista” y que empezaba con el subtítulo “La Conquista de México-Tenochtitlan”, ha sido suprimido, suponemos que con el acuerdo de su autora, y si tal es el caso, creemos que hay que felicitarla de esa valiente decisión. Son escasos los autores capaces de tal aggiornamento, la mayoría prefieren ver reimpresas sus obras aún cuando estén conscientes  de que muchas partes de ellas se han vuelto obsoletas e incluso dañinas para el desarrollo historiográfico.[22]  Si bien creemos que esa decisión fue muy sabia, no es porque ese artículo fuese particularmente malo, al contrario, fue en su tiempo, como lo dijimos, un intento valiente de dar cuenta de ese momento fundador, pero esa ausencia del hecho “Conquista de México”, en la nueva versión 2000, reaparece como lo que ha sido siempre dicho evento, un hoyo negro que aspira toda la energía y la imaginación historiográfica nacionales.
 Es Bernardo García Martínez quien después de haber inaugurado el volumen con su capítulo sobre “Regiones y paisajes de la geografía mexicana”[23]  se da a la tarea de explicitar para nosotros “La Creación de la Nueva España” en donde encontraremos  tratado escuetamente el momento Conquista. Pero es interesante anotar de entrada que la palabra conquista prácticamente desapareció. Así el lector ingenuo, a quién está dedicada en principio esta obra general,  buscaría inútilmente en la tabla de materias de esa Historia General una referencia a la “Conquista de México” o de Tenochtitlán a la altura de su importancia en la conciencia histórica nacional e internacional. Encontrará solo un sub-capítulo intitulado “La irrupción de los conquistadores”, dividido  en dos partes intituladas “Alianzas y guerras” y  “La gran conquista”. Esa última contiene, en un poco más de una página, una reflexión sobre la empresa cortesiana, y de como éste, desde Zempoala, se fija como meta  la llegada a la capital azteca. La forma misma adoptada para ese relato mínimo del evento Conquista nos interpela porque podemos preguntarnos por qué en ese tipo de obra un autor finalmente propone sólo un resumen escueto de ese momento clave de la historia nacional. Podríamos hacer la hipótesis que se trata para él de ahorrar papel y la voluntad de no añadir más paginas  a un libro ya en sí mismo voluminoso o que lo guía el cuidado del lector no queriendo aburrirlo ni imponerle esfuerzos inútiles, porque supone en los dos casos de figura o retóricamente hace como si pensara, que este acontecer por su trascendencia tanto nacional como mundial, es bien conocido por todos.
Pero no creemos que sea esa la razón principal, creemos que es probable que hoy el episodio de la conquista de México se haya vuelto indecible. Como especialista de geografía histórica, el autor sólo construye el movimiento de la Conquista como momento previo a la construcción de un espacio colonial, y por eso no necesita repetir ni construir una nueva interpretación. Así sus reflexiones mínimas sobre ese evento de “la gran conquista”  incluyen en esta la conquista de Michoacán, (porque probablemente este autor se encuentra ligado sentimentalmente a esa región), como parte del mismo movimiento que se inaugura con la llegada de los españoles a las costas del Golfo de México, se afianza con las alianzas indígenas y se afirma con la conquista de la capital mexica.
  Antes de ir más adelante debo reconocer que no puedo presentarme, sin autoengañarme  profundamente e intentar engañarlos a ustedes, como la figura anónima de ese lector más o menos ingenuo, es decir, un lector que busca saber lo que realmente ocurrió en la Conquista en un libro autorizado. El éxito masivo de esa obra, su presentación en un solo volumen, la asemeja a una Biblia, a esa Vulgata de la cual ya he hablado y en la cual el público culto en general, los estudiantes, los curiosos de la historia, buscan entender el pasado nacional. Nosotros debemos y podemos preguntarnos por las causas historiográficas de esa desaparición. Es evidente y en una primera aproximación, que no se trata de un olvido, una amnesia momentánea y pertinaz como la que durante años afectó a los historiadores mexicanos  cuando “olvidaron” escribir por ejemplo “una historia de las comunidades indígenas.”[24]
 Aquí no puede tratarse de  un “olvido” del tipo: “chin, se nos olvidó la Conquista” porque en la versión anterior sí existía un capítulo intitulado, “El siglo de la Conquista” y su “reemplazo” por uno llamado “La creación de la Nueva España”, marca la voluntad de los editores de esa obra, una voluntad  historiográfica, si no de borrar el evento Conquista, por lo menos de diluirlo ocultando gran parte del contenido simbólico atado a ese momento considerado, a pesar de todo, como uno de los grandes momentos de una  épica universal.
Ahora  intentaremos ver rápidamente como se construye esa ocultación.
Como ya lo dijimos, la desaparición del ensayo de Alejandra, representa el fin de esa especie de compromiso ambiguo no confesado, con la discursiva generada por la escuela Leonportillista y su antropologismo metafísico. En ese sentido, nos parece que representa un inmenso progreso, que en una historia que se quiere “científica” (con toda la ambigüedad de ese término) y publicada en uno de los centros universitarios más prestigiosos del país, hayan desaparecido casi todas -digo casi porque puede habérseme escapado alguna- las referencias a presagios y profecías, base de ese discurso histórico psicológico y perfectamente anacrónico desde el punto de vista del desarrollo de la historiografía actual.
Anacrónico en el sentido historiográfico,  es decir, que su sistema de argumentación, o si se quiere, su nivel de historicidad,  ya no tiene nada que ver con las exigencias de la practica historiana actual. Dejando claro que por desgracia, y aunque sea total y desesperadamente anacrónico, ese discurso, a pesar de todo, sigue siendo fundamental para el saber mundial y regresa periódicamente, aunque disfrazado con el oropel de la última moda intelectual  producida por sus metástasis norteamericanas o europeas, incluyendo en el futuro probables versiones asiáticas. Por otra parte, considero que la revisión historiográfica de la Conquista  se ha vuelto urgente porque ya se están produciendo nuevas generaciones de trabajos que aspiran a disfrazar los aspectos más evidentes de las inconsistencias historiográficas de esa escuela, pero también, y probablemente, antes que todo, porque en el saber impartido nacional mexicano  la Vulgata Leonportillista sigue organizando las representaciones del pasado lejano de ese país, así como las construidas sobre la indigenidad mexicana actual.   
Pero olvidémonos un instante de lo que algunos de ustedes saben que son mis obsesiones historiográficas, y regresamos al ensayo de Bernardo García Martínez.
 Es evidente que dar cuenta de la empresa cortesiana, explicar el funcionamiento de las huestes españolas de la época, su sistema de auto legitimación, así como explicar el mundo indígena donde se ejercerá dicha acción, en menos de 3 páginas, obliga a peligrosísimos ejercicios de síntesis. ¿Cómo sintetizar sin caricaturizar, cómo resumir sin falsear la complejidad de las condiciones históricas en las cuales se desarrolló esa empresa invasora?
Así que no podemos reprochar a esas páginas algo que desde nuestro punto de vista sería lo que se olvidó, lo que nos hubiera gustado leer allí a través de la muy especial visión de nuestro ojo crítico. Uno de los problemas estilísticos importantes de la comunicación, cuando se intenta sintetizar, es que la legibilidad del texto producido tiene que ser máxima, y aquí se debe reconocer que el estilo del autor no es nada fluido, sino más bien fracturado como si entre cada frase se hubieran borrado, para resumir aún más, otras frases o segmentos de frases que complementaban lo dicho anteriormente. Así, esas escuetas  páginas se presentan más bien como una serie de enunciaciones que llaman a conocimientos previos del lector, y reenvían explícitamente a otras partes del mismo capítulo. Pero esta impresión de un relato caótico finalmente nos parece menos el producto de la complejidad de dar cuenta de lo ocurrido, que de esa imposibilidad contemporánea de decir lo que  ocurrió. De cierta manera podríamos decir que el hecho Conquista ha perdido hoy toda esa transparencia que tenía en historiografías anteriores, o si se quiere, la Conquista se ha vuelto estrictamente inenarrable, si no queremos recaer en las rancias explicaciones decimonónicas o las ilusiones Leonportillistas.  
El escaso número de investigadores que en la actualidad estudian ese periodo es otro  síntoma de esa indecibilidad. Y sigue siendo cierto, como lo afirma Federico Navarrete Linares al inicio de su libro “la Conquista de México”, editado por el Conaculta:
“Todos los mexicanos sabemos que nuestro país fue conquistado. La conquista española iniciada en 1519  marcó un cambio tan radical en nuestra historia, que la dividimos en dos grandes periodos  alrededor de ese acontecimiento: el prehispánico y el colonial”.[25]
Y continúa enumerando todo lo que con ella se introdujo en el Anahuac, pero también añade:
“Sin embargo, también vemos a la Conquista  como motivo de vergüenza: la consideramos una derrota, un episodio lamentable de nuestra historia, el principio de nuestra opresión y nuestros sufrimientos. Los mexicanos modernos nos sentimos descendientes de los derrotados, los indios y no de los vencedores, los españoles. Para nosotros la Conquista  es un espejo oscuro en el que no nos gusta contemplarnos.”

Creo que Federico Navarrete tiene razón, el embrujo de ese espejo negro de la Conquista  tiene que ser roto. No queremos decir aquí que “Repensar la conquista” hará desaparecer automáticamente ese sentimiento de derrota e impotencia que se percibe a veces en muchos ámbitos de la cultura mexicana, pero si consideramos la importancia de la historia en la conformación de las identidades nacionales desde hace 2 siglos, estamos convencidos, o por lo menos lo esperamos, que algo si  tendrá como efecto.























Historia de un desencuentro: narrativa épica de la conquista*
Adriana Gómez Aíza1
Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo

Modificar el pasado no es modificar un solo hecho; es anular sus consecuencias.
Jorge Luís Borges, La otra muerte. 1949

