MEMORIAS DEL SEMINARIO DE
HISTORIOGRAFÍA DE XALAPA
“Repensar la Conquista”
ÍNDICE GENERAL
Índice General
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2
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Introducción general
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7
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LIBRO I
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Introducción al Libro I
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11
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Pensar frente a la página blanca, monólogo
filosófico. Preguntas sobre la conquista.
Marcelino Arias Sandi
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19
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Crítica genealógica a la idea de los pueblos
originarios de México
Miriam Hernández Reyna
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33
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La conquista de México no ocurrió
Guy Rozat
Dupeyron
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53
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Historia de un desencuentro: narrativa épica de la
Conquista
Adriana Gómez Aiza
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79
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Indios etnicizados o mestizos desindianizados. La
“mexicanidad” como herencia de la Conquista
Sergio Sánchez Vázquez
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94
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Inventar el pasado, evocar lo ausente: la imagen de
la Conquista en el cine histórico mexicano
Alejandra Jablonska
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116
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Introducción General
Lo que el lector tiene frente a sus
ojos, es una selección de los trabajos presentados en un seminario organizado
desde hace varios años por la Universidad Veracruzana y el INAH-Veracruz.
Cuando invitamos a alumnos e investigadores a “Repensar la Conquista de México”
en el Primer Seminario de Historiografía de Xalapa, no fue ninguna invitación
inocente o producto de alguna ocurrencia repentina de los organizadores. Detrás
de una invitación de ese tipo, estaba la intención académica no sólo de
revisitar una vez más ese momento histórico y proponer de él una nueva versión,
sino de reflexionar sobre las bases mismas del relato de la historia nacional.
Tal utopía no podía realizarse sin un llamado a la comunidad académica, que
permitiría conjuntar esfuerzos para lograr, en esa tarea común, empezar a
“deconstruir” un conjunto de relatos compartidos tanto en México como en la
cultura mundial, sobre la conquista de México.
Si como organizador de este Primer Seminario,
propuse una vez más reexaminar ese relato general bien conocido, es porque me
parecía dotado de un ambiguo y maléfico poder historiográfico[1]. Y si pretendí empezar a sacudir
algunas certezas historiográficas, es evidente que esa invitación no podía ser
estrictamente académica sino, por los resultados esperados, se inscribía en una
reflexión general eminentemente política[2].
Si la construcción de un relato de
historia nacional en el siglo XIX y la primera mitad del XX fue una tarea
fundamental para la construcción nacional, hoy, muchos miembros de este
seminario estamos convencidos de que para que los procesos de cambios
acelerados ocurridos desde hace 30 años en México, no nos lleven rápidamente a
situaciones aún más caóticas, se necesita con urgencia - y México se lo merece
- un nuevo relato histórico nacional encargado de sostener la construcción de
nuevas identidades nacionales liberadoras.
Por lo tanto, con la difusión de
estos trabajos, no se intenta esbozar, ni tantito, un nuevo relato “más
verdadero”, o establecer una nueva doxa sobre ese magno evento, sino abrir una
reflexión historiográfica sobre lo que consideramos un bloqueo historiográfico,
que afecta drásticamente a la reescritura de ese posible nuevo relato nacional.
Por otra parte, debemos informar al
lector que no se trata aquí de visualizar y analizar simples insuficiencias
metodológicas o documentales, que armados de un nuevo espíritu crítico
podríamos remediar y enmendar, como tampoco de recuperar partes, actores o
acciones olvidadas de esa Conquista, como lo pretenden algunos investigadores.
No se trata de parchar, remozar o pintar con nuevos colores más atractivos un
edificio discursivo añejo y familiar
pero totalmente anacrónico, sino que se intenta inaugurar el movimiento de un
pensar global sobre la naturaleza del relato que hace de la Conquista un
parte-aguas en el Mito Nacional. Incluso más que un punto de origen, nos parece
que el relato de la Conquista, como ruptura y punto de partida, entendido de
manera global, determinó durante siglos y negó de manera drástica las
posibilidades de decir con un mínimo de coherencia el antes y el después de ese
magno evento, así como bloquea aún en la actualidad la posibilidad de
desarrollar nuevos relatos más amplios sobre el antiguo mundo americano.
También creemos que esa construcción
del relato Conquista, impidiendo la posibilidad de conocer ese antes, desfigurándolo,
tuvo un profundo impacto sobre la posibilidad de contar lo que ocurrió en lo profundo del tejido
social durante siglos en las tierras hoy mexicanas. Es decir, que las
ambigüedades del relato de ese punto cero de la historiografía nacional, desde
nuestro punto de vista, no sólo impidieron escribir relatos un tanto
transparentes sobre el mundo que se estaba desbaratando, el antiguo mundo
americano, ¡oh! ¡cuán complejo y variado!, sino que indujeron ambiguos relatos
sobre lo que se estaba construyendo en el periodo colonial.
No se trata entonces solo de repensar
el momento Conquista, sino más bien de pensar el “efecto Conquista” porque nos
parece evidente que ese intento de “repensar la Conquista” debería abrir
futuros senderos tanto para la historia antigua americana como para la historia
colonial. Sin olvidar que si somos consecuentes con la idea de que “la historia
se hace en el presente”, tendrá forzosamente importantes efectos sobre la
identidad y memoria colectiva de los mexicanos de hoy.
En fin para concluir, el autor de
esta introducción es consciente de que algunas contribuciones a esta gran
recopilación de los trabajos presentados en los diferentes seminarios tienen
fallas de estilo, o no presentan un mismo modelo de exposición, esto se puede explicar en parte porque el
núcleo de los participantes vienen de horizontes y prácticas académicas
distintas y han tenido formaciones singulares y diversas. Y en cierta medida,
hemos considerado importante conservar las marcas de estas diversidades, ya que
jamás hemos querido construir un intento de nuevo pensamiento único. Esperemos
que los lectores atentos sepan ir más allá de algunas fallas estilísticas y
concentrarse en lo que se intenta decir. También es probable que ese mismo
lector se de cuenta de que hay diferentes puntos de vista sobre cuestiones
cercanas, pero también que a lo largo de las participaciones en el seminario,
sus miembros fueron acercándose entre sí a través del intercambio de ideas y
textos.
LIBRO I
INTRODUCCIÓN AL LIBRO I
En este primer volumen hemos incluido
algunos textos provenientes de los dos primeros seminarios realizados en
Xalapa. Estos textos no representan la totalidad de las ponencias presentadas
en esos eventos, ya que muchos investigadores no mandaron su ponencia porque no
tenían la certeza de que sería publicada, o porque decidieron publicarlas por
su parte, amén de los que decidieron guardarlas en su cajón para ulteriores
ajustes que a lo mejor jamás llegaron a efectuarse.
En fin, también tuvimos que hacer un
mínimo de selección porque algunos textos no se adaptaban para nada a los
objetivos declarados del seminario.
En Pensar frente a la página blanca, monólogo filosófico. Preguntas sobre la
conquista, Marcelino
Arias Sandi intenta lo que llamó, una
especie de monólogo filosófico sobre desde dónde y qué puede significar hoy
Repensar la Conquista.
Armado del método hermenéutico,
intenta paso a paso orientarnos en la diversidad de sentidos que puede generar
el pensar términos como Conquista y México. Partiendo de la utilización
histórica, a veces ambigua, de la palabra México, muestra por ejemplo, que
muchas veces su utilización abusiva designa también un espacio político que se
llamó la Nueva España, pero ese desliz finalmente no es inocente porque
autoriza esa continuidad y permanencia de México casi de manera inmediata,
legitima la posibilidad de esa plegaria tradicional en México, “nos
conquistaron”. A la vez fundamento y demostración de esa continuidad de “La
existencia incuestionable de un México al que le ocurren gracias y desgracias”,
y que tiene como consecuencia en ese México inmanente, que el conjunto de los
mexicanos se vuelve “un pueblo sin tiempo ni mundo”.