La conquista de México es, junto con la revolución de 1910, uno de los eventos más estudiados de la historia de nuestro país. Abundan textos e interpretaciones, algunos coinciden, otros tantos divergen; muchos se ajustan y nutren las versiones oficiales de la historia, otros las cuestionan mediante una crítica mordaz. Independientemente de tratarse de investigadores mexicanos o extranjeros, contemporáneos o pretéritos, pocos superan las visiones nacionalistas que implícita o explícitamente resignifican esos eventos históricos al reconstruir los hechos del pasado. La épica narrativa que vincula el nacionalismo posrevolucionario con la conquista del país2 es, en este sentido, del todo elocuente. El proyecto social revolucionario, según se dice, tuvo la virtud de reconocer lo que desde la conquista se había negado: un origen y una especificidad india en el seno del propio ser nacional. No el indio que el conquistador redimió con la espada y la cruz para justificar la ocupación de nuevas tierras, no la pieza de museo o de catálogo que le sirvió al patriotismo criollo para encumbrarse como heredero de civilizaciones desaparecidas, sino el peón violento y mancillado derrochando resentimientos acumulados tras décadas de explotación hacendaria y abusos en las tiendas de raya que lo transformaban en algo menos que esclavo.
A partir de esa lectura, un evento ocurrido casi 400 años antes del movimiento armado de 1910 adquiere un sentido histórico específico en el discurso nacionalista: los reclamos de justicia social de los excluidos y negados, primero por peninsulares o criollos, luego por conservadores o liberales, exigen respuesta; la inclusión del indio en el proyecto nacional resulta impostergable. El mestizo, esa mítica raza cósmica vasconcelista, será la solución, primero al dar cabida al indio revolucionario, y luego al permitir la identificación de las masas informes con una figura social. La imagen mestiza pretende sintetizar en su devenir y propia metamorfosis al indio “que todos llevamos dentro”, no se anhela la pureza racial del nacionalismo europeo, sino la unidad racial-cultural nacida de la integración de “lo mejor de dos mundos”. La monoetnicidad mestiza sustituye el ideal de las razas puras: por más que el racismo evolucionista de la época se empeñara en negarlo, el creciente mestizaje biológico y cultural anunciaba el paso del otrora bastardo en el nuevo emblema de mexicanidad. el populismo indigenista, el reparto agrario, las campañas de alfabetización y de castellanización, serán herramientas clave de la nación post-revolucionaria en su pretendido afán de atender las demandas de justicia social.
El discurso nacionalista posrevolucionario propiamente se sitúa entre 1917, al formalizarse en el movimiento constitucionalista, y 1968, al exhibir su agotamiento frente a los movimientos por la reivindicación de la diferencia. Sin embargo, llama la atención que ciertos argumentos chauvinistas y prejuicios centrales de esa época –si efectivamente se circunscribe a esa época3– continúen utilizándose como parte del corpus teórico-metodológico que sustenta algunas narraciones contemporáneas de la conquista. Esto es doblemente sugestivo si consideramos que cada vez es más difícil justificar una subjetividad o asumir un pensamiento nacionalistas como propios: la presunción de un nacionalismo monolítico y homogéneo es más indefinida en la medida que aceptamos que el sentido de pertenencia no es restrictivo del oriundo, ni de los habitantes permanentes o esporádicos de una geografía determinada; la tan avalada como discutida globalización demuestra lo incongruente que sería insistir en lo contrario.4 En estas condiciones, la discusión del problema de la conquista se bifurca en dos vertientes temáticas. Por un lado, el carácter inherentemente político de toda interpretación de la historia nacional facilita la identificación de posturas extremas, la oscilación entre una apología hispanista (civilización del indio salvaje) y la invectiva mexicanista (civilización indígena destruida que resistió heroicamente). Por el otro lado, el sometimiento de diversos pueblos al vasallaje colonial –forzados a instruirse en la lengua, la religión y las costumbres de sus conquistadores– explica gran parte de la aparente supremacía cognitiva greco-latina y anglo-sajona imperante en la perspectiva teórica de los historiadores contemporáneos aún más incisivos, y que ha moldeado el eurocentrismo –o logocentrismo, tal como lo entiende Derrida.
No se discutirá aquí la contienda entre las posturas interpretativas extremas de la conquista, ni la gama de ajustes y pactos que se establece entre ambas. Se cuestiona en cambio un elemento narrativo que suele estar presente, intencional o subrepticiamente, en la mayoría de las explicaciones, y hace patente la significación eurocéntrica que se adjudica a la conquista independientemente del perfil hispanista o mexicanista que adquiera dicha significación. A saber, la tendencia a traducir la ocupación militar de América en general, y de México en particular, como resultado de cierta superioridad cultural del conquistador, haciendo de los nativos un pueblo ‘destinado a ser conquistado’. El inherente menosprecio por los rasgos culturales de los conquistados que conlleva esta lectura, se acompaña además de la imagen de un ser homogéneo, el indio, cuya diversidad quedó reducida a su contraposición con el conquistador. Al utilizar tal recurso, la configuración simbólica de la conquista abre dos posibilidades semiológicas: la trágica derrota de los aztecas –y en general del mundo indígena– y la triunfante fusión de dos concepciones del mundo. En otras palabras, la ocupación española aparece como el umbral que ‘separa’ –cual si tal separación fuese posible– el pasado mesoamericano y el presente de un México mestizo y reconstituido. En dicho proceso, una historia, la de Mesoamérica, pareciera correr paralela, y estar por momentos implicada en la historia de México; pero no se fusiona como una única y misma historia. El dilema no es meramente retórico, sino metodológico. El límite entre la historia y la etnohistoria está en juego aquí.
En la historia oficial, el pasado indígena es un horizonte simbólico que explica el devenir de la conquista, en la etnohistoria es el anclaje temporal de la historicidad mexicana. La primera concepción ofrece una representación épica de la destrucción del mundo indígena que permite el surgimiento de un México moderno. La segunda visión postula la historia indígena como eje de una 'realidad mexicana' constituida como plataforma de una nación mestiza. Son dos lecturas complementarias que operan de forma análoga al dar cuenta de la especificidad híbrida del México actual. La historia de Mesoamérica no corresponde a la presunta realidad que en la historia oficial denotan términos de fractura temporal como pre-colombino, pre-cortesiano o pre-hispánico. Al contrario, la etnohistoria resuelve el problema de discontinuidad temporal al mantener una interconexión de la historia mestiza con el pasado indígena que precede la conquista. No obstante, recurre a una historicidad dual en el cual la historia de Mesoamérica es el engrane entre dos esferas de la historia mexicana. Por un lado, la historia de las poblaciones indígenas (no todas mesoamericanas) que no se mezclaron con los colonos: una interpretación no-indígena de la historia indígena en la cual se representan los valores occidentales como una intrusión. Por el otro, la historia hecha por los colonos y su progenie, en la que se integran elementos indígenas conforme se mezclan naturales con inmigrantes españoles: una lectura no-indígena de la historia mexicana donde la etnicidad de quienes no se integraron a la nación mestiza se considera como trasgresión.
La división de una historia de México y otra de Mesoamérica es muestra del reduccionismo al que se ha sometido la diversidad étnica del país en función de referentes culturales específicos, y de la inevitable injusticia que trae aparejada una interpretación no-indígena de la historia indígena (la historia de Mesoamérica como epopeya de la derrota azteca), y la exégesis de una historia mixta (el México mestizo como resultado de la interacción triunfante entre dos culturas). Más allá de cuestionar la (in)validez de tales formulaciones como argumento analítico, debe revisarse su significación política: un olvido etnocentrista a partir del cual dos sistemas simbólicos pueden ser articulados en el horizonte épico de la subjetividad mexicana.
Estrategias narrativas
Las interpretaciones de la conquista de México aluden a dos fechas emblemáticas: la llegada de la flota española a las costas del Golfo hacia 1519, y la derrota militar de Tenochtitlán hacia 1521; la primera representa el primer contacto de Hernán Cortés con los deferentes emisarios de Moctezuma y la segunda el inicio del sometimiento de los indios al sistema colonial, entre ambas existe el desarrollo de la cruenta guerra entre dos ejércitos defendiendo cada cual su causa con heroísmo y convicción, y las artimañas de las cuales pudieron echar mano. En general, la imagen de la conquista suele ofrecer el siguiente perfil interpretativo: las exiguas tropas españolas ganaron aliados en el asedio que sufrió la capital azteca, permitiendo la derrota del poderoso ejército mexica y la conquista del resto del país. Implícita en esta interpretación está la idea de que la conquista fue realizada por los naturales. Una imagen exagerada pero no inexacta. El defensor de derechos indígenas y el del colonialismo civilizador confirman sin dudar la participación de los indígenas en la empresa de la conquista, pero es la interpretación de tal participación lo que resulta problemático.
Rara vez se reconoce una participación indígena responsable –en un sentido profundo– en la conquista. Regularmente se plantea una actitud inconsciente o una condición debilitada: sea en la forma de entender la relación del hombre y su entorno (i.e. mitología fatalista fundada en presagios, religiosidad animista y supersticiosa), sea por una desventaja tecnológica (i.e. ausencia de escritura alfanumérica, de uso de metales para fabricación de armas de fuego, carencia de animales de tiro), o por pugnas internas y enemistades pretéritas (i.e. sometimiento de distintos pueblos por el dominio político mexica). Precisamente este último aspecto justifica o estigmatiza la alianza de distintos pueblos con el invasor: la venganza, una necesaria ingratitud y traición a la propia estirpe, pero nunca una decisión estratégica, nunca un abuso a la confianza depositada en el aliado. La traición como figura retórica es clave: tiende un puente y marca una escisión, como si existiese un sentimiento de pertenencia étnica único y efectivo, la nación india, cual compromiso de lealtad identitaria entendida al modo del patriotismo decimonónico, y con la exigencia profesada por los ‘cachorros’ de la Revolución, sin importar que esa identidad haya sido, y continúe siendo, una quimera del hispanismo o del mexicanismo, y en su defecto del logocentrismo.
Ciertamente es muy distinto plantear que la conquista estuvo supeditada a la decisión de ciertos grupos de unirse a los españoles para derrotar a los mexicas, a proponer que las debilidades culturales por sí mismas propiciaron que los indígenas consintieran la dominación de manera más o menos pasiva, cobarde o ingenua.5 La primera fórmula admite que las decisiones indígenas –resistencia o aceptación de valores occidentales– jugaron una parte crucial en la conquista, la segunda niega que tales decisiones fuesen posibles. Para la épica eurocéntrica, la tragedia de los naturales está marcada por la superstición y la traición: el español fue un libertador profético, mientras los indios aceptaban subordinarse a una supuesta superioridad cultural. En la apología mestizocéntrica, las decisiones indígenas preceden la heroica reconstrucción de la derrota azteca que da paso al juego equilibrado del intercambio cultural: en la medida que los aliados, con la expectativa de recuperar su autonomía, participan en el sometimiento del imperio azteca, la traición recae en el lado español al imponerse un sistema colonial que anula la soberanía indígena; lo que a su vez obliga a la población indígena a formar parte de un proyecto de nación mono-étnico. La narrativa mestizocéntrica admite una colaboración indígena en la conquista (como epopeya trágica) para facilitar una configuración nacionalista de la historia de México (como épica paradigmática de la interacción cultural).
No se cuestiona la exactitud o la verosimilitud de tales acontecimientos, ni la magnitud de la devastación que llevó aparejada la conquista, sino la connotación de la caída del imperio azteca como símbolo de la ruina y destrucción del orbe indígena como totalidad, y de las causas que permitieron tal derrota. Igualmente, se discute la supuesta fusión de dos realidades culturales aparentemente monolíticas y antitéticas, indígena versus no-indígena. La lectura se enfoca, por lo tanto, en narrativas que caracterizan la ocupación de los territorios americanos como una pérdida a partir de la cual se explica el devenir histórico de la nación mexicana como la imposición de una cultura sobre otra, o como la integración de dos culturas; una 'guerra simbólica’ que inventa, construye, expresa, eclipsa o proyecta identidades antitéticas. Estas narrativas se circunscriben a dos grandes vertientes. Por un lado, están quienes insisten en la noción de pérdida que propuso William Prescott en el siglo XIX bajo el argumento del ‘choque’ cultural, representada en el ámbito nacional por el padre Teresa de Mier; reinterpretada bajo la figura del ‘desplazamiento’ por Robert Ricard hacia 1930, siendo Samuel Ramos el exponente más aventajado en México. Por otro lado, están los seguidores del principio de integración, explicado primero mediante el ‘aislamiento’ geográfico percibido por la etnografía de los años cuarenta y cincuenta, entre cuyos ideólogos más destacados se encuentran Manuel Gamio y Gonzalo Aguirre Beltrán; y que en los años sesenta incorporará el principio de ‘interacción’ con Charles Gibson como máximo exponente.
De tal batería conceptual se desarrolló una amplia oferta historiográfica de la que expondremos solamente algunos autores cuya particularidad fue dar un toque etnocéntrico muy evidente pese a su intento de superar de una vez por todas las interpretaciones eurocéntricas de la conquista de México. La muestra incluye autores de varias extracciones: dos mexicanos, y cuatro extranjeros (dos franco-parlantes, un sajón y un latinoamericano). Entre ellos se establece un diálogo de lo más elocuente que lo sepan o no, lo acepten o lo oculten, hace evidente la dificultad de brindar una lectura que no termine en los lugares comunes del logocentrismo.
En La invención de América (1958), Edmundo O'Gorman plantea la creación histórica del ‘ser’ de América en función del estado ontológico de Europa a partir del supuesto ‘descubrimiento’ del Nuevo Mundo. Sus cuestionamientos son reflejo de las preocupaciones analíticas del grupo Hiperión sobre la identidad y el nacionalismo mexicano en los años cuarenta. En contraste, en La conquête de l’Amérique (1982), Tzvetan Todorov explica la construcción del ‘otro' como el inevitable resultado de nuevas y más sofisticadas reglas de comunicación que anuncian el predominio de la era moderna y la subjetividad europea. Por su parte, Serge Gruzinski considera la conquista como una transformación de los modos de expresión, insistiendo en La colonisatión de l’imaginaire (1988) que si bien la adopción de la escritura alfabética consigue ‘europeizar’ a los indígenas, es gracias a este proceso que también logran preservar su identidad. Ambas interpretaciones son alegoría del simbolismo dialógico y paradigmático que deriva de la escuela de los Annales y las embrionarias posturas deconstructivistas en torno a la semiótica. Por su parte, Enrique Dussel rearticula las ideas de O'Gorman y propone en La invención de las Américas (1992) que la aparición del pensamiento moderno surge en 1492 cuando los antiguos sistemas de organización inter-regionales son desplazados, eclipsando patrones cognoscitivos no europeos. Su trabajo es representativo de la narrativa social de los teólogos de la liberación y de los nuevos estudios sobre la transformación de las mentalidades. Ese mismo año James Lockhart publicó The Nahuas After the Conquest (1992), en donde argumenta que existen cuatro tendencias interpretativas de la conquista (las arriba expuestas y divididas en dos vertientes narrativas), y retomando la encabezada por Gibson intenta ofrecer una visión indígena de la ocupación española. Esta postura busca ser original al dar cabida a la ‘diferencia’ en el contexto de los debates que desata el quinto centenario de la conquista, pero al contrario de Dussel, está lejos de reconocer a los pioneros en el tema mientras su silencio excluye a esos estudiosos sin los cuales los textos nahuas con que Lockhart trabaja no existirían. Finalmente, en Inventing America (1993), José Rabasa objeta las conclusiones de Gruzinski y sostiene que la escritura indígena, en la medida que se mimetiza con el proyecto historiográfico de Occidente, subvierte la configuración geo-cultural eurocéntrica. Su ejercicio deconstructivo reformula el concepto de la conquista como problema de representación al perseguir descolonizar una subjetividad ‘orientalizada' desde su emergencia misma.
Según Rabasa, la ‘orientalización’ inicial de América queda sugerida en los textos de O'Gorman sobre la reciprocidad semiótica de América con Europa, que al actuar como una extensión, propaga el pensamiento histórico occidental (Rabasa, 1993:21, O'Gorman, 1958:88 y 1999:16). O'Gorman procura mostrar los límites de la 'universalidad occidental’ al oponer la idea de una América inventada contra otra supuestamente verdadera y objetiva, pero al hacerlo, reproduce el universalismo (i.e. noción dicotómica de verdadero-falso) que pretender eliminar (cfr. Rabasa, 1993:215 n.2). Dussel añade que O'Gorman mantiene una postura eurocéntrica en la medida que ve en América un receptor pasivo de valores europeos. Lo mismo aplicaría a la subestimación que hace Todorov de la creatividad indígena (cfr. Rabasa, 1993:233 n.3.1, Cooper-Alarcón 1997:55, 192 n.5). Para Dussel, los indígenas son clave en el proceso de transformación cultural, y al igual que Gruzinski, sostiene que aún si los modelos cognitivos e interpretativos europeos tienden a negar la especificidad étnica de los nativos, la preservación de la identidad indígena es prueba de su resistencia cultural. No obstante, decir que "Europa nunca descubrió al Otro como Otro, sino que lo encubrió como parte de lo Idéntico" (Dussel, 1995:9-12), tampoco implica superar el concepto de América-como-una-Europa-potencial propuesto por O'Gorman.
Como sucede con O'Gorman, el argumento de Dussel se apoya en la noción de una América verdadera versus una América inventada, mientras sus inferencias histórico-filosóficas y generalizaciones (i.e. el victimado indio pobre), caen en un tono de denuncia política y en un franco abuso del binomio dominante-dominado como máxima para explicar de la conquista. Para socavar ésta y otras extrapolaciones simplistas de los discursos post-coloniales, Rabasa propone cuestionar el imperativo ontológico que nutre la premisa de América como sistema semiótico (Rabasa, 1993:13-14, 18). En efecto, Rabasa cuestiona que una esencia o un ser intrínseco americano –la pureza indígena– haya sido destruido por la imposición de, o se haya perdido mediante la interacción con la cultura española; pero no invierte el orientalismo de América que expresa la antítesis indígena/no-indígena. Rabasa no niega el reduccionismo de la diversidad étnica que tal antítesis conlleva. Al contrario, afirma que el orientalismo de América se hace visible precisamente "a causa de la reducción de la diversidad de sus pobladores a la categoría de Indios" (Rabasa, 1993:22), pero entiende esta reducción como un marcador del proceso de interacción cultural, y la justicia que se anuncia al hablar de un intercambio histórico es precisamente lo discutible.
No sólo debe guardarse cautela frente a los lugares comunes –como nuestro 'orientalismo'–-, sino frente a trivialidades menos obvias –como nuestro 'indianismo’, i.e. lo indígena como constitutivo de la mexicanidad. Como la categoría indio, mestizo es otro elemento inherente de la subjetividad mexicana, igual de homogeneizante y reduccionista, en el que subyace una construcción antitética de la realidad indígena y no-indígena que ignora la diversidad étnica. Para descolonizar tal subjetividad habrá ante todo que cuestionar las premisas clave del discurso indigenista, por ejemplo, que la identidad mestiza –suponiendo que exista y sea única– exprese la pluralidad cultural mexicana. Una ‘pluralidad’ (i.e. lo indígena vis-à-vis lo no-indígena) que sólo es posible gracias a la paradójica representación del derrumbe del imperio azteca como origen de la historia mexicana –precedente simbólico de fuertes implicaciones etnocéntricas. La propuesta de Paul Kirchhoff (1943) sobre el complejo cultural de Mesoamérica permite vislumbrar los alcances e implicaciones de tal paradoja.
Nahuacentrismo, ¿una responsabilidad indígena?
Una nota de cautela por parte de Gruzinski es pretexto suficiente para elaborar esta argumentación. Después de enlistar diversos grupos y culturas asentadas en México, Gruzinski declara que ‘es imposible hacer justicia a cada uno’, podrá tenerse en cuenta su diversidad, sus relaciones, y sus familias lingüísticas, pero nada más. Quizás esta 'injusticia' es inevitable, y por lo mismo Gruzinski se protege contra una eventual crítica por haber dado prioridad a la cultura náhuatl en su análisis. Pero es igualmente cierto que los nahuas fueron y siguen siendo arquetipo de lo indígena: su interés fue entender la influencia de la historia escrita en la vida indígena, y esto le obligó a enfocarse en quienes se apropiaron del latín y de la escritura alfabética, la nobleza indígena del altiplano. Sin embargo, no puede hablarse "de la complejidad extraordinaria... y la diversidad cultural de México en vísperas de la conquista", y después ignorar totalmente la existencia de las culturas del desierto.6 Al hacerlo, no sólo se niega la posibilidad de construir cierta mexicanidad ligada a la geografía de Aridoamérica, comprometiendo el principio ético-político del reconocimiento histórico –i.e. la influencia de Aridoamérica en la construcción del simbolismo mesoamericano, y en movimientos culturales actuales como el chicano7– y el ejercicio de la tolerancia cultural. Asimismo, se alude una omisión aún más básica: la nobleza indígena que aprendió la lengua de los conquistadores provenía originalmente de Aridoamérica.
La preferencia de Gruzinski por los grupos nahuas, y más específicamente, su olvido de las etnias aridoamericanas, repite la prioridad que los españoles otorgaron a la cultura Náhuatl. Los nahuas eran el rival por excelencia, el enfrentamiento de un poderoso ejército y una gran civilización justificaba la ocupación armada y la guerra espiritual de la evangelización.8 Militares y misioneros españoles concentraron sus esfuerzos en dominar el Anáhuac y demás zonas ‘civilizadas’, haciendo caso omiso de los grupos que habitaban el norte, calificándolos de 'bárbaros'. Esta discriminación tenía una doble base: en la época de la conquista se consideraba inferior o primitivo a quien vivía cercano al 'estado de naturaleza' (cfr. Bartra, 1994), pero también, el conquistador recapitula cierta actitud ambivalente que prevalecía en Mesoamérica hacia los chichimecas. No es este el lugar para abordar el tema, bastará aclarar que la polémica desatada en torno a qué indios eran o no dignos del esfuerzo civilizatorio según se ajustaran a la idea de ‘bárbarie’ (término helénico aplicado a quien no vivía en la polis y hablaba griego), distó mucho de lo que en Mesoamérica se concebía como chichimeca, al grado de no existir término opuesto para denotar lo ‘civilizado’.9
Así como se aplica un término que proviene de otro contexto cultural para dar cuenta de las poblaciones encontradas en América, se compara a estos pueblos con los existentes en el pasado europeo (i.e. romanos, los textos de fray Bernardino de Sahagún) o en la experiencia del momento (i.e. moros, las cartas de Hernán Cortés). Así también se verán condicionados los documentos elaborados por indígenas bajo la supervisión de misioneros y educadores españoles. Éste es el dilema de integrar textos indígenas –una buena parte de ellos nahuas– a una narrativa que pretende ‘completar’ así las interpretaciones históricas de la conquista. Lockhart, por ejemplo, se da a la tarea de estudiar la historia de los nahuas en ’sus propios términos’, esto es, a partir de fuentes escritas en náhuatl por los propios nahuas. A diferencia de Gruzinski, el problema inicial de Lockhart aparece cuando se refiere a los trabajos de reconocidos filólogos e historiadores mexicanos que se abocaron a tal propósito mucho tiempo antes que él –Ángel María Garibay, Miguel León Portilla, Fernando Horcasitas, Alfredo López Austin–, cual si ambicionara continuar sus esfuerzos, pero únicamente los cita como fuente de datos (traductores de los textos nahuas que le sirven de apoyo) y no como pioneros en la discusión teórica del tema (cfr. Lockhart, 1992:7). Sobra insistir en la inflexión profundamente etnocéntrica que conlleva dicha omisión. Esa misma inflexión aparecerá más adelante, pero esta vez bajo la sombra de las contradicciones de su propio análisis, y por el uso de la noción de interacción como eje de explicación.
Lockhart busca demostrar que los textos nahuas son potencialmente más ricos por una mezcla sintáctica que no presentan las crónicas españolas, y por ello también son más difíciles de interpretar. Ya que tal complejidad refleja la fusión de diversas formas de pensamiento, cada una apoyada por sus respectivas premisas lingüísticas, los cambios en la cultura náhuatl, en particular los de orden lingüístico, aluden a un ajuste concomitante en el modo de comprender el mundo. Por eso, al acompañar la exaltación de la complejidad de los textos alfabéticos elaborados por los indígenas, con glosas como la adaptación de la cultura náhuatl a la presencia española, traiciona su intención de incluir la visión indígena, concretamente la nahua, en el proyecto de reinterpretación de la conquista como interacción histórica. Esto equivale a decir que la interacción cultural es unilateral: al admitir que algunos frailes españoles sabían náhuatl, como menciona de la traducción al español en el siglo XVI de la obra enciclopédica de Sahagún, Lockhart estaba obligado a aplicar criterios similares para describir las crónicas. Al no hacerlo, ofrece inadvertidamente un juicio asimétrico de la interacción cultural entre indígenas y no-indígenas.
Para repetir las palabras y la lógica del propio autor: la complejidad de los textos indígenas reside en su pertenencia a 'dos tradiciones en lugar de una’, por extensión, las crónicas españolas pertenecen a una única tradición, la occidental. Es como si el proceso de interacción no influyera a los españoles, pese a que varios hablaban lenguas indígenas para ‘propósitos de la vida cotidiana’ como sería el proceso de evangelización. La única justificación de esta distinción es presuponer que existe una realidad indígena, culturalmente porosa o abierta a la penetración de elementos simbólicos no-indígenas, y que éstos son a su vez impermeables a la contaminación cultural. La historiografía de Lockhart es paradigma de una historia sesgada pero con pretensiones de inclusión: independientemente de que incorpore o no una visión indígena de la conquista en la reelaboración de una narrativa histórica, la historia mesoamericana no se funde con la historia de México. Se quiera o no, la noción de interacción impone una visión de la derrota azteca como signo de la destrucción del mundo indígena en su conjunto, al tiempo que la cultura náhuatl es representada como la realidad indígena en proceso de reconstrucción. Ésta no es sino una integración a la historia reescrita y firmada por un imaginario mestizo.
Sin duda, entender la conquista como efecto de la interacción cultural (noción que retoman Lockhart y Rabasa de la adaptación cultural planteada por Gibson,) es más apropiado que hablar de un mundo indígena destruido (noción de subyugación cultural de Prescott, que prevalece en Todorov y Dussel), de un desplazamiento de valores indígenas (idea de asimilación cultural planteada por Ricard, que da forma a las interpretaciones de O'Gorman y Gruzinski), o de una supervivencia indígena que nace de la resistencia activa o pasiva (noción del aislamiento cultural manejada por indigenistas como Gonzalo Aguirre Beltrán, que nutre la historia oficial de México). No basta, sin embargo, ansiar la reivindicación de la realidad indígena desde una lectura indígena: más allá del esfuerzo que se invierta en contemplar la historia náhuatl con ojos nahuas, esta sigue siendo una interpretación de la historia indígena, y no una historia escrita por intérpretes indígenas. La propia paradoja del poder geo-cultural mexica en Mesoamérica exige otro tratamiento: atribuir cierta ‘responsabilidad’ al proyecto histórico imperial azteca en el devenir de la conquista y en la escritura de la historia, permite puntualizar el papel "del Otro bárbaro en nuestro interior" (Bartra, 1996:46). Esto no niega que en efecto los pobladores de América hayan sido, y sigan siendo reducidos a la categoría de ‘indio’, tampoco es una tentativa para señalar a los indígenas como responsable de tal invención. Al contrario, obliga a invertir las lecturas eurocéntricas del colapso del mundo indígena que enfatizan una exaltación del etnocentrismo mexica y ayuda a repensar la frontera norte mesoamericana como hipérbole de la derrota azteca que enmarca el nacionalismo mestizo.
El tema excede los propósitos de este ensayo. Bastará en todo caso hacer una breve mención al hecho de que esa exaltación involucra tanto la reconfiguración de las relaciones étnicas de los mexicas con otros grupos bajo su dominio, así como la confrontación de su propio pasado nómada. En este sentido, el proyecto histórico emprendido Izcóatl, quizá haya sido de mayor utilidad en la aventura colonial que la ayuda brindada al ejército español para consumar la caída de Tenochtitlán por parte de los enemigos de los aztecas. Por otro lado, deberá insistirse que la noción de Mesoamérica como macro-región de relativa homogeneidad y con fronteras precisas trazadas de acuerdo a esos atributos ha sido ampliamente criticada. Mucho se ha insistido en la frontera norte como un límite virtual y flexible, sin contorno fijo y mucho menos definido. Dicho de otro modo, no fue definitorio de un área cultural uniforme porque tal uniformidad no existió. Si la división Mesoamérica-Aridoamérica continúa siendo un referente importante para comprender la historia de los pueblos antes y después de la conquista es porque Kirchoff fue un promotor clave de la ideología e instituciones antropológicas que consolidaron el nacionalismo mexicano en los años cuarenta y cincuenta. En todo caso, Mesoamérica trasluce una significación náhuatl del poderío geo-cultural mexica que los cronistas españoles y ulteriores estudiosos de la conquista se apropiaron, en la que prevalece una distinción entre inferencias historiográficas ‘clásicas’ sobre el predominio militar y político mexica como factor determinante de la conquista, y una lectura iconoclasta del proyecto histórico mexica como contingencia en la construcción de las identidades indígena y no-indígena.
Notas
* Este ensayo se basa en una sección de la tesis doctoral titulada Deconstructing Nationalist Representations of Mexican Identity. A Struggle for the Appropriation of Indigenous Symbols in post-Revolutionary and Catholic Historical Narratives of the Conquest, University of Essex, Inglaterra, 2002.
1. Profesor-investigador de tiempo completo, Área Académica de Historia y Antropología, Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.
2. Por ejemplo, El laberinto de la soledad de Octavio Paz, epítome de la filosofía de lo mexicano enarbolada por el grupo Hiperión en los años cuarenta.
3. No olvidemos que todo anclaje temporal es una toma de posición frente a la historia y sus actores sociales, y en ese sentido no hay temporalidades fijas, sino decisiones políticas.
4. El tema de la migración, por sí mismo y especialmente de la migración transnacional, nos llevaría a discutir las nuevas formas de pertenencia que se han venido desarrollando en los últimos 30 años y que han puesto en juego gran parte de los presupuestos bajo los que se supone funcionaba la construcción de la identidad étnica.
5. Para una amplia discusión sobre este tema, y un cuestionamiento sobre el origen etnocéntrico y decimonónico de tales argumentos ver Rozat, 2002.
6. Gruzinski sólo menciona a las etnias aridoamericanas en una breve referencia a la guerra con los ‘chichimecas’, término que toma de un Título Otomí con connotaciones hispanas –indios nómadas o paganos– y que difiere de su alusión náhuatl originaria. Ver Gruzinski, 1993:132-135, y p. 6 para citas textuales en el texto principal.
7. Cfr. Cooper-Alarcón, 1997.
8. La ofensiva militar no podía sostenerse bajo la premisa de una inferioridad cultural, sino de una devaluación de los preceptos morales que sostenían a dicha cultura, por lo tanto se mantiene un doble juicio respecto a los naturales, la admiración humanista de su civilización y la concepción caballeresca de una religión satánica (cfr. Villoro, 1979).
9. A lo sumo puede decirse que el término ‘tolteca’, referido a los pueblos que alcanzaron maestría en las artes y la industria, puedo ser contrapeso del término chichimeca, un genérico para hablar de los pueblos del norte con sistemas de organización social sin estado centralizado, que mantenían modos de producción intermitentes entre el sedentarismo y el nomadismo. De ningún modo ha de entenderse chichimeca-tolteca como antagónicos.


Bibliografía
Bartra, R. 1994. Wild Men in the Looking Glass. The Mythic Origins of European Otherness. (trad. C. Berrisford). The University of Michigan Press. EUA.
1996. La jaula de la melancolía. Identidad y metamorfosis del mexicano. Grijalbo. México. (1987).
Cooper A., D. 1997. The Aztec Palimpsest. Mexico in the Modern Imagination. University of Arizona Press. Tucson.
Dussel, E. 1995. The Invention of the Americas. Eclipse of “the Other” and the Myth of Modernity. (trad. M. Barber). Continuum. New York. (Ed. español, 1992).
Gruzinski, S. 1993. The Conquest of Mexico. The Incorporation of Indian Societies into the Western World, 16th-18th Centuries. (trad. E. Corrigan). Polity Press. Cambridge. (París, 1988).
Lockhart, J. 1992. The Nahuas After the Conquest. A Social and Cultural History of the Indians of Central Mexico, Sixteenth through Eighteenth Centuries. Standford University Press. California.
O’Gorman, E. 1958. La invención de América. El universalismo de la cultura de occidente. Fondo de Cultura Económica. México.
1999. México. El trauma de su historia, Ducit amor patriae. Conaculta, Cien de México. Mexico. (1977).
Rabasa, J. 1993. Inventing America. Spanish Hstoriography and the Formation of Eurocentrism. University of Oklahoma Press. Oklahoma.
Rozat, G. 2002. Indios imaginarios e indios reales en los relatos de la conquista. BUAP, INAH-Xalapa, Universidad Veracruzana. México.
Todorov, T. 1999. The Conquest of America. The Question of the Other. (trad. R. Howard). University of Oklahoma Press. EUA. (París, 1982).
Villoro, L. 1979. Los grandes momentos del indigenismo en México. Ediciones de la Casa Chata, INAH. México. (1950).




 Indios etnicizados o mestizos desindianizados. La “mexicanidad” como herencia de la Conquista.

Sergio Sánchez Vázquez
Área Académica de Historia y Antropología
Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo

Cuando nos cuestionamos sobre lo que significa ser mexicano, nos enfrentamos a una pregunta compleja que, aunque parece evidente, no tiene respuestas fáciles: ser mexicano es haber nacido en el territorio de la República Mexicana, dirían algunos, así se adquiere la nacionalidad por nacimiento, esa nacionalidad se expresa en una acta y cuando somos adultos –con 18 años cumplidos- podemos obtener una “credencial para votar con fotografía”. Por medio de esos dos documentos nos identificamos oficialmente como “mexicanos” y pareciera que de esa manera, alcanzamos la plena nacionalidad y ahí se acaba el problema conceptual. Sin embargo, podemos afirmar que más bien, ahí comienza, pues lo que se adquiere por medio de estos documentos no es tanto la nacionalidad –que depende de factores más subjetivos-, sino la ciudadanía1, es decir, la pertenencia a una sociedad políticamente organizada, en nuestro caso, una República federal, “representativa” y “democrática”, en la cual todos los ciudadanos comparten las mismas obligaciones y tienen los mismos derechos…en teoría.
Pero en la práctica, nos encontramos con que, a pesar de la ciudadanía compartida, parecen existir mexicanos de primera, de segunda, de tercera y hasta de cuarta categoría, con niveles muy diferenciados de acceso a las garantías constitucionales, tanto sociales como individuales, lo cual nos remite a un problema no sólo socio-económico, sino también y fundamentalmente, a una cuestión político-cultural.
Y nuevamente nos planteamos el problema ¿Qué significa ser mexicano? ¿Ser mexicano es vivir en México? ¿Tener una bandera con un escudo nacional y un himno? ¿Creer en la virgencita de Guadalupe, comer tacos con salsa picante, ponerse “la verde” e irle a la Selección Mexicana, escuchar a Alex Lora con el Tri, o bien música ranchera o de banda y tambora? Pero entonces, ¿qué pasa con los mexicanos que no viven en el territorio mexicano? como es el caso de los migrantes, que también gustan de los tacos, la música de banda, son guadalupanos, y cuando juega la Selección Mexicana, van a verla y cantan el Himno Nacional mejor, o por lo menos con más ganas que los que viven en México. Parece ser entonces, que ser mexicano tiene que ver con la cultura que se comparte, es decir, se define por medio de una identidad socio-cultural. Lo cual nos remite a otra problemática: entonces, ¿Tenemos los mexicanos una cultura que nos identifica como tales? ¿Cuál es la cultura de los mexicanos? La respuesta tampoco es sencilla. Atendiendo a las diferencias regionales de nuestro país, ¿quiénes son más mexicanos? ¿Los chilangos, los norteños, los huastecos, los del sureste, los de la costa o los del bajío? O bien, desde una perspectiva más específica, ¿los regiomontanos, los “DeFeños”, los hidalguenses, los michoacanos, los chiapanecos, los oaxaqueños, los yucatecos, los guerrerenses, los veracruzanos, etc.? Pareciera entonces, que estamos hablando de muchos Méxicos, o más bien, de muchas culturas mexicanas. Lo cual da cuenta de una abigarrada pluriculturalidad nacional.
A todo esto, podemos agregarle un componente más, el étnico2, desde dos perspectivas distintas: la más conocida y aceptada comúnmente, que plantea la oposición binaria “indio - mestizo”, desde la cual tenemos un país habitado por una mayoría mestiza (hablante de español, con mayor nivel socioeconómico y que detenta el poder político) y una minoría indígena (que conserva sus lenguas maternas, vive en pobreza o extrema pobreza y en situación de marginalidad social, económica y política); o una perspectiva alternativa, en la cual prácticamente todos los mexicanos somos mestizos y las diferencias “étnicas”, sociales, económicas y políticas, se basan en un proceso histórico de diferenciación cultural, en donde, a partir de la conquista y con la consecuente dominación colonial que dio lugar al mestizaje biológico, se generaron procesos de “desindianización”3 y “etnicización”4, que han jugado un papel determinante durante los diversos momentos históricos en que se ha impulsado el tan anhelado “proyecto de nación”, desde el movimiento independentista promovido por los criollos, hasta la pretendida inserción “nacional” en la dinámica neoliberal de nuestros días, inducida por el sector mestizo dominante. Sobre esta segunda perspectiva centraremos nuestra atención en las siguientes líneas.
La conquista
La derrota de los mexicas en 1521 por parte del conquistador español Hernán Cortés, tuvo dos consecuencias fundamentales: por una parte, se inició el proceso de sojuzgamiento de los distintos grupos que habitaban en Mesoamérica a la llegada de los ibéricos, reducidos todos, en calidad de vencidos a la categoría de “indios”, viéndose sometidos no solamente a las políticas de incorporación, a través de la evangelización y la castellanización, sino también siendo afectados por las epidemias y los malos tratos de los colonizadores españoles, lo que produjo una catástrofe demográfica que determinó la desaparición de más del 90% de la población indígena; y por otro lado, se inició el proceso biológico de mestizaje, con sus consecuentes procesos culturales de “desindianización” y “etnicización”.
Ambas consecuencias, la catástrofe demográfica y el mestizaje, habrán de determinar el surgimiento de la “mexicanidad” como categoría ontológica, es decir, el “ser mexicano”. Además, ambas consecuencias han sido soslayadas por la historia oficial pues nunca se les ha brindado la debida atención y pasa prácticamente inadvertida la magnitud de su importancia, quedando reducida por una “naturalización” de los hechos.
En efecto, se percibe como algo “natural” que la población indígena disminuyera, como consecuencia de las enfermedades y los maltratos, pero no se dimensiona la magnitud de la disminución ni se asume la importancia que este hecho tuvo, en términos demográficos, para la conformación étnica de la población mexicana posterior.
Si tomamos en cuenta que la población originaria estimada en México para el momento del contacto con los europeos, era de 25.2 millones de habitantes y que para finales del siglo XVI, hacia 1595, se estima que había descendido a 1.3 millones de indígenas, tenemos que, en un periodo de alrededor de 75 años, murieron 23.9 millones, es decir, el 95% de la población total, lo cual significa prácticamente, la casi total extinción de la población original. Ningún holocausto en la historia de la humanidad se compara con éste, con excepción del número de muertes producidas por la Segunda Guerra Mundial.


Gráfica que muestra la disminución de la población indígena de 1519 a 1603. Fuente: Rabell 1993: 25.
Sin embargo, el pequeñísimo porcentaje de población indígena que sobrevivió, pareció recuperarse durante los siguientes dos siglos (de 1600 a 1800), pues la población estimada hacia 1603 (1.07 millones, que seguían en descenso), increíblemente se duplica y llega a aumentar dos veces y media para 18035 (año en que se calculan alrededor de 2.5 millones de indios, de un total de 5.8 millones de población total estimada. Para este momento, ya habían aparecido dos elementos que impactaron determinantemente los índices poblacionales y que contrastaban drásticamente con la población española peninsular minoritaria (alrededor de 70 mil personas): estos eran los criollos (que alcanzaban 1.5 millones) y los mestizos (que aparecían contabilizados en 1.2 millones), pues entre ambos, superaban a la población indígena. No obstante, si consideramos que había alrededor de 60 mil negros, que terminarían mezclándose fundamentalmente con indios y mestizos, así como casi medio millón de otros grupos mezclados (que con la consumación de la Independencia se sumarían también a los mestizos, al desaparecer el sistema de castas) tenemos que al final de la colonia, los mestizos ya apuntaban a ser el grupo más importante en términos demográficos.

Gráfica de composición de la población por grupo étnico, 1803. Fuente: Malvido, 1993: 39.
Además, existe la sospecha de que en estas estimaciones, buena parte de los habitantes, considerados indios “puros”, en realidad hayan sido mestizos asimilados a las culturas indígenas6, es decir, la población considerada indígena pudo haberse recuperado más rápidamente de lo normal, gracias al mestizaje, pues este proceso biológico se dio de muy singulares maneras.