Arias Sandi constata que desde el
punto de vista de la historia, reintroducir un corte y proclamar que Nueva
España no pertenecía a México, es necesario para que se vuelva significativo
plenamente la idea de “Repensar la Conquista”.
Intentando pensar el objeto
intelectual “Conquista”, es llevado a preguntarse por qué en México se sigue
intentando “explicar el proceso de surgimiento de una nueva nación como lo es
México a partir de conceptos como Conquista y Colonización”. No queremos aquí
repetir el contenido del artículo de este distinguido y fiel miembro del
seminario, pero sí, para terminar, señalar que el método llevado en México para
pensar la Conquista, conlleva a una homogeneización metodológica y discursiva
que el concepto de Conquista impone forzosamente a los conquistados, un “todos
son indios”, y terminar recordando lo que significa la figura del Conquistador
que vino y se fue 300 años después, y que casi no pertenece a lo que algunos
consideran como “nuestra” historia. De ahí considera el autor la identificación
ambigua del mexicano con su historia, “una historia que nos dejó sin historia”.
***
En el ensayo siguiente, intitulado
Crítica genealógica a la idea de los pueblos originarios de México, Miriam
Hernández Reyna, se pregunta sobre el interés para nuestro seminario en
reflexionar sobre los debates en curso en el multiculturalismo y el
interculturalismo en México. Empieza por señalarnos que tras esas polémicas ha
aparecido el concepto ambiguo de “Pueblos originarios” para designar a las
comunidades indígenas de México. En la dinámica filosófica intelectual que es
la suya, vuelve a revisitar las ambigüedades de todos los vocablos que se han
utilizado para nombrar a los habitantes de México. Después, para nuestro placer
e instrucción, empieza la revisión de algunas obras centrales de esa corriente
de investigación, como la de León Olivé y José Del Val, intentando esclarecer
algunas ambigüedades provenientes de los análisis de estos autores.
Como la autora considera que el
concepto de pueblos originarios es más bien inoperante, intenta demostrar el
bien fundado de su opinión. Apoyándose en Nietzsche revisitado por Michel
Foucault, intenta mostrar “la inconsistencia histórica de la referencia a los
pueblos originarios en los debates multi e interculturales”.
Y por otra parte, analizando la
representación y el uso del pasado en los pueblos americanos precortesianos,
intenta recuperar la variabilidad histórico-cultural de las posibilidades del
registro histórico, apoyándose en Enrique Florescano, que considera que “las
nuevas historias y tradiciones generaban en su paso memorias colectivas
distintas”, concluyendo sobre la imposibilidad de que existiese “una memoria
ancestral que un linaje de pueblos mesoamericanos haya conservado y heredado a
los pueblos indígenas contemporáneos”.
***
En el texto intitulado La Conquista
de México no ocurrió, Guy Rozat presenta una serie de análisis sobre las
dificultades de dar cuenta de la Conquista desde la constitución del relato
nacional. En cierta medida, se podría decir que el autor intenta dibujar y
presentar el espacio de investigación que se pretendió realizar cuando se
impulsó el seminario de “Repensar la Conquista”.
El autor parte de esa constatación
general de que el relato de la Conquista parecería ser perfectamente conocido,
todos los actores en su lugar, y el desenlace bien sabido por todos. Nos
propone ir más allá de la indignación moral actual sobre los crímenes hispanos,
y rechazando todo pathos, intenta ver cómo se construyeron las diversas
tradiciones interpretativas que dan cuenta de ese momento fundacional.
Antes de empezar su demostración,
recuerda que la Conquista de México no pertenece sólo a los mexicanos, sino a
todos los habitantes del planeta, desde el momento en que empezó a considerarse
como uno de los momentos fundadores de la modernidad. Es por eso que se
escriben más “historias de la Conquista de México” fuera, que en México mismo.
La primera pregunta que le surge en
su investigación es, cómo construir un relato de la Conquista desde y para
México, ya que los textos “fuentes” han sido escritos por españoles y para
españoles. Es por eso que intentará construir una historia postcolonial y
postnacional.
“La principal dificultad y ambigüedad
de un proyecto de Repensar hoy la Conquista de y desde México, podía provenir
de que en este país no hubo, sino hasta fechas muy recientes, intentos de
construir un pensar historiográfico radical, y menos aún sobre ese periodo
fundamental de la Conquista”. Como muchas de las ponencias de los dos primeros
seminarios lo han mostrado, es evidente que el espejismo de la identidad
mestiza impedía pensar ese encuentro porque se necesitaba reinterpretar el
pasado y existencia de los vencidos.
El autor se dedica en adelante a
analizar las ambigüedades de las dos grandes tradiciones de escritura de la
Conquista dominantes en México, la de Miguel León-Portilla reinando desde la
UNAM y la del Colegio de México, expresada en la Historia General de México,
que se ha vuelto la Vulgata nacional.
Después de analizar estas
producciones de Conquista, nos invita a reflexionar sobre la desaparición, en
las últimas ediciones de esa Historia General, del relato de la Conquista, lo
que le proporciona el título de su ensayo, “La Conquista de México no ocurrió”.
***
El trabajo intitulado Historia de un
desencuentro: narrativa épica de la Conquista que presenta Adriana Gómez Aiza,
intenta rastrear la presencia indígena en las ambigüedades de los relatos de la
Conquista, construidos por y para el nacionalismo mexicano. Su propuesta es
mostrar que “independientemente del perfil hispanista o mexicanista”, el
destino de América es siempre ser conquistada, y sólo así puede acceder a la
existencia. La Conquista sólo pudiendo concebirse como la trágica derrota de
los aztecas y el posterior duelo infinito de sus hijos, encontrando sólo un
ligero alivio en la concepción del mundo
mestizo.
Buscando una salida a estas dos
posiciones antagónicas, es llevada a pensar que con la ayuda de la historia se
pudieran pensar nuevos derroteros para postular a la historia indígena como eje
de una “realidad mexicana”, constituida como plataforma de una nación mestiza,
ya que según ella, la etnohistoria “resuelve el problema de discontinuidad
temporal al mantener una interconexión de la historia mestiza con el pasado
indígena que precede a la Conquista”. Así su propuesta para repensar la
Conquista, es revisar con seriedad la naturaleza y conciencia de la Conquista,
buscando entender el juego de decisiones que llevaron a algunos americanos a
aliarse con los españoles, aunque considere que la narrativa “mestizocéntrica”
si admite esa colaboración indígena en la Conquista como epopeya trágica, es
sólo para facilitar una configuración nacionalista de la historia de México.
***
La pregunta de Sergio Sánchez
Vázquez, contenida en su ensayo intitulado Indios etnicizados o mestizos
desindianizados. La “mexicanidad” como herencia de la conquista, se sitúa en
cierto sentido en la misma dirección de investigación, busca encontrar lo que
significa ser mexicano a través del filtro del relato de la Conquista.
Partiendo de la constatación empírica cotidiana de que existen muchos
“Méxicos”, intenta pensar la posibilidad de una “abigarrada pluriculturalidad
nacional”. En su camino reflexivo no puede evitar tropezarse con Octavio Paz y
su Laberinto…, o Bonfil Batalla en su México Profundo, y más que a una
reflexión sobre la Conquista o un Repensar la Conquista, se dedica a pensar el
contenido de los que podría ser hoy, el ser mexicano.