El mestizaje                          
Cuando asistimos a las clases de historia, especialmente a las clases de historia oficial de la primaria y la secundaria, nos parece muy “natural” la manera en que los maestros nos explican que “la nacionalidad mexicana, surgió de la unión de los españoles con los indígenas, lo que dio lugar a la aparición de los mestizos”. Sin embargo, nunca nos cuestionamos cómo fue ese proceso y las consecuencias que ha tenido para los mexicanos.
Efectivamente, el mestizaje se inicia cuando Hernán Cortés engendra un hijo, nada menos que con Doña Marina, aquella princesa de nombre Malinallintzin, que regalan, junto con otras 19 mujeres a los españoles. Esta mujer se convertirá en la famosa Malinche, guía, intérprete, amante de Cortés y madre del primer mestizo, al que pusieron por nombre Martín Cortés. Se trata del primer mestizo documentado en la historia de México, aunque posiblemente haya habido mestizos anteriores, como los hijos de Gonzalo Guerrero, el náufrago compañero de Jerónimo de Aguilar, quién vivió entre los mayas y se casó con una mujer indígena, pero de cuya unión no quedó registro alguno7.
Pero el mestizaje no se queda ahí, continúa, pero no como un proceso “natural”, sino como un proceso derivado de la imposición colonial, que no se tradujo solamente en malos tratos y epidemias, sino también, en abuso sexual hacia las mujeres de los vencidos.
De ahí que nuestro único Premio Nobel de literatura, Octavio Paz, en su famosísimo ensayo histórico, El Laberinto de la soledad, y más específicamente, en el capítulo “Los hijos de la Malinche”, denuncie veladamente este hecho, con la maestría de su pluma, al hablar de la idiosincrasia de los mexicanos que se manifiesta en la expresión florida: “¡¡¡Hijos de la chingada!!!”.
“Esa palabra es nuestro santo y seña. Por ella y en ella nos reconocemos entre extraños y a ella acudimos cada vez que aflora a nuestros labios la condición de nuestro ser. Conocerla, usarla, arrojándola al aire como un juguete vistoso o haciéndola vibrar como un arma afilada, es una manera de afirmar nuestra mexicanidad...
¿Quién es la chingada? Ante todo, es la Madre. No una Madre de carne y hueso, sino una figura mítica...La Chingada es la Madre abierta, violada o burlada por la fuerza. El “hijo de la Chingada” es el engendro de la violación, del rapto, de la burla...
Si la Chingada es una representación de la Madre violada, no me parece forzado asociarla a la Conquista, que fue también una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias. El símbolo de la entrega es la Malinche, la amante de Cortés. Es verdad que ella se da voluntariamente al conquistador, pero éste, apenas deja de serle útil, la olvida. Doña Marina se ha convertido en una figura que representa a las indias, fascinadas, violadas o seducidas por los españoles”. (Paz 2000: 72-97)
Así, Octavio Paz da cuenta de uno de los hechos más trascendentales para la historia de los mexicanos: el mestizaje no fue un proceso biológico “natural”, es decir, producto de la unión de un hombre español con una mujer indígena o bien, de un hombre indígena con una mujer española, sino que fue un mestizaje biológico unilateral, siempre producto de la unión de un señor español con una india y nunca de un indio con una señora española, es decir, la expresión del poder del dominador sobre el dominado. El conquistador se convirtió en el “gran Chingón”, el que domina por la fuerza, impone su condición de vencedor, seduce o viola a la mujer indígena, para satisfacer sus necesidades biológicas.
“El chingón es el macho, el que abre. La chingada, la hembra, la pasividad pura, inerme ante el exterior. La relación entre ambos es violenta, determinada por el poder cínico del primero y la impotencia de la otra. La idea de violación rige oscuramente todos los significados. La dialéctica de “lo cerrado” y “lo abierto” se cumple así con precisión casi feroz...El “Macho” es el Gran Chingón. Una palabra resume la agresividad, la impasibilidad, invulnerabilidad, uso descarnado de la violencia, y demás atributos del “macho”: poder. La fuerza, pero desligada de toda noción de orden: el poder arbitrario, la voluntad sin freno y sin cauce...
Es imposible no advertir la semejanza que guarda la figura del “macho” con la del conquistador español. Ése es el modelo –más mítico que real- que rige las representaciones que el pueblo mexicano se ha hecho de los poderosos: caciques, señores feudales, hacendados, políticos, generales, capitanes de industria. Todos ellos son “machos”, “chingones”. (Paz 2000: 72-97. El subrayado es mío)
En efecto, el conquistador español se convierte en el señor feudal (por cierto, que viene con esa mentalidad), es el encomendero que tiene bajo su “cuidado espiritual” a los indios, pero que reclama sus servicios para satisfacer sus necesidades, pero sus necesidades no son sólo económicas, son también biológicas y se siente con el derecho de ejercer un patronazgo que le confiere, a su vez, el derecho de pernada o de prima noctis, es decir, el derecho del señor feudal de ser el iniciador de las relaciones sexuales de las mancebas que alcanzan la edad suficiente para contraer matrimonio. O bien simplemente, es el “gran señor”, el “macho”, el que tiene el poder sobre la servidumbre, sobre las mujeres que sirven en la casa (y sobre sus hijas), a falta de una esposa legítima, que algún día mandará a traer de España, para engendrar hijos legítimos, no bastardos como los que ya ha engendrado con las indias. De modo, que eso son los mestizos, hijos ilegítimos engendrados con las indias, con las chingadas. Entonces, todos los mestizos, y por extensión, todos los mexicanos, somos “hijos de la Chingada”, o como dice Paz: “hijos de la Malinche”.

“La extraña permanencia de Cortés y de la Malinche en la imaginación y en la sensibilidad de los mexicanos actuales revela que son algo más que figuras históricas: son símbolos de un conflicto secreto, que aún no hemos resuelto. Al repudiar a la Malinche...el mexicano rompe sus ligas con el pasado, reniega de su origen y se adentra solo en la vida histórica...
...luchamos con entidades imaginarias, vestigios del pasado o fantasmas engendrados por nosotros mismos. Esos fantasmas y vestigios son reales, al menos para nosotros. Su realidad es de un orden sutil y atroz, porque es una realidad fantasmagórica. Son intocables e invencibles, ya que no están fuera de nosotros, sino en nosotros mismos...
Para el mexicano la vida es una posibilidad de chingar o de ser chingado. Es decir, de humillar, castigar y ofender. O a la inversa...
La desconfianza, el disimulo, la reserva cortés que cierra el paso al extraño, la ironía, todas, en fin, las oscilaciones psíquicas con que al eludir la mirada ajena nos eludimos a nosotros mismos, son rasgos de gente dominada, que teme y que finge frente al señor”. (Paz 2000: 72-97)
Pero, ¿Cuáles fueron las consecuencias inmediatas de este proceso de mestizaje unilateral? Por supuesto, el surgimiento de una nueva “raza”, o más bien, de una nueva casta que tuvo dos destinos: de acuerdo a la suerte del mestizo (un poco dependiendo de qué tan blanco salía), algunos de ellos, de tez no tan oscura8, fueron aceptados en la casa, como sirvientes, y unos pocos, incluso, fueron reconocidos por los señores españoles como hijos legítimos y llegaron a ser sus herederos, cuando el señor español no pudo traer a una esposa española y tener descendencia criolla, entonces surgen los euromestizos, los cuales, poco a poco, se fueron asimilando y diluyendo entre la población criolla, si es que nadie les exigía, las pruebas de su pureza de sangre, de acuerdo a lo mencionado por Ward, ya para el siglo XIX.
Pero, si el niño tenía la mala suerte, de ser muy moreno, o bien, de que el señor español, su padre, casara con una mujer española y tuviera descendencia legítima, entonces, el niño se convertía en un indomestizo, el cual, quedaba bajo el cuidado de su madre, quien trataba de integrarlo al pueblo indio al que pertenecía, donde, si era aceptado, asumía las costumbres y los modos de vida de su comunidad. Con el paso del tiempo, al crecer, estos indomestizos se casaron con mujeres indígenas de sus comunidades y fueron el elemento que permitió la recuperación demográfica de los pueblos indios, que además se mezclaron con otras razas y castas, dando lugar a un mestizaje muy profundo, que conformó el núcleo de las comunidades indígenas que, más por sus modos de vida que por la pureza de su sangre, siguieron siendo considerados “indios puros”, aunque esto se convirtió en un mito, que aún tiene vigencia, pues muchas personas creen que los “indígenas” actuales, son “indios puros, descendientes directos de los indios prehispánicos”, ignorando cinco siglos de mestizaje. Es de hacer notar, que a pesar de la “rápida recuperación demográfica” de los indios, éstos jamás llegaron a recuperarse realmente, pues México no alcanzó una población de 25 millones de habitantes, sino hasta 1950, pero contando a la población total ya que los indígenas se convirtieron en una minoría que no alcanzaba a ser, ni la décima parte de la población, aunque cabe advertir que a partir de 1930, los censos modernos toman sólo en cuenta a los hablantes de lengua indígena mayores de 5 años, lo que implica una subestimación considerable, como se observa en el siguiente cuadro, al que corresponde la gráfica inferior:
Cuadro 1: Población total, S. XVIII al XX. Hablantes de lengua indígena (HLI) mayores de 5 años de 1930 a 2000.




Gráfica de población total, población india en 1803 y población Hablantes de Lengua Indígena mayores de 5 años. Fuentes: Humboldt; Valdés, 1989: 38; McCaa, Ordorica y Lezama; Censos Nacionales de Población 1930 –2000.
Es importante señalar que en México no se dio el caso de la extinción total de la raza india, como fue el caso de los Estados Unidos de Norteamérica, donde tal extinción dio lugar a leyendas como la del “último mohicano”. En México, especialmente en el centro-sur, los pueblos indios se vieron revitalizados con la población mestiza, aunque su asimilación no fue fácil ni se dio de manera automática, pues muchas veces, los niños mestizos fueron rechazados tanto por la casa de los españoles, como por las comunidades indígenas, siendo niños abandonados que pasaron a engrosar las filas de los léperos o vagabundos de otras castas que pululaban en los pueblos.
De este modo, el mestizo tuvo varios destinos posibles: la asimilación al sector criollo, la integración con los pueblos indios, o bien, el rechazo de ambos, teniendo que luchar por su supervivencia al posicionarse socioculturalmente en un lugar intermedio entre las élites gobernantes (españoles y criollos) y los trabajadores agrícolas (indios). De cualquier manera, tanto indios como mestizos, desde la época colonial, iniciaron un proceso –no biológico, sino cultural- denominado “desindianización”.
Desindianización
A diferencia del mestizaje que es un proceso biológico, la desindianización se refiere a un proceso cultural, que se asume voluntariamente, aunque de manera condicionada y que lleva a la pérdida de la identidad colectiva original, como resultado del proceso de dominación colonial.
Guillermo Bonfil Batalla, quien propusiera el concepto en 1987, señala la existencia de “dos Méxicos” o más bien dos proyectos civilizatorios: el primero, llegó con los invasores europeos, pero no se abandonó con la independencia, pues los nuevos grupos que tomaron el poder, primero los criollos y después los mestizos, nunca renunciaron al proyecto occidental. La adopción de ese modelo dio lugar a la creación de un país minoritario que se organiza según las normas, aspiraciones y propósitos de la civilización occidental, no necesariamente compartidos por el resto de la población nacional, pero que ha dado lugar a un “México imaginario”, (industrial, moderno, urbano y cosmopolita). Es un México lindo, a él pertenece la “gente bonita”, alta, rubia, bien vestida, que vive en colonias exclusivas, asiste a centros nocturnos, restaurantes caros, que alimenta el comercio de lujo insolente, son los niños “bien”, los “hijos de papi” y las “chicas totalmente palacio”. Es la manifestación del snobismo que viene desde el “tercer imperio mexicano” sostenido por un exquisito grupo de ricachones nostálgicos de nobleza y ansiosos de codearse con algunas tristes figuras del puñado de aristócratas europeos refugiados en México.
El segundo proyecto civilizatorio, que ni siquiera es proyecto, no llegó, ahí está, es el propio, son las formas de vida que tienen herencia cultural mesoamericana, es el “México profundo” (agrario y popular). Es el México de los pobres, de los indios, de los campesinos, los obreros, la gente del pueblo; el que resiste apelando a las estrategias más diversas, según las circunstancias de dominación a que ha sido y sigue siendo sometido. No es un mundo pasivo, estático, sino que vive en tensión permanente. Los pueblos del México profundo crean y recrean su cultura, la ajustan a las presiones cambiantes, refuerzan sus ámbitos propios y privados, hacen suyos elementos culturales ajenos para ponerlos a su servicio, reiteran cíclicamente los actos colectivos que son una manera de expresar y renovar su identidad propia; callan o se rebelan, según una estrategia, afinada por siglos de resistencia9.
Dice Bonfil Batalla, que las relaciones entre el “México profundo” y el “México imaginario” han sido conflictivas y que el proyecto occidentalizador ha sido excluyente y ha negado la civilización mesoamericana. Los grupos que encarnan ambos proyectos se han enfrentado permanentemente, a veces de forma violenta, pero siempre de manera continua en la vida cotidiana de quienes responden a los principios de sus respectivas matrices civilizatorias.
“La coincidencia de poder y civilización occidental, en un polo, y sujeción y civilización mesoamericana en el otro, no es una coincidencia fortuita, sino el resultado necesario de una historia colonial que hasta ahora no ha sido cancelada en el interior de la sociedad mexicana. Una característica sustantiva de toda sociedad colonial es que el grupo invasor, que pertenece a una cultura distinta de la de los pueblos sobre los que ejerce su dominio, afirma ideológicamente su superioridad inmanente en todos los órdenes de la vida y, en consecuencia, niega y excluye a la cultura del colonizado. La descolonización de México fue incompleta: se obtuvo la independencia frente a España, pero no se eliminó la estructura colonial interna, porque los grupos que han detentado el poder desde 1821 nunca han renunciado al proyecto civilizatorio de occidente ni han superado la visión distorsionada del país que es consustancial al punto de vista del colonizador. Así, los diversos proyectos nacionales conforme a los cuales se ha pretendido organizar a la sociedad mexicana en los distintos periodos de su historia independiente, han sido en todos los casos proyectos encuadrados exclusivamente en el marco de la civilización occidental, en los que la realidad del México profundo no tiene cabida y es contemplada únicamente como símbolo de atraso y obstáculo a vencer”. (Bonfil, 1990: 10-11)
Todo esto es el resultado de un largo proceso histórico de desindianización, que se inició en el siglo XVI, justamente cuando ciertos sectores poblacionales más de mestizos que de indios, decidieron abandonar por su propia voluntad, aunque forzados por las circunstancias, sus modos de vida, y adoptar el modelo de vida occidental impuesto por los españoles. Así, asumieron que era mejor vestir como los españoles, comer los alimentos que ellos acostumbraban, vivir en el tipo de casas que ellos construían, etc., pero a su vez, el sistema de castas les imponía una serie de restricciones, pues un mestizo y mucho menos un indio, podían vestir como españoles, andar a caballo, portar armas, etc., si no era por medio de un permiso especial que otorgaba la corona y que generalmente fue concedido solamente a euromestizos o bien a caciques indígenas. Aun así, el modo de vida de los europeos, se convirtió en el modelo de vida deseable para la generalidad de la población, a excepción de las comunidades indígenas que conservaron muchas de sus propias características culturales, aunque incorporaron a sus modos de vida una gran cantidad de elementos europeos, normalmente en un contexto de marginación social.
Con el paso del tiempo, las condiciones sociales y económicas de los grupos fueron cambiando, también de acuerdo a las circunstancias históricas: durante la Independencia de México, el grupo impulsor, el de los criollos, luchó por su reconocimiento, tratando de romper la dependencia hacia la metrópoli que otorgaba a los españoles peninsulares, el control de la economía y la política de la Nueva España. Para ello, impulsaron un movimiento nativista americano que incorporaba a los otros sectores sociales (indios, mestizos y castas) en lo que sería la lucha armada por la Independencia. Así, vemos aparecer a Morelos, sacerdote mestizo que dirige el movimiento revolucionario a la muerte de Hidalgo y cuyo proyecto, difería sustancialmente del proyecto criollo, asimismo, ya hacia el final de la lucha armada, en la fase de consumación, surge la figura de Vicente Guerrero, el famoso mulato que se vería envuelto en las intrigas sediciosas de Iturbide, quien regresaría al cause del movimiento criollo el triunfo de la revolución de Independencia.
Con el logro de la Independencia, no se modifica sustancialmente la estructura colonial, pero se abre la posibilidad de participación de otros sectores, no sólo de los españoles peninsulares, en los asuntos de la nueva República. La lucha decisiva se da entre 1827 y 1829, durante el proceso de expulsión de los españoles, donde se enfrentan las facciones criollas en dos bandos antagónicos: el de la logia masónica de los escoceses, de corte conservador, y la de los yorkinos de postura más radical, que además propone incorporar a los mestizos (que ahora integran a todas las castas) en la lucha por el poder.
“…el resultado más profundo de la expulsión [de los españoles] fue la destrucción de una oligarquía en potencia, española y criolla...
Las consecuencias sociales de la primera expulsión de los españoles se reflejaron tanto en la nueva composición de la sociedad mexicana, como en el campo de las ideas sociales. El español exceptuado no perdió inmediatamente su actitud de exclusividad y superioridad basada en factores raciales, en ningún sentido, pero se le privó, completamente de la posibilidad de ocupar los puestos de carácter público que le habían dado una clara posición dominante. La “gente decente”, es decir las personas propietarias y de posición social en todo México quizás experimentaron un sentimiento de inquietud al ver entrar a las filas de la élite social a grupos anteriormente considerados inferiores”. (Sims, 1985: 254)
De este modo, los mestizos se hacen presentes en la lucha por el poder político, y su presencia se hará patente en las luchas entre liberales y conservadores, que desembocará en la guerra de Reforma y en la República restaurada por Benito Juárez, único ejemplo -más bien mítico-, de que un indígena puede llegar a la presidencia de la República. Sin embargo, como afirma Bonfil:
“El surgimiento y la consolidación de México como un Estado independiente, en el transcurso turbulento del siglo XIX, no produjo ningún proyecto diferente, nada que se aparte de la intención última de llevar al país por los senderos de occidente. Las luchas entre conservadores y liberales expresan sólo concepciones distintas de cómo alcanzar esa meta, pero en ningún momento la cuestionan. Al definir la nueva nación mexicana se la concibe culturalmente homogénea, porque en el espíritu (europeo) de la época domina la convicción de que un Estado es la expresión de un pueblo que tiene la misma cultura y la misma lengua, como producto de una historia común. De ahí que la intención de todos los bandos que disputaban el poder, haya sido la de consolidar la nación...Consolidar la nación significó...plantear la eliminación de la cultura real de casi todos, para implantar otra de la que participaban sólo unos cuantos”. (Bonfil 1990: 104)
Los procesos de mestizaje y “desindianización”, descritos por Bonfil, tuvieron un gran impacto en la sociedad mexicana desde el siglo XVI, pero fue sólo hasta el siglo XIX, cuando el problema de la presencia indígena10, se presentó como obstáculo para lograr la identidad nacional, tan anhelada como utópica, en aras de lograr el “proyecto de nación” del gobierno liberal. Ya para el siglo XX, la cultura nacional se afirma como una cultura mestiza y los indios se convierten en el “gran problema”, para alcanzar la “unidad nacional”. Por ejemplo, para Molina Enríquez, sólo el mestizo estaba en condiciones de lograr la integración; veía al indio dividido, desorganizado, sin cohesión interna y ocupado sólo en atender su subsistencia. El criollo ya no contaba como categoría histórica capaz de encarnar la nacionalidad mexicana: desde el triunfo liberal de 1867 ese papel ideológico lo desempeñaba el mestizo, pero los que se asumen mestizos no se quieren criollos, pero mucho menos indios; pretenden ser algo nuevo cuyo contenido nunca se define satisfactoriamente.
La Revolución Mexicana, tampoco significó un cambio de rumbo; según Bonfil, en la etapa armada participaron el México imaginario y el México profundo, cada uno por sus propias razones y persiguiendo sus propios objetivos. Pero el proyecto triunfante, el proyecto Constitucional revolucionario, no pretendía la continuidad del México profundo, sino su incorporación, por la vía de su negación, a una sociedad que se quería nueva. Por eso México debía ser mestizo y no plural ni mucho menos indio.
“La concepción ideológica del México mestizo de la Revolución no fue, no ha sido, tarea fácil. Esquemáticamente...la raíz profunda de nuestra nacionalidad está en el pasado indio, de donde arranca nuestra historia. Es un pasado glorioso que se derrumba con la Conquista. A partir de entonces surge el verdadero mexicano, el mestizo, que va conquistando su historia a través de una cadena de luchas que se eslabonan armónicamente hasta desembocar en la Revolución. La Revolución es el punto final del pueblo mexicano, el pueblo mestizo; es un hecho necesario, previsto y anticipado por la historia. A partir de la Revolución será posible la incorporación plena del mexicano a la cultura universal”. (Bonfil, 1990: 166-167)

Pero a diferencia del nacionalismo criollo del siglo XIX, el nacionalismo revolucionario del siglo XX, no puede ignorar al indio vivo, surge así el “Indigenismo”, que busca asimilar al indígena a la cultura nacional. Continúa operándose el proceso de desindianización, pero ahora apoyado por dos armas poderosas: la escuela y los medios masivos de comunicación, al respecto señala Bonfil:
“La escuela elemental ha llegado prácticamente a todos los rincones del país. Esto se considera un triunfo, un logro más de la Revolución. Sin duda, la oportunidad a una educación sistemática es un derecho legítimo e incuestionable de todos los mexicanos. Pero ¿Cuál educación, con qué contenidos y para qué?...Se busca una enseñanza homogénea bajo el eterno postulado ideológico de que se requiere la uniformidad de la sociedad para consolidar la nación. El resultado no puede ser otro: la instrucción escolar ignora la cultura de la mayoría de los mexicanos...[es] una enseñanza en función del México imaginario, al servicio de sus intereses y acorde con sus convicciones. Es una educación que niega lo que existe...la convicción de que la escuela es el camino de la redención pasa por una convicción más profunda: lo que sabes no tiene valor, lo que piensas no tiene sentido; sólo nosotros, los que participamos del México imaginario, sabemos lo que necesitas aprender para sustituir lo que eres por otra cosa”. (Bonfil, 1990: 183-184) “Los medios de in-formación masiva...Tienen más incidencia entre quienes participan del México imaginario, porque están diseñados fundamentalmente para esa parte de nuestro mundo. Son esencialmente unidireccionales, centralizados y urbanos. Su horizonte de preocupaciones no incluye al México profundo: éste aparece en ellos como lo externo, insólito, pintoresco pero sobre todo peligroso, amenazante, profundamente incómodo”. (Bonfil, 1990: 180)
Etnicización
Así, los indios se han venido convirtiendo en el rostro negado, lo que no queremos ver de nosotros mismos, aquello que niega el gran logro que han alcanzado los mestizos -aunque no todos-, por eso, los indios se han convertido en “grupos étnicos”, grupos ajenos a la “cultura nacional”, por eso han sido “etnicizados”, tal como plantea Gilberto Giménez, al señalar que todas las colectividades que hoy llamamos étnicas, son producto de un largo proceso histórico llamado “proceso de etnicización”, iniciado en el siglo XVI y que se prolonga hasta nuestros días en el contexto nacionalista del Estado-nación a la europea, con su proyecto de homogeneización cultural.
“El proceso de etnicización habría implicado básicamente la desterritorialización, por lo general violenta y forzada, de ciertas comunidades culturales, es decir, la ruptura o por lo menos la distorsión o atenuación de sus vínculos (físicos, morales y simbólico-expresivos) con sus territorios ancestrales, lo que a su vez habría desembocado en la desnacionalización, la marginalización, el extrañamiento y la expoliación de las mismas...El proceso de etnicización implica, por lo tanto, la disociación entre cultura y territorio y, consecuentemente, el riesgo de la integridad de una nación originaria o superviviente”. (Giménez, 2000:46)
De acuerdo con Giménez, quien sigue a Oommen, existen diferentes tipos de etnicización, aunque la más obvia es la transformación de los habitantes originarios de un territorio en una colectividad minoritaria y marginalizada, tal como fue el caso de los pueblos indios mesoamericanos, que si bien continúan habitando sus territorios ancestrales, prácticamente fueron desposeídos de los mismos mediante la alteración radical de sus vínculos tradicionales.
“La etnicización también se produce cuando un Estado decide “integrar” y homogeneizar a las diferentes naciones que coexistían en su territorio en un solo “pueblo”. Los recursos utilizados para este fin, pueden ir desde el desarraigo físico, hasta la distorsión de la historia nacional de un pueblo, pasando por la creación de unidades político-administrativas artificiales, la colonización estatal del territorio ocupado por las naciones más débiles y pequeñas, y la prohibición de emplear la lengua materna”. (Giménez, 2000: 47)
Por ello, pensamos que los indios de nuestro país, han sido etnicizados, desterritorializados, convertidos en extranjeros en sus propias tierras, y que los mestizos desindianizados, son los impulsores del proyecto civilizatorio denominado por Bonfil como el México imaginario. En ese México, no caben los indios, no caben los campesinos, no caben los obreros, en fin, no cabe la gente común, los pobres que forman el México profundo.
Y sin embargo, todos somos mexicanos, pero la mayoría de los mexicanos aspiran a formar parte del México imaginario, quieren ser “gente bonita”, no quieren mirarse al espejo de la historia y ver su rostro negado, el rostro indígena que aflora en nuestras facciones, les aterra reconocer a los indios y reconocer que ellos mismos también son indios, o más bien que los indios son mestizos, o que indios y mestizos son los mismos mexicanos que ocupan distintas posiciones económicas, sociales y políticas, debido a esa historia, que tampoco quieren reconocer. Por eso son tan exitosas las versiones de la “Historia Oficial”, la que imparte el estado en las escuelas de educación básica, y con la que se queda la mayoría de los mexicanos, porque enfrentar la “otra visión de la historia”, implica reconocer quiénes somos los verdaderos mexicanos.
Notas:
1 Al respecto, véanse los planteamientos sobre Etnia, nación, Estado y ciudadanía, en Giménez, 2000:49-53.
2 “Hemos definido a la etnia, en última instancia, como una nación desterritorializada, es decir, como una colectividad cultural (generalmente minoritaria) disociada de su territorio y, consecuentemente, marginal y discriminada. Se trata de una categorización todavía genérica, realizada desde el punto de vista del observador externo y aplicable a una gran variedad de grupos que pueden revestir características particulares diferentes”. (Giménez, 2000: 53)
3 Concepto propuesto por Guillermo Bonfil Batalla en 1987, en: México profundo. Una civilización negada.
4 Proceso descrito por Giménez, 2000: 46-49.
5 Según la estimación que hace en su Ensayo político, Alexander Von Humboldt.
6 Dice Ward en 1827, refiriéndose a las estimaciones de Humboldt: “Los mestizos, (descendientes de nativos e indios) se encuentran en cualquier parte del país y lo más seguro es que, dado el número tan reducido de españolas que llegaron en un principio al Nuevo Mundo, la gran masa de la población tenga alguna mezcla de sangre indígena...Después de los indios puros...los mestizos eran la casta más numerosa, sin embargo, es imposible precisar la proporción exacta que guardaban con el total de la población, ya que muchos de ellos...estaban incluidos entre los blancos puros...” (Ward, 1985: 22)
7 Si acaso, la novela histórica Gonzalo Guerrero, de Eugenio Aguirre. Lecturas Mexicanas No. 66, SEP, México, 1986.
8 “La blancura de la piel era la norma general de nobleza, y de ahí la expresión tan frecuente en una disputa: “¿Es posible que se crea usted más blanco que yo?” Pero el rey se reservaba para sí el poder de conferir los honores de la blancura a cualquier individuo de cualquier grupo, y esto se hacía por decreto de la Audiencia, concretado en las palabras: “Que se tenga por blanco”, y se tomaban los más grandes trabajos para impresionar a la gente con la importancia de estas distinciones, que equivalían de hecho a una patente de nobleza”. (Ward, 1985: 23-24)
9 Bonfil, 1990: 10-11.
10 Desde entonces, los pueblos indios fueron marginados, aunque sobreviven hasta el momento en nuestro territorio 56 grupos étnicos, que hablan alrededor de 62 lenguas indígenas, cantidad muy reducida, si tomamos en cuenta que sólo se conserva aproximadamente una tercera parte de las lenguas indígenas que se hablaban en Mesoamérica antes de la Conquista.


Bibliografía
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1985 México en 1827. Selección. Lecturas mexicanas No. 73, Fondo de Cultura Económica – SEP. México.














Inventar el pasado, evocar lo ausente: la imagen de la Conquista en el cine histórico mexicano.
Universidad Pedagógica Nacional

“ ... los hombres sintieron siempre la necesidad (...) de figurarse que proceden de otra era mejor y caminan hacia otra era mejor; que se han dejado a la espalda  un paraíso ya perdido y tienen por delante nada menos que la conquista de un cielo (...) Nuestra existencia transcurre entre dos utopías,  dos espejismos, dos figuraciones de la ciudad feliz, la que no se encuentra en parte alguna. Hay, pues, utopías retrospectivas y utopías de anticipación.”  (Alfonso Reyes, No hay tal lugar)


Como  advierte Fernando Ainsa, no debe confundirse la noción de la utopía- el género literario que se popularizó en el siglo XVI a partir de la publicación de la obra de Tomás Moro- con el concepto del impulso o la función utópica, que ha caracterizado al pensamiento crítico, subversivo, cuestionador de las verdades establecidas. [26] La utopía tiene una serie de constantes que caracterizan al género: la representación geográfica en un espacio aislado, la ausencia de una dimensión histórica, la organización de la armonía social a través de la reglamentación minuciosa de todos sus aspectos, etc. [27]  El pensamiento utópico, en cambio, caracteriza obras que no necesariamente pertenecen a dicho género, pero que buscan superar la representación del orden establecido e imaginan propuestas alternativas de otros mundos posibles. [28]
Más flexible que el género literario, el pensamiento utópico no necesariamente anticipa un mundo mejor, sino que en algunos casos reivindica el pasado, generalmente identificado con la Edad de Oro o el paraíso perdido, idealiza los orígenes, mitifica lo primitivo, ensalza el tiempo pasado.
En la presente ponencia deseo poner a prueba la hipótesis de que el cine histórico mexicano de la última década del siglo XX constituye una expresión del pensamiento utópico, que busca imaginar un pasado distinto al que nos fue heredado por la historiografía, a fin de contribuir a la creación de una memoria nacional en que pueda reconocerse cómodamente el espectador contemporáneo y, de esta manera, convertirse en un producto de consumo masivo, acorde con las exigencias de la política neoliberal. De ahí que las películas realizadas en esta época se refugien en el pasado, territorio que suele ofrecer más seguridad que el momento presente, preferido, a su vez, por todo cine con aspiraciones críticas. Por otra parte, resulta sintomático que se escoja un pasado específico, el de la época de la Conquista [29], que a juicio de sus autores, ha sido el período en que se gestó la actual identidad mexicana, y que se pueble dicho escenario de personajes arquetípicos y situaciones fuertemente estereotipadas.  Conforme a esta hipótesis, el cine histórico contemporáneo se dirige a públicos masivos empleando para ello una serie de fórmulas bien conocidas e intenta re- construir la visión de la época  de la Conquista acorde con la necesidad de la sociedad actual  de reafirmar su identidad a partir de los valores de tolerancia y respeto al otro, que, en realidad, han estado ausentes en el proceso de su configuración histórica.
En la primera parte de la ponencia voy a tratar de reconstruir los elementos fundamentales de los discursos que despliega cada uno de los filmes acerca de los procesos que estuvieron en la génesis de la actual sociedad mexicana. En la segunda intentaré explicar las razones por las cuales los tres relatos invierten la imagen de la Conquista que hemos heredado, para caracterizarla como un período en que se sentaron las bases de una sociedad integrada, homogénea e igualitaria.
Lo que permite comparar las tres películas que se filmaron en México en la década de 1990 sobre la Conquista no son sus valores estéticos ni aportaciones al discurso fílmico o  historiográfico, sino su tema y su orientación ideológica. En efecto, Cabeza de Vaca (1990) de Nicolás Echevarría, Bartolomé de las Casas (1992) de Sergio Olhovich y La otra conquista (1998) de Salvador Carrasco son muy desiguales en cuanto a sus valores cinematográficos, capacidad narrativa  e interés del discurso histórico. [30] No obstante ello, parecen surgir de una serie de preocupaciones comunes, que tienen que ver con la revisión y la reescritura de la historia nacional a partir de una valoración distinta que la tradicional del período que, conforme a los propios filmes, constituyó el origen de la sociedad mexicana actual. 
La transformación de  la visión tradicional de la Conquista que efectúan estas películas no surge de una nueva investigación  de la historia ni del deseo de superar la historia nacional que ha fijado en nuestro imaginario una serie de arquetipos y  estereotipos, sino  de plantear una nueva solución al dilema irresuelto de nuestra identidad, que las tres películas parecen ubicar en el hecho de  la extrema violencia en la que su fundó la sociedad novohispana. Sólo conjurando esta violencia originaria es posible, conforme a los filmes, integrar a una sociedad profundamente escindida, superar los desgarramientos que han marcado a nuestra sociedad desde entonces hasta la actualidad.
 En efecto, lo que llama la atención inmediatamente, es que los tres filmes niegan la brutalidad de la Conquista, la reducen al mínimo que exige el principio de la verosimilitud, la disuelven en imágenes muy estilizadas, en referencias discursivas lejanas, en signos débiles que finalmente quedan aplastados por un discurso sobre la reconciliación y convivencia armónica.
Esta solución- imaginaria-  se plantea principalmente en el nivel ético. Ciertamente, las tres obras proclaman  la posibilidad de reunir las dos razas y culturas a partir de la actitud de la tolerancia y respeto al otro, lo que en uno de los casos conduce al sincretismo (La otra conquista),  en el otro a la renuncia a la cultura española para adoptar las costumbres  indígenas  (Cabeza de Vaca) y finalmente, a la enseñanza de los valores traídos de España a unos indígenas carentes de cualquier civilización (Bartolomé de las Casas).
La asimilación de una cultura por la otra: Cabeza de Vaca.