Aunque podemos concebir lo doloroso
de esa pregunta existencial y su relación evidente con el hecho Conquista, en
este texto estamos bastante alejados del objetivo del seminario. Pero si ha
sido incluido en este volumen, es porque se espera que el lector pueda seguir
el camino analítico propuesto por este investigador y considere si tiene
proposiciones fuertes y novedosas para Repensar la Conquista, y en qué medida
la visión sociohistórica que utiliza es insuficiente para repensar una nueva
historia de México. Como preámbulo a otra visión de la historia, propone que
los mexicanos reconozcamos “¿quiénes somos los verdaderos mexicanos?”, y con
esta proposición regresa a su punto de partida. ¿Cómo romper este círculo?
***
En fin, después de estos ensayos
teóricos que intentaron pensar México, el fenómeno conquista y la memoria
histórica mexicana, vienen dos ensayos que pretenden revisar cómo se escribió
la Conquista en diversos momentos y géneros de la cultura novohispana y
mexicana.
El amplio recorrido de Jorge Gómez
nos propone revisitar los manuales de historia patria desde la época en que se
empieza a enseñar la historia en primaria, hasta nuestros días. En su ensayo
intitulado La inoculación del racismo a través del relato de la Conquista en
los manuales de Historia Patria para niños de primaria (1880-2004) este autor
nos muestra cómo se destila día tras día en la enseñanza primaria, cierta forma
de identidad mestiza que conlleva a un desprecio o, por lo menos, a un olvido
del indio; dando pauta a ese ambiguo racismo a la mexicana, racismo negado, ya
que “todos somos mestizos”.
Construido a la manera más de un panfleto
que de una ponencia académica, este ensayo tiene a pesar de todo su lugar en
esta recopilación. Construido sobre una reflexión más sociológica que
historiográfica, es probable que el lector encontrará discutibles algunas de
las afirmaciones perentorias del autor, pero en el intento de romper con lo
historiográficamente correcto que propone nuestro seminario, es evidente que el
ensayo de Jorge Gómez tiene un lugar relevante, y más que parece escrito desde
esa vivencia doliente que ha generado en muchos mexicanos el nacionalismo
mestizante.
***
El último ensayo que cierra este
volumen, Inventar el pasado, evocar lo ausente: la imagen de la conquista en el
cine histórico mexicano, de Alejandra Jablonska, nos introduce a una reflexión sobre la puesta en práctica
de algunas construcciones ideológicas elaboradas por los historiadores. También
es evidente que no sólo los historiadores son productores de imaginarias
“conquistas de México”, los realizadores de cine y televisión, los novelistas,
cada uno a su manera, producen o más bien, tienden a reproducir ciertas
construcciones ideológicas que generalmente, en México, son características del
medio social en el cual se desenvuelven. En un país en donde la inteligencia
había sido irremediablemente arrimada al presupuesto estatal, parece difícil
explorar en solitarios senderos nuevos de creación, y particularmente en el
cine que necesita de un cierto capital. Los realizadores tienen siempre que
hacer malabarismos entre las exigencias de la política de masas del estado que
financiaba y la tradicional representación del artista al servicio del pueblo.
Alejandra Jablonska retoma el examen
de algunas películas que fueron realizadas en la última década del siglo XX y
que intentan imaginar un pasado distinto “al que nos fue heredado por la
historiografía, a fin de contribuir a la creación de una memoria nacional en
que pueda reconocerse cómodamente el espectador contemporáneo”, pero esta
autora añade, que ese deseo loable entra en cierta contradicción con el hecho
que también realiza “un producto de consumo masivo, acorde con las exigencias
presentes de la política neoliberal”. Y es por eso que la autora considera que
los cineastas escogieron tratar la época de la conquista “que a juicio de sus
autores, ha sido el periodo en que se gestó la actual identidad mexicana” por
esto, concluye la autora, en estas películas se “puebla dicho escenario de
personajes arquetípicos y situaciones fuertemente estereotipadas”.
Según la autora, ese tipo de cine
histórico se dirige “a públicos masivos empleando para ellos una serie de
fórmulas bien conocidas” para “reafirmar su identidad a partir de los valores
de tolerancia y respeto al otro, que en realidad han estado ausentes en el
proceso de configuración histórica”.
La autora advierte que su ensayo se
estructura en dos partes:
-En la primera, trata de
“reconstituir los elementos fundamentales de los discursos que despliega cada
uno de los filmes acerca de los procesos que estuvieron en la génesis de la
actual sociedad mexicana”
-En la segunda, intenta explicar las
razones por las cuáles los tres relatos analizados caracterizan a la Conquista,
cada una a su manera, “como un
periodo en que se sentaron las bases de una sociedad integrada, homogénea e
igualitaria”.
Las tres películas analizadas son
“Cabeza de Vaca” (1990) de Nicolás Echeverría, “Bartolomé de las Casas” (1992)
de Sergio Olhovich, y “La otra conquista” (1998) de Salvador Carrasco. Aunque
afrima que “son muy desiguales en cuanto a sus valores cinematográficos,
capacidad narrativa e interés del discurso histórico”, parecen surgir de una
misma serie de preocupaciones que tienen que ver con la “revisión y reescritura
de la historia nacional”. Pero esta revisión no proviene de una nueva
investigación historiográfica, ni del real deseo de superar la historia
nacional que ha “fijado en nuestro imaginario una serie de arquetipos y
estereotipos”, sino del proyecto político y utópico de conjurar “la violencia
originaria” para integrar de nuevo “una sociedad profundamente escindida, superar
los desgarramientos que han marcado a nuestra sociedad desde entonces hasta la
actualidad”.
Para lograr ese objetivo las tres
películas se abocan a reducir “la brutalidad de la Conquista… al mínimo que
exige el principio de la verosimilitud, la disuelven en imágenes muy
estilizadas, en referencias discursivas lejanas, en signos de viles que
finalmente quedan aplastados por un discurso sobre la reconciliación y
convivencia armónica”.
No seguiremos más a la autora en su
análisis detallado de cada una de las películas, sino que para terminar,
queremos señalar el interés para el historiógrafo de realizar excursiones fuera
de su universo cotidiano, de someter los discursos de la historia masiva a la
mirada historiográfica. El otro efecto de este ensayo es evidentemente el de
darnos ganas de ver otra vez esas películas pero con ojos nuevos, no con la
mirada ingenua del espectador dominguero, sino pensar cómo esa historia que se
quería utópica y de apertura de nuevos caminos, regresa casi siempre a los
cánones historiográficos de la historia nacional inscrita a su vez plenamente
en el logos occidental.
Particularmente nítido, escribe la
autora, es esa ausencia de América en “Bartolomé de las Casas”, que “en lugar
de un imaginario de América –paraíso primitivo o infierno de sacrificios
humanos e idolatrías- la película instaura ahora un vacío. El continente es una
total carencia. Literalmente no hay nadie ahí: ni lugares ni personas tienen
nombres propios, hasta que se los ponen los españoles, la naturaleza no tiene
características propias, no hay culturas ni instituciones. No es nada hasta que
llegan los europeos”.
Pensar frente a la página blanca,
monólogo filosófico. Preguntas sobre la conquista.
Marcelino
Arias Sandí
Fac. de
Filosofía U.V.
“La conquista de
México” es una de las frases que gozan de mayor aceptación tanto en el ámbito
teórico como en el del sentido común o en la política, por mencionar algunos.