En Cabeza de Vaca, película que pretende desmitificar el discurso tradicional sobre la Conquista invirtiendo las imágenes que heredamos de ella como en un juego de espejos, atribuye inicialmente  la violencia a los indígenas y no al grupo español, que apenas logra sobrevivir al naufragio. Pero el maltrato inicial al que es sometido Álvar Nuñez Cabeza de Vaca  cesa en cuanto los indígenas advierten la humanidad y la alteridad de su preso. La secuencia que marca el tránsito de la condición de esclavo a la de compañero y curandero es la escena en que Cabeza de Vaca pronuncia un largo discurso en español, en que reivindica su propia identidad:

Hablo, hablo y hablo porque soy más humano que vosotros, porque tengo un mundo, aunque esté perdido, aunque sea un náufrago. Tengo un mundo y un Dios... creador del cielo y de la tierra. A vosotros también los ha creado Dios. Me llamo Álvar Núñez Cabeza de Vaca, tesorero de su majestad Carlos I de España y V de Alemania, señor de estas Indias. Y esto son las esencias, yo soy de Sevilla, y esto es el suelo, y aquello el cielo, y esto una planta y qué más... qué más... y esto es arena y más allá el horizonte y el mar.
Los hombres que lo escuchan no pueden comprender sus palabras pero parecen advertir su dignidad, así como la firme resolución de reclamar su condición humana.
Conforme a la película esta demostración gestual y verbal del español es suficiente para que los nativos estén dispuestos a admitir a Cabeza de Vaca en su grupo. El hechicero, que anteriormente lo había mantenido en cautiverio, ahora lo hace participar en una especie de ritual de iniciación  y cuando Álvar da pruebas de su comprensión y manejo de los códigos de la otra cultura, lo considera como un igual con plenos derechos.
El proceso de humanización de los unos para los otros se da simultáneamente y en forma simétrica. A los ojos de  Cabeza de Vaca y sus compañeros, los indígenas aparecen primero como un enemigo invisible, causa de dolor y muerte inexplicable. Más adelante el adversario se corporeiza en los personajes del hechicero y Mala- Cosa, su ayudante, hombres extraños, diferentes, otros.  Pero la alteridad de cada uno de ellos se constituye de un modo diferente. Mala- Cosa [31] causa una extraña sensación sobre todo por su apariencia física- es un enano sin brazos- y carácter iracundo, que resulta muy llamativo en su pequeña persona. En cambio, el hechicero es un hombre inexpresivo, cuya pertenencia a otro mundo radica en su mágica relación con la naturaleza, que le permite controlarla de una forma que es inaccesible a la cultura occidental.
Es precisamente en el momento en que el hechicero y su ayudante empiezan a tratar a Cabeza de Vaca con respeto, que también ellos pierden su carácter extraño. Se da el primer intercambio verbal entre ambos y la donación de algunos  objetos. Los unos y los otros pueden por fin comunicarse, comprenderse, en definitiva, reconocerse como iguales.
El Cabeza de Vaca fílmico parece asumir su nueva identidad sin mayores problemas. Se desenvuelve bien entre los diversos grupos que encuentra en su camino, es respetado y querido. Va en aumento, en cambio, su alienación de su cultura de origen. Cuando al final de su periplo llega finalmente al campamento  español y es testigo de los abusos  que sus compatriotas ejercen contra los indígenas, se sume en la desesperación. Ya no puede comunicarse con ellos.
El proceso de transformación de Cabeza de Vaca , conforme lo pinta el filme, consiste en su conversión a la otra cultura, y no en algún tipo de  aculturación, lo que supondría una apropiación selectiva de sus elementos, así como la articulación de éstos dentro de los propios códigos culturales. En cambio el Cabeza de Vaca fílmico renuncia a todos los rasgos de su propia civilización, excepto el idioma que, por cierto, emplea con cada vez mayor dificultad para adoptar aparentemente todos los rasgos de la otra cultura. Hay que subrayar que dicho proceso se verifica  por consentimiento y libre voluntad de Cabeza de Vaca.
Si bien, la película ofrece una serie de imágenes que permiten apreciar la diferenciación de las culturas indígenas, en términos de sus respectivas construcciones, vestimenta y adornos corporales, recurre a la estereotipación cuando se trata de distinguir las dos civilizaciones en choque. En efecto, coloca las culturas indígena y europea en extremos opuestos de una escala de valores que mide sus respectivos grados de integración y sus formas de  relacionarse  con el otro. Conforme a estos criterios, mientras el sentido de pertenencia al grupo es débil entre los europeos, en el mundo indígena existen fuertes vínculos que unen a sus miembros. Mientras la cultura europea produce la alienación del medio circundante, por lo que las fuerzas naturales le son hostiles, los indígenas están profundamente compenetrados con éstas, de modo que pueden no sólo controlar, sino también cambiar el curso de los acontecimientos. A diferencia de los “cristianos” que no conciben otra relación con culturas distintas que la del violento sometimiento, los indígenas son capaces de reconocer las diferencias y respetar a los forasteros.
Esta contradicción es, como vimos, salvada por Cabeza de Vaca, un español  que renuncia a su cultura y religión para adoptar  la del otro, tarea noble en que es secundado sólo por un miembro de su grupo inicial, el negro Estebanico. En cambio, los demás españoles, están caracterizados por el filme, conforme al esquema maniqueo al que obedece su construcción, como representantes más  ruines de la condición humana.
Es así como la película traza su imagen utópica de un  pasado que, se entiende, ha moldeado nuestro presente. Haciendo abstracción de los rasgos concretos de las culturas enfrentadas, coloca el problema en el plano ético que puede resolverse a medida que de ambos lados aparecen hombres dispuestos a superar la extrañeza inicial y reconocerse mutuamente.
América, una página en blanco, se escribe en español: Bartolomé de las Casas.

En Bartolomé de las Casas la guerra de la conquista y la  violencia que ésta desató no es sino un eco lejano. Hablan de ella los dos indígenas que aparecen en la película: ambos perdieron a sus familias y vieron como sus amigos fueron convertidos en esclavos. La condenan una y otra vez los dominicos: Córdoba, Montesinos y el propio Las Casas. Pero la violencia, de la que tanto se habla, no aparece nunca en la pantalla. En toda la película no hay imágenes de guerra ni de la muerte. [32] Y el problema es que lo que se cuenta en un filme, pero no se muestra, y al revés, lo que se escucha pero no se presencia, tiene una menor fuerza de impacto, no conmueve al espectador de la misma manera. No se trata sólo del poder de las imágenes para producir las emociones en quien las mira, sino el impacto de una acción dramática, capaz de involucrar directamente a los espectadores.
Por otra parte, el protagonista de la película, al igual que en Cabeza de Vaca, es un español  bienintencionado y de noble carácter. De hecho, el tema central de la película lo constituyen las sucesivas transformaciones espirituales de Bartolomé de Las Casas quien de encomendero se convierte en fraile y en el crítico más virulento del sistema de explotación, tortura y muerte que la Corona española, por intermedio de sus funcionarios, ha impuesto en las colonias. La película idealiza al personaje omitiendo cualquier mención a su participación en las represiones militares de conquista, así como para aplastar las rebeliones indígenas,  y resalta su lucha contra la encomienda, la esclavitud de los indígenas, así como porque se les devuelva la soberanía sobre sus tierras, bandera que el dominico enarboló en la última etapa de su vida. [33]
Bartolomé de las Casas, al igual que  Cabeza de Vaca, está dispuesto a  respetar al otro. Pero hay una diferencia importante en los planteamientos que hacen al respecto ambos filmes. Mientras en la película anterior aparecían diversas  culturas indígenas, en todo el filme de Olhovich no existe indicio alguno de que en el continente americano hubiera alguna civilización antes de la llegada de los españoles.  No se ve, a lo largo de la proyección ninguna edificación, elemento de la cultura cotidiana, costumbre o práctica religiosa que pudiera atribuirse a alguno de los pueblos indígenas. Tampoco se escuchan sus voces. Los nativos representados en el filme hablan el castellano, algunos perfectamente y otros con cierta torpeza, pero no parece que dispusieran de algún otro medio de comunicación. Tampoco tienen nombres propios...  Así que son los españoles los que los nombran, les enseñan su idioma y dan sentido a sus vidas, lo que éstos reciben con evidente gratitud.
De esta manera, el problema de la Conquista, aparentemente criticada en el filme por medio de algunos diálogos [34]  se reduce a algunos delitos lamentables, cometidos por un grupo de asesinos y debidos a la codicia de quienes abusaron del trabajo indígena. Porque fuera de estos desgraciados accidentes, está claro que la presencia española en América trajo puros beneficios a los nativos.
En lugar de un imaginario de América- paraíso primitivo o el infierno de sacrificios humanos e idolatría- la película instaura un vacío. El continente es una total carencia. Literalmente no hay nada ahí: ni lugares ni personas tienen nombres propios hasta que se los ponen los españoles, la naturaleza no tiene características propias, no hay culturas ni instituciones. No es nada hasta que llegan los europeos. Por eso no es necesario hacer algún planteamiento acerca de los problemas interculturales que surgieron en cuanto inició la Conquista. Conforme a la película éstos no existen porque en realidad hay una sola cultura, la española.
Este  territorio virgen, habitado por buenos salvajes y ahora también por hombres que traen consigo una alta cultura, permite soñar, conforme a la película, en una humanidad mejor, en la realización de la utopía de la igualdad, abundancia y felicidad. Para construir este nuevo reino hace falta mezclar lo mejor de las dos razas, conforme nos lo explica uno de los personajes:
 Seremos nosotros, los mestizos, que crearemos una nueva estirpe, libre, con su pendón y su rey, sin cadenas que les aten a los antiguos ritos ni a los soberanos extranjeros. (...) Y aquel día encenderemos las hogueras en las cumbres de las montañas, nos vestiremos de blanco, nos tocaremos con coronas de flores, comeremos carne hasta hartarnos y lloverá durante treinta días para fertilizar los campos.

Esta es la segunda vez que en la película se habla del mestizaje precisamente en estos términos,  como una fantasía, un sueño utópico, un anhelo noble, pero sin relación alguna con las circunstancias históricas que viven los protagonistas de esta historia.
En términos generales, la película se mueve en un plano abstracto. Al descontextualizar las actividades y la evolución del pensamiento de Las Casas,  ubica el problema de la Conquista en un plano universal, indeterminado, el de los derechos humanos. De ahí que no permita reflexionar   ni sobre  el encuentro entre los europeos y las diversas culturas indígenas en el siglo XVI, ni sobre la problemática intercultural existente actualmente en los países latinoamericanos. No existe un otro en el filme, al que comprender a partir del conocimiento de su cultura, costumbres, visión del mundo, y así poder comunicarse y relacionarse con él. Sólo hay seres humanos, desprovistos de características culturales, históricas, particulares, y por tanto retratados  casi en exclusiva por los rasgos morales, considerados como generales en toda la especie humana.

“En el fondo compartimos la misma creencia”: La otra conquista.
Como el propio título lo sugiere, la película de Salvador Carrasco centra su mirada en la conquista espiritual, en el proceso por el que los españoles fueron imponiendo a los indígenas su sistema de creencias, sus formas de pensar y de representar tanto las ideas como las cosas. Pero su mirada se posa también en la resistencia indígena, en una apropiación selectiva de los elementos de la cultura del otros, en las relaciones que se van tejiendo entre ambas.
De las tres películas, es en ésta donde hay más imágenes de la muerte. El filme abre con la imagen de  los cadáveres tras la matanza del Templo Mayor;  minutos después se muestran los cuerpos inertes de los soldados españoles y guerreros mexicas esparcidos en un centro ceremonial. Desde un principio se caracteriza y diferencia a ambas sociedades por su relación con  la muerte. En cada una de ellas ésta significa otra cosa y se produce de otra manera. Conforme al filme, los mexicas matan sólo en dos circunstancias: cuando se trata de la defensa propia y cuando así lo requiere el universo que ellos habitan, cuando es necesario nutrirlo con sangre para que siga dando vida y protección a la humanidad.  Los sacrificios humanos son una ofrenda a los dioses que los mexicas entregan gustosos. Hay también ocasiones en que recurren al autosacrificio, como una manera de protestar contra un mundo que se ha vuelto adverso y cruel. En cambio, los españoles actúan como asesinos, simple y llanamente. Atacan a un pueblo pacífico, matan a las ancianas por la espalda, siembran terror por doquier.
Es, por tanto la única película en  que la Conquista es verdaderamente relacionada con la guerra, con las vidas cegadas, con el sufrimiento. Sin embargo, una vez terminada la parte introductoria del filme, y con la única excepción de las torturas a las que es sometido Topiltzin, su protagonista, las imágenes de violencia desaparecen por completo para dar lugar a la construcción de la idea sobre el acercamiento y entrelazamiento de ambas civilizaciones. En realidad, antes de que esta idea quede claramente formulada a través de las actitudes y parlamentos de los personajes, el filme la sugiere desde el inicio.
En efecto, en cuanto desaparecen los créditos y antes de que empiece el relato propiamente dicho se presenta una hoja de códice, en la que se sobrepone un texto introductorio escrito en castellano. La hibridación de las formas de expresión indígenas y españolas se extienden, minutos después, a la música- sobre todo la extradiegética, y a la pintura, que permite la transición desde el inicio de la narración propiamente dicha- la agonía y la muerte de Fray Diego de la Coruña en 1548-, a los acontecimientos que tuvieron lugar en Nueva España, veintidos años antes.
Pero el sincretismo cultural que se insinúa sobre todo a través de los recursos extradiegéticos, permanece durante más de  mitad de la película en contradicción con los acontecimientos a través de los cuales se desarrolla la historia. Lo que presencian los espectadores son, por lo pronto, los esfuerzos de la nobleza mexica para preservar su cultura y su memoria, ante la creciente presión española que busca prohibir toda expresión de la civilización autóctona y destruir sus vestigios.
Es aproximadamente a la mitad de la cinta cuando el sordo enfrentamiento empieza a ceder lugar a algunas muestras de colaboración entre las dos partes. Hernán Cortés es ayudado por Tecuichpo, la única hija sobreviviente de Moctezuma II, y ahora su amante e intérprete. El conquistador, a su vez, devuelve algunas propiedades a la nobleza mexica y cuida de sus miembros. A éstos se les enseña el castellano y la doctrina cristiana. Si bien, el filme da a entender que esta colaboración no resultó del todo de libre consentimiento de los indígenas[35], permite verlos desempeñarse con soltura y cierto placer en el medio español.
Pero los personajes que colaboran con los representantes de la otra cultura con fines prácticos y sin renunciar en el fondo al origen de sus creencias y formas de vida, no juegan el papel más importante en La otra conquista. Entre Tecuichpo y Cortés habrá traiciones, malos tratos y abandonos mutuos. El hermano de Topiltzin terminará sacrificando su propia vida para salvar al otro de las torturas.
Los autores del filme confían, en cambio, su esperanza de una verdadera unión intercultural en dos personajes que  actúan como depositarios de los más altos valores espirituales de ambas civilizaciones: Fray Diego de la Coruña y Topiltzin, un fraile franciscano y un noble mexica, pintor de códices y sacerdote.   Son ellos dos los que logran comunicarse, aprendiendo cada uno el idioma del otro y comprenderse. Conforme al filme, lo que constituye el fundamento del mutuo respeto y comprensión es la religiosidad de ambos. El primero en darse cuenta de ello es Topiltzin, quien se lo comunica a Fray Diego: “Vos y yo en el fondo compartimos la misma creencia aunque provengamos de mundos distintos, vivimos en todos los siglos y todas partes. Desde un principio nos hemos estado saliendo al encuentro de diferentes formas. Por eso nos tiene indiferente que nos tengan encerrados aquí a los dos. Nuestro encuentro es inevitable y eterno.”
Y el propio Fray Diego, al encontrar a Topiltzin muerto, abrazando  la estatua de la Virgen María, pide llamar a Cortés porque  “antes que se marche para España a reconquistar al Rey ha de dar de un milagro, que refleja como dos razas tan diferentes puedan ser una a través de la tolerancia y del amor.” La película subraya este mensaje mediante la música y una fotografía que recrea una y otra vez los motivos iconográficos cristianos, de los que forman parte elementos indígenas. El más significativo de ellos aparece en los últimos minutos: la Santa Trinidad que se forma al yuxtaponer las cabezas de Topiltzin y de la escultura de la Virgen, coronadas por la  de Fray Diego, quien está arrodillado atrás de las dos figuras yacentes.