Con plena naturalidad cualquier persona, en estos espacios, se puede referir a
“la conquista de México” y tanto el que se expresa como sus interlocutores
supondrán que entienden claramente de que se está hablando.
Asociadas a la
anterior, se pueden identificar otras expresiones tales como “la época de la
conquista” o “cuando nos conquistaron” , que igualmente parecen manifestar una
clara certeza del sentido de las mismas. Asimismo, se encuentran textos de
historia que en sus títulos hacen referencia a la conquista pero que abarcan
periodos y temas distintos, por ejemplo: Robert Ricard escribe La conquista espiritual de México,
Lourdes Turrent, La conquista musical de
México, Guy Rozat, Indios imaginarios
e indios reales: en los relatos de la conquista de México. Así, “la
conquista” no parece ser algo propio de un solo ámbito, ni algo que se
restrinja a un período claramente delimitado.
En todos los
casos aparecen dos términos comunes, “conquista” y “México”. Si bien el primero
requiere una aclaración de sus ámbitos y duración, el segundo, es más
preocupante, es decir, a qué México alcanza ese término cuando aparece en
títulos como los citados o en expresiones como las mencionadas.
Estas mínimas
muestras de la diversidad de sentidos que puede tener “la conquista de México”
abren la posibilidad de formular algunas preguntas al respecto, a fin, no de
encontrar un sentido único para las mismas, sino más bien, para tratar de
comprender las posibilidades de sentido que esta expresión encierra. Desde
luego, que no se trata de preocupación sólo teórica sino también por las
consecuencias que su uso genera. Además, si se comprende el horizonte desde el
que los historiadores escriben sus textos y el horizonte desde el que los
lectores lo reciben, será posible comprender el sentido que toma “la conquista
de México” en ese encuentro.
Para indagar
sobre tal diversidad de sentidos es pertinente orientarse hermenéuticamente.
Así, en primer término, cabe recordar la máxima hermenéutica que señala que “la
pregunta va por delante”. Preguntar quiere decir abrir y dar una cierta
dirección para la respuesta aceptable. Por lo mismo, la pregunta tiene que ser
debidamente planteada y comprendida en su sentido. Además, el preguntar es al
mismo tiempo una respuesta a algo que preocupa. En tal caso, es necesario
identificar a qué preocupación o situación es respuesta la pregunta planteada.
Para llevar a cabo tal identificación se debe ganar el horizonte del preguntar.
Así, en nuestra relación con los textos sobre “la conquista” debiéramos atender
el horizonte del autor de tales textos, al mismo tiempo que mantuviésemos la
atención en las posiciones que nos llevan a preguntar a esos textos, incluso es
recomendable reconocer que clase de pregunta significa el texto para nosotros
como lectores.
Por ejemplo, al
revisar los textos mencionados anteriormente llama la atención, o dicho hermenéuticamente,
se da una interpelación del texto al lector, por la “naturalidad” con la que
aparecen párrafos como, “…la Iglesia de México apareció finalmente no como una
emanación del mismo México, sino de la metrópoli, una cosa venida de fuera, un
marco extranjero aplicado a la comunidad indígena. No fue una Iglesia nacional;
fue una Iglesia colonial, puesto que México era una colonia y no una nación.”
(Ricard:1986: 23). En este texto se maneja el término “México” de tal manera
que pareciera que fuera algo realmente existente desde el momento mismo de la
llegada de los españoles a este territorio. Además, que ese algo cambió de
status de colonia a nación pero que todo el tiempo era México. En el mismo
texto se hace la siguiente aclaración para establecer el sentido de “México”,
que de algún modo sugiere una continuidad, veamos:
Es, por
consiguiente, de importancia advertir que el país comúnmente llamado en el
siglo XVI Nueva España no corresponde exactamente ni a la jurisdicción de la
Audiencia de México, ni al actual territorio de la República Mexicana. Nueva
España, en la época que ahora nos interesa, era considerada, y en este sentido
la consideramos aquí, el territorio constituido por la arquidiócesis de México,
con las diócesis de Tlaxcala-Puebla, Michoacán, Nueva Galicia y Antequera. En
términos vagos, es el México de hoy día, sin los estados del sur, Chiapas,
Tabasco, Campeche y Yucatán. (Ricard:1986: 34)
Así, el texto
puede dejar la impresión de que efectivamente el “México de hoy día” fue
colonizado en el siglo XVI, sin embargo, los personajes centrales de ese texto
son los indios y los frailes, que en modo alguno juegan un papel protagónico
equivalente en el “México de hoy” (a pesar de movimientos como el zapatismo o
los muticulturalismos en diversos ámbitos). Cabe advertir que no se trata aquí
de elaborar una crítica al texto citado, sino más bien de mostrar cómo el modo
en que el texto maneja un término, en este caso “México”, puede generar algunas
preguntas sobre lo que efectivamente puede ser entendido como México. Y si es
posible desde un formación cultural distinta a la del autor francés, como la
que puede tener un ciudadano actual de México, formado dentro de cierta
historia oficial, entender de la misma forma a México. Pero, al mismo tiempo,
estas historias que dan prioridad a la continuidad pueden ser uno de los
soportes a frases como “cuando nos conquistaron” que se mencionó al principio.
En todo caso, surge preguntas sobre la continuidad o ruptura, o un tanto de
ambas, entre la Nueva España y el México de
hoy.
En este mismo
sentido puede mencionarse otro texto francés sobre el periodo colonial, a
saber, el libro de Serge Gruzinsky, La
colonización de lo imaginario: sociedades indígenas y occidentalización en el
México español. Siglos XVI-XVIII. En este libro desde el subtítulo se
pronuncia por la continuidad de México, aun cuando afirma la existencia de un México español, que no Nueva España. En
un párrafo de la introducción señala:
…¿cómo
construyen y viven los individuos y los grupos su relación con la realidad, en
una sociedad sacudida por una dominación exterior sin antecedente alguno? Son
preguntas que no podemos dejar de plantearnos al recorrer el prodigioso terreno
que constituye el México conquistado y dominado por los españoles de los siglos
XVI al XVIII. (Gruzinsky:1995:9)
Aquí de nuevo
queda la impresión de una continuidad y sobre todo de una existencia
incuestionable de un México al que le ocurren gracias y desgracias. Así surge
nuevamente la pregunta sobre el sentido de México. Aunque parezca reiterativo,
no se trata únicamente de una preocupación teórica, sino principalmente del
modo en que se ha constituido y se piensa, en diversos ámbitos, el México
actual.
A modo de
comentario lateral, cabe recordar la enorme preocupación sobre el ser del
mexicano, que se dio en la primera mitad del siglo XX, en el campo de la
filosofía mexicana. En la mayoría de los casos parecía que los filósofos no
tenían gran formación ni preocupación en la historia, lo que hizo que sus
textos, a pesar de ciertas referencias históricas, parecieran discusiones sobre
una entidad sin tiempo ni mundo. Podría pensarse que si eso les sucedió a los
filósofos con mayor posibilidad les pudo y puede ocurrir al común de la
población, es decir, que la historia con la que se comprenden sea más bien una
historia fantasmal de un pueblo sin tiempo ni mundo, que se puede caracterizar
por la afirmación de un México inexistente del que todos somos herederos.
Si México
resulta ser algo distinto de la Nueva España, como algo que la precede y le
subyace, entonces la historia de la Nueva España no pertenece a México, y el
reclamo de los historiadores por reconocer e integrar ese periodo a la historia
de México es más que plausible, el problema es que para integrarla se ha usado
el recurso de identificar México con Nueva España, desapareciendo a esta
última. Además, como señala Gruzinsky,
La investigación
mexicanista ha descuidado un poco estos tres siglos, prefiriendo, por encima de
los indios de la Colonia, a sus lejanos descendientes o a sus prestigiosos
antepasados. Con algunas brillantes excepciones, la etnología de manera
sistemática ha cerrado el paso hacia los tiempos de la dominación española que
transformaron a México… (Gruzinsky:1995:9,10)
Esta cita si
bien resalta la deficiencia de los estudios sobre el periodo colonial, también
repite la continuidad de México, aun cuando sea transformado. La pregunta que
surge aquí es ¿a quién pertenecen esos tres siglos, a México o a la Nueva
España? ¿da lo mismo? Sin olvidar que además esos siglos y la Nueva España ¿o
México? también pertenecen a la historia de España.
Con lo comentado
hasta aquí es posible asentar que la pregunta por el sentido de “México” es
pertinente dado que en los textos de historia y para el intérprete puede ser distinto.
Tal pregunta previene sobre el riesgo de caer en una lectura ingenua de un
texto y dar por entendido de lo que habla cuando habla de México.
Esta advertencia
nos pone en camino a cumplir con la regla hermenéutica que indica que “Toda
interpretación correcta tiene que protegerse contra la arbitrariedad de las
ocurrencias y contra la limitación de los hábitos imperceptibles del pensar, y
orientar su mirada <a la cosa misma>” (Gadamer:1993:332) Si para el
intérprete la <cosa misma> es el sentido de lo dicho por el texto, para
el historiador la <cosa misma> es lo acontecido en la “conquista de
México”, así, sería interesante la aclaración de ciertos usos de “México” que
no parecen claramente sustentados.
Continuando con las preguntas por el sentido
de los textos sobre la “conquista de México”, cabe revisar el sentido del
término “conquista”. Si recordamos los textos que hemos mencionado como
ejemplos para abrir nuestras preguntas, vemos que en sus títulos se usa el
término “conquista” relacionado con México, o se habla de la conquista
espiritual, o la conquista musical. Tenemos diversas dimensiones de conquista.
¿Qué es lo que se puede entender por conquista de tal manera que pueda
relacionarse con tales dimensiones?
La definición de
“conquistar”, tal como aparece en el diccionario, puede dar una pista para
entender las múltiples dimensiones en las que se habla de conquista en los
textos de historia.
De los
significados que aparecen hay dos que son especialmente útiles en este momento,
el primero, señala que conquistar es ganar mediante operación de guerra un
territorio, población, posición, etc.; la segunda, indica que, dicho de una
persona, significa ganar la voluntad de otra persona o traerla a su partido. Si
se habla de “la conquista de México” la acepción que de modo casi inmediato se
piensa es la primera. La idea común sobre la conquista es básicamente una
acción de guerra. De esta manera se acepta sin objeción que los españoles
efectivamente, mediante acción de guerra, ganaron un territorio, una población
y una posición. No obstante, esta conquista no abarca todo lo que implican
títulos como La conquista espiritual
o La conquista musical. Esos títulos
se acercan más a las otras acepciones de conquista, en tanto: ganar o conseguir
algo, generalmente con esfuerzo,
habilidad o venciendo dificultades y, sobre todo, ganar la voluntad de otra
persona o traerla a su partido. El punto es que al tener “la conquista de
México” una sobredeterminación como acción de guerra se soslaya la otra
vertiente. Así, se da en la comprensión común la idea de que la permanencia de
los españoles transcurre entre dos hechos de guerra, a saber, la conquista y la
independencia. Con esta comprensión se deja fuera el vínculo con la otra
conquista. Además, se promueve la idea de la “restauración” del dominio de los
mexicanos sobre su territorio y su cultura, pero sin que quede planteado el
tema del cambio de los mexicanos después de tres siglos de virreinato. De algún
modo dando el salto que indica Gruzinsky en la cita previa.
En cualquier
caso, si la conquista la llevaron a cabo los españoles sobre los “indios” que
habitaban el territorio actual de México, en el momento de la Independencia se
habían integrado muchos otros personajes a la sociedad novohispana y, por lo
tanto, participaron en el movimiento de Independencia y en el surgimiento de la
nación. Por lo mismo, la comprensión de la conquista en su segunda acepción
debería establecer de un modo más claro y explícito que no sólo hubo conquista
sino que se estaba creando algo nuevo, no explicable por la idea de conquista,
ni siquiera por la de de colonia.
Así, la pregunta
que surge aquí es por qué se insiste en tratar de explicar el proceso de
surgimiento de una nueva nación, como lo es México, a partir de conceptos como
conquista y colonización, que de algún modo requieren de actores definidos y
preestablecidos, y que lo que emerge en el proceso (de conquista o
colonización) tiene que ser subordinado a esos actores previos. Considerando,
además, que los indios se inventan con la llegada de los españoles.
Aquí podemos dar
otro paso y pensar en esos actores de la conquista. Para decirlo fácil, se
reducen a conquistadores y conquistados. Llama la atención que en el
diccionario no aparece la entrada de conquistados y sólo se tiene la de
conquistadores. Si pensamos en la “conquista de México”, los conquistadores son
los españoles y los conquistados son los “indios”. El tema de la
homogeneización de los actores es llamativo.
Tenemos dos
homogeneizaciones. Todos los conquistadores son “españoles”. Eso desaparece las
diferencias regionales de los propios españoles, que hasta la fecha defienden
con fiereza, pero al menos les deja algo propio, a saber que son españoles.
Pero para los conquistados la pérdida es total. Todos son indios. No sólo se
desaparecen las diferencias que tenían entre ellos previamente a la conquista,
sino que se les inventa un nuevo nombre genérico, “indios”, con el que tendrán
que identificarse y ser llamados.
Esa nomenclatura
permanece hasta nuestros días, reconociendo que hay estudios que atienden a
esas diferencias. La usan historiadores de las más diversas posiciones.
En el libro de
Enrique Florescano, Memoria mexicana,
se dedican a los pueblos mesoamericanos, sus cosmogonías, concepciones del
tiempo y el espacio, y usos del pasado, mito e historia, las primeras 260
páginas. Sin querer ser exhaustivo, (se trata sólo de usar el ejemplo), en
todas esas páginas no aparecen los términos indio o indígena. Se nombran a
aztecas, mayas, toltecas, olmecas,
zapotecos, teotihuacanos, mixtecos, mexicas, nahuas, etc.
Un cambio
notable sucede a partir de la página 261, se empieza a hablar de pueblos
indígenas e indios. La heterogeneidad descrita en la parte anterior del texto
se homogeneiza, ya no tiene cabida en el resto de la narración la diversidad
mesoamericana. Esto es común a todos los textos. Las relaciones de conquista o
colonización quedan reducidas a relaciones entre indios y españoles.
Florescano se
expresa así de la novedad histórica representada por la conquista y la colonización.