La pesadilla de la historia.
La vuelta a los grandes temas de nuestra historia no es un síntoma exclusivamente cinematográfico. En realidad, el interés por el pasado ha sido aún más patente en la literatura latinoamericana, que produjo desde 1979, año en que según Seymour Menton ha iniciado el auge de la Nueva Novela  Histórica,  más de 40 ficciones  sobre la historia del continente americano. [36] ¿Cuáles podrían ser las razones de esta  renovada preocupación por la historia? El propio Menton cree que el más importante estímulo para la ficción histórica lo ha constituido el Quinto Centenario del Descubrimiento de América, pero que también podría tratarse de un subgénero escapista  ante la situación que vivió América Latina en el período 1970- 1992. [37]  Otros estudiosos de este fenómeno literario ven en el renacimiento de la novela histórica uno de los síntomas de la posmodernidad, que al colocarnos en una aldea global ha generado un sentimiento de vacío, de exilio, de invasión por las culturas foráneas, que se pretende contrarrestar reivindicando lo propio, lo local y lo específico, confirmando las creencias y las tradiciones propias.[38] Peter Elmore, a su vez, cree que la novela histórica, lejos de ser “un escape ilusorio a un mundo idílico”, permite “encontrarse con problemas aún no resueltos, con conflictos todavía vigentes” y que, en este sentido “la escritura se mide con las grandes cuestiones de la actualidad a través de la indagación crítica e imaginativa de las crisis del pasado.” [39]
Pero mientras la nueva novela histórica latinoamericana ha ido enriqueciendo la propia historia, desvelando “los mitos, símbolos y la variedad etnocultural de una realidad que existía, pero que estaba ocultada por el discurso reductor y simplificador de la historia oficial”[40], no es seguro que pueda decirse lo mismo sobre las obras cinematográficas comentadas en este ensayo.
A medio camino entre reconstrucción histórica y ficción, las tres películas filmadas en la década de 1990 sobre el tema de la Conquista parecen construir su propio mundo, una realidad que difiere de la imagen de la historia del siglo XVI que hemos heredado, y que tampoco concuerda con la visión que hoy los mexicanos tienen del pasado que ha configurado su identidad actual. Construyen este mundo a partir de una idealización sui generis de la historia, idealización que emplea criterios contemporáneos para buscar la reconciliación con una historia que se ha vivido como una pesadilla. Esta operación parece buscar un efecto terapéutico sobre los espectadores actuales, que viven en un mundo en que el respeto a la diversidad es uno de los valores más reivindicados. La medicina que el cine mexicano les administra contiene por principio una serie de negaciones: de la brutalidad de la Conquista, de las fracturas de las sociedades que han surgido como su consecuencia, de la escisión social y cultural que todavía sufren las naciones latinoamericanas. Pero también  ofrece una idea positiva en la que reconocerse: una nueva imagen de nuestra sociedad en que la ruptura y el conflicto ceden lugar a un sistema homogéneo, igualitario, pacífico, en que reina la tolerancia y el respeto al otro.
No deja de ser paradójico que la reivindicación de los “nuevos” valores se realice con base en imaginarios muy arraigados en nuestra cultura y que por tanto pueden ser aceptados por amplios públicos, a los que, sin duda, las tres películas se dirigen. Por un lado, la imagen del conquistador conquistado, a la que alude el filme de Echevarría, tiene una larga tradición  que se remonta a las lecturas que se hicieron de los  Naufragios de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, de los textos de Fray Bartolomé de las Casas y del episodio que vivieron Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero, tal como éste fue descrito por Bernal Díaz del Castillo, con el afán de construir una historia nacional basada en la idea de la asimilación cultural.  [41]
Por otra parte, la idea de que fueron los europeos quienes trajeron a una América salvaje la cultura, que Sergio Olhovich plantea en su filme, formó parte del discurso de los imperios interesados en su conquista, colonización y, más tarde, en la obtención de las ventajas económicas en el continente americano. Las oligarquías locales han adoptado este mismo discurso y lo convirtieron en una ideología dominante que permeó el imaginario social más amplio.
Finalmente la idea del sincretismo religioso como la característica fundamental de la nación mexicana ha sido promovida por el discurso nacionalista desde el siglo XIX hasta nuestros días. Los cuestionamientos de dicho concepto, que privilegia las ideas  de la fusión y reconciliación  de las culturas, vinieron de la historiografía reciente, que por el contrario subrayó la desigualdad de los contactos,  “la reinterpretación y la apropiación selectiva de aspectos de la cultura dominante” [42], la incompatibilidad de los modos de aprehensión de  la realidad en estas diversas culturas, la heterogeneidad cultural americana y la variedad de las respuestas a la invasión europea.  [43]
Las tres películas permiten corroborar, entonces, la convivencia y la vigencia de los tres imaginarios en la década de los noventa. Cada uno de estos imaginarios está compuesto, a su vez, por imágenes más puntuales que definen lo que ha sido América, sus habitantes originarios, los que han empezado a llegar a ella a partir del siglo XVI y la sociedad que ha surgido como su consecuencia.
En Cabeza de Vaca, América es reivindicada como el lugar donde los hombres sensibles llegados del viejo continente pueden despojarse sin riesgo alguno de su cultura y así renacer como hombres nuevos, carentes de bienes materiales, pero dueños de sí y de una espiritualidad superior. Este proceso puede ocurrir, según la película, sin el ejercicio de violencia,  por el libre consentimiento y convicción de quien se someta a él.
Si comprendemos la película de Echevarría como un alegato sobre el origen de la identidad actual de los mexicanos, su discurso  aparece más emparentado con la ideología nacionalista de lo que podría parecer a primera vista. En efecto, comparte con ésta la idea según la cual nuestra identidad  es producto de un origen común, y está fincada en un proceso de  sincretismo cultural, cuya violencia y asimetría nunca se cuestionan. Al igual que la historia nacional, relega el conflicto a un último lugar y enfatiza los procesos de asimilación y homogeneización. Se refugia en la estereotipación y una visión maniquea de los “unos” y los “otros”: los generosos y honestos indígenas, y los europeos devorados por la codicia, empequeñecidos por el egoísmo y la soberbia.
El hombre que simboliza la unión de las dos culturas- aunque en realidad lo que hace  Cabeza de Vaca es adoptar una de ellas y suprimir la otra- es totalmente apolítico. Renuncia al poder dentro del grupo español, que le correspondía en virtud de su función de tesorero de la expedición- como lo observamos en la escena del naufragio-, y no aspira a ninguna posición de poder dentro de la sociedad indígena. 
De este manera ya tenemos todos los elementos de la construcción imaginaria de la Conquista que efectúa el filme y que responde al deseo, compartido a fines del siglo XX por muchos de los intelectuales latinoamericanos, de controlar la imagen de la historia propia y de proponer, frente a ella, un modelo de una  identidad latinoamericana alternativo al que nos ha sido impuesto desde los centros del poder hegemónico. Se trata, en apariencia, de oponer al imaginario dominante otro tipo de construcción imaginaria que responda a uno de los deseos colectivos más arraigados en América Latina, el deseo de reivindicar la identidad propia no como resultado de una violación originaria a la que fueron sometidos los pueblos de una cultura inferior, sino como la continuación de una tradición autóctona antigua, original y superior a la que trajeron los invasores.
De acuerdo con esta construcción, lo que ha dado origen a los mexicanos no es el proceso del mestizaje biológico, ni los procesos de aculturación o sincretismo, sino el regreso a un especie de estado de pureza originaria, representada por los pueblos americanos autóctonos. Así, los mexicanos de hoy no son producto de la imposición de una cultura sobre otra, sino un pueblo que ha sabido renunciar a la cultura invasora y afirmar los valores de su civilización original.
Aunque La otra conquista  comparta con la película anterior la idea de que los mexicanos tienen un origen común e idealice el legado indígena, su discurso tiene otros ingredientes y producen un imaginario distinto. En efecto, en lugar de una variedad de grupos indígenas que encontró Cabeza de Vaca, en el filme de Carrasco sólo están representados los antiguos habitantes de Tenochtitlan y, entre ellos, juegan un papel primordial los descendientes directos de Moctezuma. La relación entre los violentos y codiciosos soldados de Cortés y la pacífica nobleza azteca es representada en forma ambigua: por una parte se muestra la resistencia indígena a la imposición política y cultural, pero por el otro lado, a medida que el filme avanza, se subraya cada vez más el entrelazamiento religioso entre los representantes más “puros” de ambos bandos, Fray Diego de la Coruña y Topiltzin, en torno a la figura de la Virgen María que se va confundiendo con la de Tonantzin.
La visión de la Conquista está sometida en el filme de Carrasco a las exigencias del género melodramático, en mucho mayor medida que las otras películas filmadas en la década de 1990 sobre el tema. Las intenciones moralizantes del melodrama y su intención expresa de despertar la compasión en el público pesan más sobre la trama del filme que su  interés  por la historia del siglo XVI. Es una película que habla del sufrimiento y sacrificio de un pueblo, representado por los personajes de Tecuichpo y Topiltzin, y de la esperanza de su renacimiento a partir de la unión espiritual con otra cultura a medida que ésta sea capaz de compadecerse de los derrotados. En este sentido, la película de Carrasco sigue la tradición del melodrama nacional mexicano, de su temática y convenciones a la vez que lo actualiza buscando conformar su contenido a las expectativas de la sociedad actual. [44] Habla no sólo de personajes que buscan salvar al pueblo oprimido sino también de un pasado de tolerancia y respeto al otro, valores en este momento  tienen una importancia fundamental.
Con todo, la película reitera claramente los rasgos del imaginario que se ha construido en México en torno a la idea de nuestra identidad. Forma parte de él tanto una imagen idealizada de los indígenas que habitaron nuestro territorio en tiempos de la Conquista ( por oposición a los indios que habitan actualmente nuestro país y son objeto más bien de discriminación y degradación),  como la aceptación de la existencia de Guadalupe- Tonantzin.  La idea de que nuestra cultura es esencialmente sincrética es, desde luego, otro rasgo de dicho imaginario y de una ideología que algunos estudiosos no dudan en llamar neocolonial, a medida que esconde el etnocidio y “un sórdido proceso de desindianización compulsiva”. [45] Es muy probable que, contrariamente a las intenciones de los autores de la película, que creían contribuir con su recreación histórica a la reconciliación y al diálogo entre los mexicanos [46], sus planteamientos sólo consigan profundizar la “disociación esquizofrénica” de la sociedad actual:

La ideología del mestizaje descansa en un exacerbado etnocentrismo, que sólo concibe el progreso, en cualquiera de sus caracterizaciones, dentro de los principios teóricos en que descansa la civilización occidental. De ahí que muchos proyectos de cultura nacional, resulten de hecho un esfuerzo por difundir e imponer modelos ajenos con color y sabor local, que prescinden de las identidades profundas que coexisten en el territorio del Estado. O sea, se parte ya de una ficción y no de una realidad. Aún más, esta ficción no es sólo extraña a la realidad, sino opuesta a ella, razón por la cual todo sincretismo pasa por una dolorosa etapa de disociación esquizofrénica, que destruye la coherencia de los sistemas simbólicos de los pueblos dominados sin alcanzar a plasmar un nuevo sistema coherentemente estructurado. [47]

Por contraste a las películas comentadas anteriormente, la América de Olhovich es un continente sin rasgos propios, una carencia cultural total, un vacío, que abarca todo el universo socio- cultural. En efecto,   en todo el filme no es posible observar alguna institución americana,  más allá de la familia, y tampoco hay indicios de que en América  hubiera  arquitectura, algún tipo de costumbres,  o siquiera idiomas propios hasta que llegan los españoles. Es un territorio virgen, habitado por buenos salvajes y , desde la llegada de los europeos, también por hombres que trajeron consigo una alta cultura, que permite soñar con una humanidad  mejor, en la realización de la utopía de la igualdad, abundancia y felicidad.
Mientras los indígenas representados en el filme son todos iguales en sus carencias culturales, compensadas por una capacidad afectiva sin límites, que las hace amar a los invasores y serles leales hasta la muerte, entre los españoles hay diferencias notables, sobre todo en el plano moral.  Hay entre ellos hombres codiciosos y lujuriosos (Gabriel, el tío de Bartolomé de las Casas), otros yerran al principio pero después encuentran el camino correcto (Las Casas), y finalmente, hay quienes adoptan desde un principio una postura digna y noble frente al problema de la conquista (los dominicos Montesinos y Córdoba). De alguna manera, la vida en el Nuevo Mundo los enriquece a todos, no en el aspecto cultural, porque éste no existe en el filme, sino en el ámbito estrictamente humano. Más temprano unos y otros más tarde van comprendiendo la dimensión de la tragedia humana que viven los indios, y esto ennoblece sus caracteres.
La película de Olhovich parece reconstruir, curiosamente, el imaginario que permeó las actividades de los evangelistas europeos en América, y entre ellos, el de Las Casas. Puesto que el continente se concibió como un territorio fuera de la historia, el Nuevo Mundo, era posible abrigar frente a él todo tipo de esperanzas, construir todo tipo de utopías.  Los hombres de la iglesia tendieron a desplazar el proceso histórico de la conquista por la construcción simbólica, que articulaba los elementos de la realidad americana con motivos de la tradición bíblica y que les permitía ver las Indias como el lugar utópico de la “Nueva Iglesia” y del milenio de armonía, que implicaría la destrucción de la Iglesia Romana corrompida y degradada. [48]  Sus objetivos eran entonces distintos de los que tuvieron los conquistadores, incansables buscadores del oro y las riquezas. Los evangelizadores interesados en el alma de los pobladores de América, a la que había que instruir en los principio de la doctrina cristiana para hacer realidad el reino utópico en la tierra. Pero ello implicaba, como ha señalado Beatriz Pastor “una reducción fundamental: la de la complejidad contradictoria y problemática de un individuo Otro, su personalidad, su cultura, su historia a una representación simbólica parcial- el alma- que permite inscribirlo plenamente en proyecto utópico eliminando contradicciones.” [49] Por eso Las Casas conoció poco a los indios, sus particularidades no le interesaban y nunca se planteó la dificultad que  implicaría la convivencia de diversas culturas. [50]
Pero mientras es posible comprender la percepción que tuvo Las Casas de América a la luz de la época en que vivió, es mucho más difícil entender por qué cinco siglos después esta visión permanece fundamentalmente intacta en la película de Olhovich...
La imagen propia.
A diferencia de las utopías del pasado que tenían un carácter subversivo frente a la realidad establecida o, por lo menos, cumplían una función crítica y creaban alternativas para su reforma, la idealización del pasado que efectúan las películas analizadas tiene un carácter marcadamente conservador. Al reiterar los estereotipos a los que nos ha acostumbrado la historia nacional contribuyen a la legitimación de los discursos dominantes, con los que comparten la idea según la cual nuestra identidad es producto de un origen común y  del sincretismo cultural.  De esta manera niegan los problemas que igual ayer que hoy han dividido a nuestra sociedad: el racismo, la falta de reconocimiento a las culturas distintas a la que es aceptada y promovida por los círculos dominantes, o la desigual distribución del poder político y de la riqueza material. En este sentido, el cine de 1990 se distancia de la tradición que ha forjado el cine latinoamericano de las décadas anteriores, un cine radical, militante, que reivindicaba  la naturaleza profundamente heterogénea y conflictiva de las sociedades del continente.
       Sin embargo, paradójicamente, las películas comentadas conservan y desarrollan en alguna medida algunos elementos postulados por los nuevos cines, continúan sus búsquedas estéticas y narrativas, llenan la pantalla de elaborados escenarios audiovisuales y auditivos para contribuir a la creación de una imagen propia que difiere radicalmente de la imagen que sobre América Latina ha difundido el cine hegemónico.
Sergio Olhovich introduce, por ejemplo, elementos que transforman la posición del espectador frente a la obra. En efecto, la película inicia y termina con las referencias directas al proceso de filmación, rompiendo  de esta manera la convención del cine comercial que oculta su condición artificial y discursiva, reduciendo con ello la capacidad crítica de la audiencia. Al provocar su distanciamiento, Bartolomé de las Casas parece invitar a los espectadores a cuestionar tanto el referente (la reconstrucción de los escenarios del pasado es muy teatral y, por tanto, evidentemente artificial) como el discurso que se construye sobre él. No obstante ello, instantes después de la parte introductoria del filme, cae sobre el espectador, supuestamente prevenido, una lluvia de citas textuales de la obra de dominico, como para convencerlo de que la película se basa en fuentes de primera mano, es decir, en la verdad histórica. Al final, la orientación ideológica de la película anula por completo cualquier intención crítica frente al discurso histórico “consagrado” sobre el tema.
Jorge Ayala Blanco encontró un impulso renovador en la forma de expresión que eligió Salvador Carrasco para La otra conquista, “una obra insólita dentro del cine mexicano, una propuesta artística límite, una rara película actual de auteur cultista que llega a sus extremas consecuencias sin someterse a convenciones comerciales ni narrativas, un alucine de cine esteticista”. [51] Sin embargo, los rasgos que el crítico del cine admira, están puestos al servicio de un discurso plano e inverosímil sobre la fusión de las dos culturas que “se encontraron” en los tiempos de la Conquista.
Si alguna de las tres películas logra introducir realmente una representación novedosa, original de América, ésta es, sin duda, Cabeza de Vaca de Nicolás Echevarría. En efecto, el universo que aparece en la pantalla es un mundo sin confines entre lo real y lo mágico, lo histórico y lo mítico. Es una tierra seca, pedregosa, inhóspita y hostil. Es un espacio habitado por diversas culturas autosuficientes, que no necesitan que venga alguien de fuera a enseñarles otras formas de vida. Es en este sentido que la película se distancia de la visión hegemónica de nuestro pasado.
Pero, como he argumentado anteriormente, se trata de una excepción. En su conjunto, los filmes producidos en la década de los noventa construyen una visión de la identidad latinoamericana que busca ser complaciente, “políticamente correcta”, conciliatoria. El mensaje que habla de la “fusión” de ambas culturas tiene más fuerza que las imágenes de conflicto, que están circunscritas a la etapa del choque inicial. Junto con un notable debilitamiento de la ideología neocolonialista que promovían los nuevos cines, se eclipsa la crítica social. Mientras desaparece la retórica de la lucha de clases, reaparecen los referentes tradicionales en la definición de la identidad, principalmente el origen común, la raza y la lengua.
Parece que los realizadores quieren resucitar las “historias oficiales”, cuestionadas tanto por los movimientos indígenas surgidos en la década anterior a la conmemoración del Quinto Centenario, como por una historiografía que se propuso una revisión crítica de las interpretaciones anteriores del proceso histórico latinoamericano. [52]


[1] Federico Navarrete Linares, por ejemplo, en La Conquista de México (Conaculta, 2000, p.2), reconoce la ambigüedad de pensar el momento Conquista diciendo: “Vemos a la Conquista como motivo de vergüenza, la consideramos un episodio lamentable de nuestra historia, el principio de nuestra opresión y nuestros sufrimientos: los mexicanos modernos nos sentimos los descendientes de los derrotados, los indios, y no de los vencedores, los españoles. Para nosotros la conquista es un espejo en el cuál no nos gusta contemplarnos”.
[2] En ese entonces, lo que se llamó la transición democrática y el fin del monopolio del poder del partido estado priísta, abrían aparentemente muchas perspectivas de repensar la nación mexicana, y se podía pensar que con ese trabajo colectivo se podría  ayudar a generar elementos identitarios en acuerdo con lo que parecían ser las necesidades del momento para consolidar la renovación democrática. Hoy es evidente que ese optimismo era bastante ingenuo, la actual delicuescencia de la presencia estatal en ciertas regiones del país nos convence de que ese esfuerzo sigue estando hoy, no solamente vigente, sino que es imprescindible.
[3] Le Bot, Yvon: “Movimientos identitarios y violencia en América Latina” en Multiculturalismo. Desafíos y perspectivas” , Daniel Gutiérrez Martínez (comp.)
[4] http://www.pueblosoriginarios.df.gob.mx/quienes_somos.html. En esta misma página es rescatable que en el apartado de tradiciones y costumbres se señale al respecto de las festividades religiosas que el 94.5 de la población indígena del Distrito Federal es católica. Eso muestra justamente uno de los rasgos de los pueblos indígenas actuales que impiden la referencia a un origen y una continuidad, así como a la idea de una tradición precortesiana ancestral.
[5] Romano, Ruggiero, Les mecanismes de la conquête coloniale: les conquistadores, París, Flammarion, 1972, p.180.