Entre los
acontecimientos que han violentado la historia mexicana, ninguno removió con
tanta fuerza los fundamentos de los pueblos indígenas, ni fue tan decisivo en
la formación de una nueva sociedad y un nuevo proyecto histórico, como la conquista
y la colonización españolas. Simultáneamente a esa vasta transformación de la
realidad, comenzó una nueva forma de registro, selección y explicación del
pasado, seguido por la intrusión de un nuevo protagonista de la acción y el
relato histórico: el conquistador. La conquista eliminó el mundo indígena como
sujeto de la historia e instauró un discurso histórico nuevo en casi todos los
aspectos. De manera violenta y progresiva el discurso del conquistador impuso
un nuevo lenguaje, le dio otro sentido al desarrollo histórico e introdujo una
nueva manera de representar el pasado. (Florescano:1995: 261)
Utilizando como
pretexto esta cita, cabe introducir algunos comentarios respecto a la
conceptualización de los indios. En las primeras líneas afirma que la conquista
y la colonización removieron los fundamentos de los pueblos indígenas. Pero
también podría decirse que esos acontecimientos crearon a los pueblos
indígenas. De acuerdo al propio estudio de Florescano, antes de esos
acontecimientos no había indígenas. Así, si no estaban en tanto que tales, no
había manera de ser removidos en sus fundamentos. Más bien podría pensarse que
ahí empezaron a formarse los fundamentos de los pueblos indígenas. En esa
combinación, reconocida por Florescano, entre lo prehispánico y lo español, o
como dice Gruzinsky, la occidentalización de las sociedades indígenas.
Asimismo,
renglones después señala que la conquista eliminó al mundo indígena como sujeto
de la historia e instauró un discurso nuevo en casi todos los aspectos. Cómo
eliminar lo que no estaba, es más bien un doble movimiento de creación y
marginación. Tal nacimiento en la marginación puede ser el causante de la
necesidad de recuperar pasados gloriosos olvidando el lugar de surgimiento.
El problema se
agudiza cuando vemos que la relación de dominación instaurada entre los pueblos
prehispánicos conquistados y los conquistadores se extrapola al resto de la
población, acabando, al paso del tiempo, por dar lugar a expresiones como la
citada al principio de “cuando nos conquistaron”. Qué clase de comprensión
histórica es la que permite estas expresiones. En esta época de
reivindicaciones de los pueblos indígenas y de promoción del multi e
interculturalismo, sería bueno distinguir entre los rasgos propios de cada uno
de los grupos involucrados, y en tal caso, indagar en lo propio de los
indígenas sin realizar saltos mortales en la historia tratando de evitar
cualquier referencia a la época de la conquista espiritual.
Guy Rozat
advierte que “Hace bastante tiempo que Edmundo O´Gorman llamó la atención sobre
la producción simbólica que llevó a “la Invención de América”. Parafraseando a
este ilustre historiador mexicano podríamos añadir que el logos occidental,
quien produjo a principios del siglo XVI la invención de América, no ha cesado,
desde entonces, de seguir inventándola y de producir sucesivos discursos de
representaciones de América.” (Rozat:1992:I)
Si se ha
inventado América también se han inventado a los indios. Dos invenciones que
tienen una realidad tangible en nuestra época. Para América alcanza por lo
menos con pensar un continente, pero para los indios no se puede lograr ni
siquiera un término suficientemente aceptado. Por ejemplo, es cada vez más
políticamente incorrecto hablar de indios, más bien se debe decir indígenas.
Pero ni en la ley ni en la cotidianidad se tiene claro a quien se le puede
llamar indígena.
Los discursos
con los que se han construido los indios son variados y con diversas
influencias. Rozat dice: “El discurso mexicanista, como el discurso histórico
nacional descansa todavía casi totalmente sobre el discurso occidental de
América, mezclando sin mucha precaución, textos muy diferentes entre sí: los
“testimonios” de los orígenes escritos en una forma discursiva
teológico-cristiana y los posteriores, producto de la actividad intelectual
burguesa-capitalista. De esta extraña mezcolanza emergen las descripciones de
las sociedades precolombinas bajo cierta luz y para ambiguos proyectos
hegemónicos.” (Rozat:1992:VII)
Si bien la
crítica de Rozat es más que pertinente ante los usos y abusos del discurso
sobre los indígenas, también abre una vía para preguntar sobre las tradiciones
que alimentan tales discursos, pero también para preguntar sobre la tradición o
el horizonte desde el que el intérprete o el crítico realizan su lectura. Al
mismo tiempo, permite formular una advertencia sobre cualquier pretensión de
lograr de manera plena un punto de vista neutral y “objetivo” sobre los que
hayan sido y sean los indígenas.
Pero no se trata
sólo de los indígenas, se trata de que la manera simplificadora y confusa en
que se han caracterizado tanto a los indios como a los conquistadores tiene
como consecuencia una forma simplificada y confusa de comprenderse de la
población mexicana contemporánea. Aún más, ese modo de caracterizar a los
personajes de la conquista alcanza también a los conquistadores. Si no tenemos
suficiente claridad sobre los indios tampoco disponemos de caracterizaciones
suficientes sobre los conquistadores. Si se ha ido construyendo una visión idealizada
de los indígenas también a sucedido lo mismo con los conquistadores y,
eventualmente, de los europeos. Se dispone de una brumosa masa de estereotipos
que poco ayudan a la comprensión del pasado y del presente. Y como dice Rozat,
entorpecen la construcción de un mejor futuro: “Si América Latina y México
quieren un futuro diferente, tendrán que construir, entre otras miles de cosas,
un discurso histórico-cultural diferente de su pasado, en el cual todos sus
habitantes puedan reconocerse e identificarse de manera enriquecedora.”
(Rozat:1992: VI)
El pasado puede empezar de muchas maneras y
en muchos lugares. No se trata de encontrar un momento fundacional, sino más
bien encontrar los múltiples hilos que se entremezclan para tejer la historia
que nos preocupa. Pero para llevar a cabo tal tarea es menester, de modo
paradójico, entender de qué presente es pasado lo que se estudia, es decir, se
requiere un movimiento circular de comprensión del presente para interpretar el
pasado y comprensión del pasado para entender el presente.
Además,
siguiendo la idea de la cita anterior, no sólo es la relación entre el pasado y
el presente la que orienta la reflexión sino también el proyecto del futuro que
se pretende lograr. Por ejemplo, no son lo mismo los proyectos ilustrados y
positivistas del siglo XIX que las propuestas interculturales del presente, en
cada uno de ellos, los indígenas juegan un rol distinto ya sea para
desaparecerlos, marginarlos o integrarlos. Diferentes proyectos, diferentes
pasados.
Ahora bien, las
historias que han sido contadas sobre la Conquista y los indios han tomado
partido a favor de éstos produciendo una imagen más bien bárbara de los
conquistadores. Este modo de contar la conquista ha favorecido también un
ocultamiento de los rasgos de la figura del conquistador. No es fácil encontrar
en las historias de la conquista alguna descripción favorable o amable del
conquistador, no es necesario ponerle nombre, no se trata de Cortés o Alvarado
o cualquier otro, en general la imagen del conquistador es fundamentalmente
negativa.
Junto a esta
imagen negativa, se da una negación de prácticamente cualquier vínculo con esa
figura. La figura del conquistador no ocupa ningún lugar en la historia de
México. Vino y se fue, (300 años después) pero no pertenece a “nuestra”
historia. Se deslinda al conquistador militar del misionero, y se recuperan
sólo algunas figuras paternalistas hacia los indios como Bartolomé de las Casas
o Vasco de Quiroga. Por ejemplo, Ricard se refiere de la siguiente manera a los
misioneros: “Pienso que en mi estudio he hecho a los misioneros españoles toda
la justicia que merecen – y la merecen cumplida y generosa, pues su obra ha
sido en su conjunto realmente admirable- …” (Ricard:2005:19). En la mayoría de
las ocasiones en que en los textos de historia se cita a los misioneros se les
trata con cortesía y amabilidad reconociendo sus ideas místicas y mesiánicas
sobre el “nuevo Mundo”. Esto no los exime de que también se mencionen algunos
excesos, pero en general no reciben mal trato.
Por el otro
lado, veamos como se refiere, por ejemplo, Florescano a Cortés:
Pero de Colón a
Cortés, del descubridor de los perfiles isleños del Nuevo Mundo al conquistador
efectivo de una porción considerable de la tierra firme, la descripción de la
nueva tierra se fue haciendo más realista, hasta que tomó la forma de un
cálculo de lo que su conquista proporcionaría a la monarquía española.
(Florescano:1995:262)
Y más adelante
dice:
De los tres
incentivos que llevaron a tantos españoles a probar destino en el Nuevo Mundo:
servir a Dios, a su Majestad y “haber fama y riquezas”, Cortés y Bernal Díaz
del Castillo fueron servidores típicos del último llamado. (idem: 297-8)
Las dos citas
representan la caracterización típica de Cortés y los conquistadores. De hecho,
el primer incentivo, generalmente, sólo se les reconoce plenamente a los
misioneros, ni siquiera a la jerarquía de la Iglesia. Sin embargo, cabe agregar
otra cita de Ricard que presenta otra faceta de Cortés, y según parece para
este autor, no es algo marginal:
Imposible
estudiar la historia de la evangelización de México sin dar el debido realce a
las preocupaciones religiosas que llenaron en todo el tiempo el alma del
conquistador Cortés. De grandes ambiciones, fácil en sucumbir a la carne,
político de pocos escrúpulos, tenía Cortés sus aspectos de Don Quijote. Pese a
las flaquezas de que con humildad se dolió más tarde, estaban en él hondamente
arraigadas las convicciones cristianas. (Ricard: 2005:75)
Este autor
abunda en las pretensiones de Cortés de evangelizar a los indios y sobre su
intolerancia con aquellos que no compartían sus convicciones religiosas y su
severidad con los blasfemos. No se propone aquí cambiar una por otra las
narraciones sobre Cortés y los conquistadores, se trata de dar una muestra de
cómo las maneras de hablar de los conquistadores en lo general resaltan el
carácter militar y ambicioso de su acción y sólo tangencialmente se muestran
otras facetas de su acción.
Es la relación
antagónica entre indios y conquistadores la que determina la comprensión de la
conquista, resaltando principalmente su etapa militar, dejando en la bruma las
novedosas relaciones que fueron surgiendo al paso de los años y el avance de la
conquista territorial hacia el norte, en la que los arreglos entre caciques y
conquistadores se tornaron mucho más sofisticadas. Cabe considerar, además, que
la etapa puramente militar de la conquista fue relativamente corta, pues ya en
1524 llegaron los primeros franciscanos a la Nueva España, y más o menos
simultáneamente inician los procesos de colonización. La imagen del
conquistador se entrecruza con la del colonizador. Es interesante percatarse de
que en especial en la historia mexicana los colonos no tienen esa imagen de
gente voluntariosa, recia y aventurera de que gozan en otras culturas. En la
historia mexicana los conquistadores convertidos en colonos son, básicamente,
explotadores de indios. Resulta difícil, si no es que imposible, encontrar en
el imaginario popular, con una connotación positiva, el nombre de algún colono
de la Nueva España.
Así pues, es
posible formular una pregunta sobre la tradición que ha conformado la relación
del presente con esas figuras del pasado nacional que son el conquistador y el
colono. La ausencia de reflexión sobre su aportación a la construcción de la
sociedad y cultura mexicana, obliga a pensar tal construcción como
fundamentalmente hecha por pueblos prehispánicos y próceres de los siglos XIX Y
XX, deja a la comprensión de la nación con un conjunto de ausencias, prejuicios
y taras insuperables.
Después de
desarrollar ciertas reflexiones que permiten plantear algunas preguntas sobre
ese gran horizonte que es “la conquista de México”, queda por avanzar el camino
hacia un último aspecto, es decir, considerar a aquellos personajes que las
explicaciones reduccionistas de la conquista dejan de lado. Personajes o
actores que no sólo deben ser pensados en el siglo XVI, sino que de diversos
modos llegan hasta el presente.
Si nos remitimos
a los siglos que van de la conquista al final del virreinato veremos que la
sociedad colonial rápidamente se lleno de muchos otros personajes que dejan muy
atrás la división de indios y españoles, incluso se advierte que no todos los
mestizos son simplemente mestizos. Por ejemplo, mestizo blanco, mestizo castizo,
mestizo prieto, mestizo pardo, mestindio. Estos diversos actores fueron
clasificados en castas. Desde luego que es una clasificación racista, pero al
menos nos informa de la diversidad en la población de la Nueva España. Podemos
estar seguros que las historias de todos estos grupos todavía no han sido
contadas en serio. Si acaso ha habido avances en las historia de los negros
impulsadas, entre otros, por Aguirre Beltrán. ¿Qué consecuencias tienen hasta
la fecha esos 300 años de diferenciación racial?
Cómo
conformaremos la historia de todos esos que no son ni indios ni españoles, y
que son aquellos con los que se conformó la mayoría de la población del México
independiente y el actual. Una historia que ha sido soslayada y marginada. Una
historia que no se acepta como propia porque es de la “colonia española”. Una
historia que nos deja sin historia. Una historia que obliga a que todas las
tradiciones se formen en el siglo XIX, porque lo anterior no era nuestro,
excepto, la conquista, es decir, del pasado sólo recuperamos lo que encierra la
fatal expresión “cuando nos conquistaron”.
Así, la última pregunta, ¿cómo cambiar esa
historia, que no permite conocer la historia?
Bibliografía
Florescano,
Enrique. 1995. Memoria mexicana.
F.C.E., México.
Gadamer, Hans G.
1993. Verdad y método. Sígueme,
Salamanca.
Gruzinsky,
Serge. 1995. La colonización de lo
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Ricard, Robert.
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Rozat Dupeyron,
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reales. En los relatos de la conquista de México. TAVA Ed., México.
Turrent,
Lourdes. 2006. La conquista musical de
México. F.C.E., México.
Crítica
genealógica a la idea de los pueblos originarios de México
Miriam Hernández
Reyna
Universidad
Veracruzana intercultural
Facultad
de Filosofía y Letras UNAM
- Planteamiento
Si bien el
multiculturalismo y el interculturalismo se han colocado como dos temas de auge
en los debates contemporáneos, cobran una gran gama de sentidos que dependen
del contexto en donde se desarrollen estos dos temas, o bien, dependen de la
posición teórica desde la que se abordan.
En este
caso se retomará la perspectiva del multi y el interculturalismo surgido en
América Latina, particularmente en México Si bien ambos temas han conservado
orientaciones hacia la discusión de la globalización y la migración, también se
han distinguido por hacer énfasis en las poblaciones indígenas de la región. En
la mayoría de los debates y la literatura respecto al multiculturalismo y los proyectos
interculturales, la argumentación se articula en torno a la idea de “los
pueblos originarios” entendidos como sinónimo pueblos o comunidades indígenas
de México. En la mayoría de los casos el sujeto de las propuestas políticas,
sociales y culturales son los denominados “pueblos originarios”, sin precisar
de manera rigurosa cuál es el sentido.
Incluso, pareciera que hay un acuerdo explícito acerca de la referencia
a esa originareidad
Por otro
lado, el tema de los pueblos originarios está ligado a dos temáticas centrales
en el multi y el interculturalismo: la identidad y la diferencia. Mucho se ha
hablado acerca de las identidades étnicas de los pueblos indígenas, y también
se ha trabajado en torno a la diferencia de éstos respecto de otros sectores de
la sociedad. Aunado a esto, en muchas ocasiones la idea de “pueblos
originarios” también se extiende a denominaciones tales como “minorías
étnicas”, “sociedades tradicionales” o “sociedades ancestrales” y “pueblos
autóctonos” o “nativos”. Puede apreciarse que parece darse un sentido
intercambiable, o por lo menos un uso similar, en el caso de los términos
anteriores.