[6] Y desde esa finalidad no hay ninguna diferencia significativa de fondo entre religiosos, funcionarios, conquistadores y otros tipos de autores que se pueda encontrar. Cierto, hay diferencia en los intereses, o en los estilos de Evangelizar  en el caso de las diferentes ordenes religiosas, pero todos al fin y al cabo, hasta el “santo y casi irreprochable” Las Casas, todos, con o sin reservas retóricas,  no pueden negar que escriben para  justificar por lo menos la acción  evangelizadora.  
[7] El empleo de la palabra  eurocentrismo nos parece notoriamente aquí insuficiente e incluso engañoso, porque da la impresión de que se trata  de un simple error de superficie en la construcción del discurso sobre América, y que los verdaderos “americanistas”, los que producen y viven de producir discursos “americanistas” con vigilancia  y armados de su sola buena voluntad, inteligencia y compromiso progresista o humanista, podrían evitar caer en ese despreciable “eurocentrismo”. Producirían así un americanismo puro, no contaminado por el eurocentrismo.  Es tan común ese juicio erróneo, que un eurocentrista típico, como Miguel León Portilla, puede afirmar tangentemente que, conociendo muy bien ese peligro, ya lo supero; sin explicar bien evidentemente en qué y donde reconoció el eurocentrismo en sus quehaceres historiográficos, ni menos aún como lo supero. Es evidente que esa formula mágica para vencer esas presiones discursivas seculares eurocentristas de tan prestigiado universitario, hubiera sido importante para la formación intelectual de sus centenas de miles de lectores, pero lástima, no nos dio la formula. Así creemos que la utilización de una simple retórica condenatoria de la palabra “eurocentrismo” sólo distrae la mirada crítica de la práctica historiográfica en acción, o más bien la nulifica, porque no se trata de ningún defecto de superficie o circunstancial, sino algo que tiene que ver con el principio mismo de la constitución del discurso americanista sobre el decir América. Por eso se puede, con refinados métodos de retórica cosmética, esconder los aspectos más evidentes y excesivos, lo más feo del eurocentrismo, como sería un racismo burdo, omnipresente. Pero no se logrará con esos métodos pensar el lugar del  núcleo duro del americanismo, que efectivamente es fundamentalmente “eurocentrado”, es decir, que siempre se puede considerar como algo perteneciente al modo en como el Logos occidental se encarga de decir y de producir Américas.
[8] Es evidente  que el éxito mediático mundial del zapatismo chiapaneco ha opacado sobre el escenario simbólico donde evolucionaban las múltiples figuras simbólicas que estaban desarrollando diferentes grupos indígenas mexicanos. Esa nueva instrumentalización del indio opacó un trabajo de reconstitución étnica  que estaba en obra desde largos años en muchas otras regiones de México como de las Américas e incluso es probable que esa mediatización haya sido para ese trabajo de años no una ayuda sino un freno por todos los excesos demagógicos que permitió. El empantanamiento actual de la cuestión social chiapaneca  se debe  tanto al autoritarismo y la sinrazón del sistema  mexicano  que a los caminos  ambiguos que fueron abiertos por esa mediatización. Los sueños guajiros de los pequeños burgueses en mal de identidad han sido siempre pagados muy caro por sus pueblos respectivos y peor aún cuando se trata de intelectuales occidentales insatisfechos que exigen a los indios, desde lejanos cubículos, afirmar más indianidad, para autoconstruir sus esperanzas narcisistas en lejanos castillos de pureza.  

[9] El renacer o la posibilidad de proponer estudios sobre el racismo, aunque sea con muchas dificultades institucionales, en un país como México que se ufanaba de no ser racista, es probablemente otro signo de que el expediente  de la Conquista de México podrá ser en años próximos reabierto.
[10] El pensamiento de Edmundo O’Gorman por su inteligencia y su contundencia  hubiera podido ser la piedra angular de ese pensar historiográfico radical, pero por desgracia fue probablemente en parte obliterado por su nacionalismo y su elitismo. Sus polémicas con Miguel León Portilla y sus aliados extranjeros por espectaculares que fueran, como su famoso “Esperando a Bodot”, no desembocaron jamás sobre un auténtico enfrentamiento historiográfico, un enfrentamiento que por otra parte sus contrarios siempre evitaron con cuidado. Y el abandono por don Edmundo de su sillón de la Academia Mexicana del Historia, fue solo un gesto muy aristocrático al estilo del personaje, pero dejaba las  puertas totalmente abiertas a los adeptos del Leonportillismo. En la actualidad la memoria historiográfica del gremio afecta no acordarse de estos enfrentamientos, tal vez sea por eso que no existe ningún proyecto de edición de las obras completas de ese investigador que por otra parte es reconocido como un gran investigador, pero un “gran” que probablemente, aún muerto, sigue molestando. 

[11] Guillermo Zermeño, Entre la Antropología  y la Historia: Manuel Gamio y la modernidad antropológica mexicana (1916-1935) en Modernidades Coloniales , op.cit. pp 79-97.
[12] El propio Miguel León-Portilla se refiere a esas polémicas, pretendiendo que su Visión de los Vencidos supera un tipo de polémicas que le aparecen obsoletas.
[13] Ver al respecto, el trabajo del Dr. Marcelino Arias Sandi, en el volumen III de esta colección.
[14]  Porque  se trata realmente  de  una auténtica  producción. Cierto, el autor Leon-Portilla pretende evidenciar que los textos estaban allí, que simplemente los salva del olvido, y rescatándolos abre la vía para que fluya “la Antigua Palabra”, pero ningún historiador serio se traga el artífice ni la inocencia retórica del autor de esa “Visión de los Vencidos”.      
[15] Ver a este propósito las ambigüedades de la historia revolucionaria frente al indígena, como al campesino en general.

[16]La publicación de estas obras hagiográficas construidas alrededor de la figura de Fray Bernardino por la escuela Leonportillista siempre ha sido muy intensa, citaremos sin pretender ser exhaustivos algunas obras recientes, Ascensión Hernández de León Portilla (Ed), Bernardino de Sahagún,. Diez estudios acerca de su obra, FCE, Mex D.F., 1990; Miguel León Portilla, Bernardino de Sahagún, Pionero de la antropología, UNAM-Colegio Nacional, Mex D.F. 1999.; Miguel León Portilla, (Ed), Bernardino de Sahagún, Quinientos años de presencia” UNAM, Mex. D.F., 2002. En ese tipo de hagiografía se podría incluir gran parte del contenido de la gruesa obra, Jesús Paniagua P, Ma Isabel Viforcos M, (Eds) Fray Beranardino y su tiempo, Universidad de León , León España, 2000.

[17] Ya a su manera, Pierre Chaunu uno de los más reconocidos hispanistas franceses, había adoptado una  idea parecida al sentido del concepto de crisis: En su Conquête et exploitation des nouveaux mondes, PUF 1969,  nos explica que “Cortés toca, sin saberlo con certeza, en un punto débil de un gran imperio frágil y reciente. Aborda un mundo inquieto representado por la confederación azteca”. p.147, que “los presagios funestos que reportan unánimemente las fuentes indianas: han debilitado por adelantado la resistencia psicológica de ese mundo poderoso y frágil. Cuando las primeras informaciones llegan a Tenochtitlán estremecen. Su interpretación se revela igualmente aterrorizante. Cortés es asimilado a Quetzalcóatl (Acatl-Quetzalcóatl). Anuncia el regreso confusamente esperado del dios vengador tolteca. La asimilación paralizante es comprobable por los textos náhuatl.” p.147 y por lo tanto, ya todo está dado: “La confederación azteca, desmoralizada desde la cabeza, deja penetrar, sin reaccionar, hasta el corazón de la pluralidad federadora de la laguna volcánica, a Quetzalcóatl y su séquito” p. 149
[18] Historia General de México, COLMEX, México 1976, T.II, p. 25
[19] Subrayado nuestro
[20] Ver en Miguel León-Portilla, La Visión de los Vencidos, UNAM 1971, p.62, El relato del bautizo de Ixtlilxóchitl y su corte, y de la reacción de Yacotzin, su madre…
[21] Primera edición 2000, primera reimpresión diciembre 2000, segunda reimpresión noviembre 2001, tercera reimpresión agosto 2000, cuarta reimpresión diciembre 2002,  etc
[22]  Es cierto también  que a veces esa permanencia se explica sólo por el aspecto comercial de la publicación de una obra, en la medida en que los autores tienen poco control sobre las reediciones de sus obras y  que aún los cambios más ligeros son muy mal vistos por los directores financieros de las editoriales.  Se necesita honestidad, después de un serio ejercicio de autocrítica para el ego de un investigador, para prohibir o para hacer cesar la reedición de textos obsoletos, más aún si se trata, como en este caso, de un texto perteneciente a una Vulgata nacional, reconocida además en el mundo entero.  Así el caso de Alejandra  Moreno aceptando retirar su artículo, abre una reflexión historiográfica interesante porque en esa misma versión 2000 hay uno o dos capítulos -por lo menos- que escritos por santones de la historiografía nacional hubieran debido ser retirados o totalmente reformulados por ser obsoletos.     
[23] El capítulo inaugural de Bernardo García en la antigua versión de esa obra tenía por título “Consideraciones Corográficas.” No viene al caso analizar comparativamente los contenidos de estas dos versiones, solo reconocemos con ese autor que “el presente capítulo está inspirado  en el que daba inicio a la versión original de la Historia General de México  aparecida en 1966. Recoge mucho de lo que en él se dijo, pero incorpora cambios sustanciales  y ofrece perspectivas diferentes.”

[24] La dificultad misma de nombrar lo que podría ser esa historia, que daría cuenta de la compleja dinámica histórica de las “poblaciones autóctonas del espacio llamado hoy  mexicano” nos da una idea  del reto que su escritura comporta.
[25] [25] Federico Navarrete Linares, La conquista de México, CONACULTA,  México, D.F.,  2000, p.2
[26] Fernando Ainsa, De la Edad de Oro a El Dorado. Génesis del discurso utópico americano, FCE (Tierra Firme), México, 1998;  Fernando Ainsa, La Reconstrucción de la Utopía, Correo de la Unesco (Reflexiones para el nuevo milenio), México, 1999.
[27] F. Ainsa, La Reconstrucción de la Utopía... op.cit., pp. 19- 23.
[28] Ibidem.
[29] En la década de 1990, la Conquista fue el tema principal de tres películas, y un tema subalterno de una más. Además se realizaron otras dos películas históricas que trataron de otros períodos: Kino (1992) de Felipe Cazals y Ave María (1999) de Eduardo Rossoff . De cualquier manera prevaleció el tópico señalado tanto en el cine mexicano, como en el extranjero.
[30] No voy a considerar, en este caso, Desiertos mares (1993) de José Luis García Agraz que, si bien, incorpora el tema de la Conquista, no lo convierte en su tópico principal.
[31] En la narración original de Álvar Nuñez Cabeza de Vaca, titulada Los Naufragios, Mala- Cosa aparece en las leyendas que le cuentan los indígenas al autor. Según ellas era un hombre “pequeño de cuerpo”, barbado, habitante de las profundidades de la tierra, que aparecía de repente entre ellos, en ocasiones disfrazado de una mujer, y que solía cercenarles diversas partes de cuerpo y después restaurar los cuerpos mutilados. (Álvar Nuñez Cabeza de Vaca, Naufragios y comentarios, Porrúa (“Sepan cuantos...”, núm. 576), 1988, p. 45). De acuerdo con Rolena Adorno,  Mala- Cosa representaba la manera como los nativos evaluaban la presencia y la actividad de los españoles (Rolena Adorno “La negociación del miedo en Los Naufragios de Cabeza de Vaca”, en: Glantz, Margo (coord), , Notas y comentarios sobre Álvar Nuñez Cabeza de Vaca, CONACULTA/ Grijalbo (Los Noventa), México,  1993, pp. 309- 350.)

[32] La única secuencia que representa una matanza – la de Caonao- lo hace  mediante una extraña coreografía, tomada seguramente de la obra teatral, escrita por Jaime Salom y adaptada a la pantalla por Sergio Olhovich.  Sobra decir que esta  pantomima diseñada para ser representada en un foro teatral, en la pantalla resulta verdaderamente grotesca. 
[33] Cfr Angel Losada, Fray Bartolomé de las Casas a la luz de la moderna crítica histórica, Tecnos, Madrid, 1970.
[34] Una gran parte de los parlamentos es constituida por citas textuales tomadas de la obra de Las Casas.
[35] El hermano de Topiltzin explica así su decisión de colaborar con los invasores: “ Antes yo no entendía pero ahora está claro. No tenemos otra opción, tenemos que adaptarnos para sobrevivir. (...) Mis palabras son las mismas del emperador Moctezuma.”
[36] Seymour Menton, La nueva novela histórica de la América Latina, 1979- 1992, FCE, México, 1993.
[37] Idem.
[38] Confróntese, entre otros, los  ensayos de Álvaro Pineda Botero, “Del mito a la posmodernidad: el escritor en el mundo de hoy” y de Francisco Prieto “Utopía y paraísos perdidos: la violencia grotesca de la posmodernidad”, ambos incluidos en el libro editado por Karl Kohut, titulado La invención del pasado. La novela histórica en el marco de la posmodernidad, Vervuert, Frankfurt- Madrid, 1997.
[39] Peter Elmore, La fábrica de la memoria. La crisis de la representación en la novela histórica latinoamericana, FCE (Tierra Firme), México, 1997, p. 11.
[40] Fernando Ainsa, “Invención literaria y “reconstrucción” histórica en la nueva narrativa latinoamericana”, en: Karl Kohut, op.cit., p. 113.
[41] Véase Rafael Barajas Durán, “ Retrato de un siglo. ¿Cómo ser mexicano en el siglo XIX?”, en Enrique Florescano (coord.), Espejo mexicano, México, CONACULTA/  Fundación Miguel Alemán/ FCE, 2002 pp. 116- 177 y Nicolás Echevarría, “Introducción”, en Guillermo Sheridan, Cabeza de Vaca, México, Ediciones El Milagro, 1994, pp. 11-21.
[42] Alicia Barabas, Utopías indias. Movimientos sociorreligiosos en México, México, Grijalbo (Enlace), 1987, p. 44.
[43] Serge Gruzinski, La guerra de las imágenes. De Cristóbal Colón a “Blade Runner” (1492- 2019), 2nda reimpresión, México, Fondo de Cultura Económica, 1999; La colonización de lo  imaginario. Sociedades indígenas y occidentalización en el México español. Siglos XVI- XVIII, 3era reimpresión, México, Fondo de Cultura Económica, 2000.
[44] Confróntese José Luis Barrios, ”El cine mexicano y el melodrama: velar el dolor, inventar la nación”, Otra Historia del Arte, tomo III, México, CONACULTA / CURARE, 2003.
[45] Colombres, Adolfo, “Prólogo”, en: Colombres, Adolfo (coord.), 1492- 1992. A los 500 años del choque de dos mundos, Buenos Aires/Quito,  Ediciones del Sol-CEHASS (Serie Antropológica), 1989,  p. 23.
[46] Salvador Velazco, “Con Salvador Carrasco”, La Jornada, 18 de abril de 1999, suplemento La Jornada Semanal, p. 4.
[47] Colombres, Adolfo, “Prólogo”, en: Colombres, Adolfo (coord.), op.cit. , p. 23.

[48] Confróntese Beatriz Pastor, El jardín y el peregrino. El pensamiento utópico en América Latina (1492- 1695), México, Coordinación de Difusión Cultural. Dirección de Literatura/UNAM (Textos de Difusión Cultural. El Estudio), 1999, pp. 26- 27.
[49] Ibidem, p. 200.
[50] Tzvetan Todorov, La conquista de América. El problema del otro, undécima edición, México, Siglo XXI, pp. 175- 180; Beatriz Pastor, op.cit., pp. 259- 260.
[51] Jorge Ayala Blanco, La fugacidad del cine mexicano, México, Océano, 2001, p. 331.
[52] La iniciativa del gobierno español, formulada en 1982, para preparar la celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América provocó una airada respuesta tanto de algunos movimientos sociales como de los intelectuales de América Latina y dio pie a la publicación de una serie de manifiestos, así como a la organización de varios encuentros que promovieron una revisión crítica de la historiografía del tema. Algunos de los trabajos que dan cuenta de las discusiones que se generaron en este contexto están recopilados en los libros coordinados por  Adolfo Colombres op.cit. y Leopoldo Zea (El descubrimiento de América y su sentido actual, México, Instituto Panamericano de Geografía e Historia/Fondo de Cultura Económica (Tierra Firme), 1989; Quinientos años de historia, sentido y proyección, México, Instituto Panamericano de Geografía e Historia/Fondo de Cultura Económica (Tierra Firme), 1991). Trata del tema también el libro de Natividad Gutiérrez Chong, Mitos nacionalistas e identidades étnicas: los intelectuales indígenas y el Estado mexicano, México, CONACULTA/ Instituto de investigaciones Sociales/ Plaza y Valdés, 2001.