Cabe
resaltar que la idea de “pueblos originarios” no se encuentra oculta o, y
tampoco se trate aquí como una interpretación de los pueblos indígenas. En
obras, que son importante referente nacional sobre el tema, es posible
localizar esta idea. Para ampliar el panorama sobre el tratamiento de los
pueblos indígenas de México como “pueblos originarios”, se presentaran algunos
ejemplos, retomados de la literatura sobre temas multi e interculturales.
En el
libro Interculturalismo y justicia social,
León Olivé hace referencia varias veces a la idea de “pueblos originarios”, por
ejemplo, señala que: “Si bien éste es un tema de intenso debate [el reconocimiento
y la autonomía de los pueblos indígenas en América Latina y especialmente en
México] y de perfiles no muy claros, hay buenas razones para pensar que en la
situación de América Latina son las fuerzas progresistas las que están a favor
del cambio de estructuras sociales para impulsar las políticas multiculturales
que permitan el desarrollo de los pueblos originarios, incluyendo cambios en
sus formas de vida tradicionales, sin pérdida de su identidad” (Olivé: 2004:
57). Este párrafo muestra uno de los usos de los “pueblos originarios”: el uso
teórico-político. Sin embargo, afirma también dos cosas fundamentales: la
existencia de algo tal como los “pueblos originarios” (que en el texto de Olivé
equivalen a pueblos indígenas) y su desarrollo, además, y si uno lo toma
radicalmente, el desarrollo de un origen que se remonta a algún momento, y, por
último, la existencia de formas de vida
tradicionales que, si bien han de cambiar, de entrada se dan.
En esta
afirmación de Olivé sobre los “pueblos originarios” se conjuntan también dos
categorías que están presentes en la mayoría de los temas multi e
interculturales en México: el origen y la tradición. Pero entre origen y
tradición también se encuentra la idea de ancestralidad. Por ejemplo, afirma
Olivé en este tono: “En América Latina…surge una tensión entre la propiedad de
la nación de los recursos, por ejemplo el subsuelo, como lo consagran la
mayoría de las constituciones políticas de nuestros países, y el interés de los
pueblos indígenas de tener acceso y participación en el control del usufructo
de esos recursos, especialmente cuando se encuentran en territorios que han
ocupado desde tiempos ancestrales” (Ibidem: p, 43) si bien en esta afirmación
se usa la ancestralidad para las cuestiones de los territorios, no se precisa
en el resto del libro, ni con
anterioridad a ese capítulo, a qué se refiere. ¿Qué tiempo es aquel que es
ancestral? O, ¿Es la ancestralidad la abstracción de todo suceso, de toda
coyuntura histórica en el que los “pueblos originarios” hayan establecido su
propiedad sobre determinadas tierras? ¿Cuál es el manejo o la concepción del
pasado que permite evocar la ancestralidad?
Para continuar ilustrando el uso de los “pueblos
originarios” en el multi y el interculturalismo, puede recurrirse aquí a otra
fuente, se trata del libro México.
Identidad y Nación, de José del Val. En el capítulo “Los pueblos indios
hoy”, Del Val asegura que “en muchos casos su ubicación [de los pueblos
indígenas] contemporánea, es el
resultado del despojo de sus tierras hacia zonas de difícil acceso, regiones de
refugio donde perpetuar su vida y su cultura” (Del Val: 2004:172) De esta
afirmación lo que se quiere resaltar aquí es la idea de que se dan condiciones
específicas de perpetuación de la vida y la cultura. A esto hay que agregar que
también utiliza el término “comunidades originales” (Ibidem: p, 176) para
referirse a los pueblos indígenas.
Si bien hay matices y sinónimos al respecto de los
“pueblos originarios”, el sentido de la originareidad atribuida a los indígenas
pareciera denotar que se trata de pueblos (o sociedades) que se encontraban en
la región antes de la época de la Conquista. En el artículo “Cultura, sociedad
y democracia”, Michel Wieviorka hace una referencia a los “pueblos originarios”
cuando señala las diferencias que pueden ser consideradas étnicas y que, en sus
palabras, pueden fundamentar la imagen de una sociedad multicultural: “Unas
proceden [las diferencias étnicas] de un estado anterior al de la sociedad
analizada; son las diferencias que persisten de una cultura más o menos
laminada por aquellos que pudieron identificarse después con la idea de una
colectividad nacional, como es el caso de México, donde se ha intentado
integrar en la nación a los pueblos que
existían antes de la invasión o la colonización” (Wieviorka: 2006: 32). Ante
esto resultaría arriesgado, aunque no sin sentido, derivar la idea de que el
multiculturalismo, en su defensa de la identidad y el reconocimiento de los
pueblos indígenas, tanto como de su autonomía, hecha mano justamente de la idea
de que existen diferencias étnicas, provenientes de pueblos que existían antes
de la colonización, pero, más aún, se da una preservación de esos pueblos, que
uno estaría subliminalmente llamado a considerar “mesoamericanos”, y que
efectivamente esa preservación es la nota distintiva de su identidad y por
tanto de su autonomía.
Esta preservación de los pueblos tradicionales
dentro de la tensión de integración-segregación sugiere que la misma
configuración de una sociedad multicultural, al menos como México, requiere
tanto de los pueblos indígenas (lo que es innegable), como de la originareidad
de esos pueblos, de la posibilidad de evocar el pasado mesoamericano que los
provee de una identidad ancestral, una identidad tradicional y en todo caso una
línea temporal que se ha continuado desde tiempos primordiales y que se
extiende sobre todas aquellas líneas temporales de cualquier otro sector
social, y así se vuelve más fuerte y prolongada que los sectores que, haciendo
abstracción de todo matiz, uno pudiera llamar mestizos. Es entonces la
originareidad la evocación de una identidad ancestral.
Ante este panorama del multi y el interculturalismo,
se plantea aquí el objetivo de realizar una crítica, orientada
genealógicamente, al sentido metafísico de la idea de la originareidad de los
pueblos indígenas. Así, la tesis que se sostendrá en este texto es que no hay
una equivalencia entre los pueblos indígenas contemporáneos y la idea de los
“pueblos originarios”, más aún, se sostiene que no hay algo tal como los
“pueblos originarios” de México, aún cuando tenga vigencia en un uso político,
que pudiera ser cuestionado.
Para
cumplir el objetivo se siguen dos rutas articuladas. En la primera parte se
presentará una estrategia metodológica: la genealogía de Foucault,
específicamente la distinción entre los sentidos del “origen” para mostrar la
imposibilidad de sustentar la idea de originareidad de los pueblos. En la
segunda parte se presentarán las reflexiones de Enrique Florescano sobre la
representación y el uso del pasado en los pueblos de mesoamérica precortesianos
para señalar la imposibilidad de acceder a una tradición lineal que vincule a
los pueblos indígenas actuales con las teocracias y monarquías precortesianas.
Esto dará sustento a la tesis de que no existen “pueblos originarios” en la
actualidad, debido al uso del pasado para los efectos de la construcción de la
historia en la mesoamérica anterior a la conquista.
2. Genealogía: la
imposibilidad del origen
En el artículo “Nietzsche,
la genealogía, la historia”, Foucault realiza una distinción entre tres
sentidos de “origen” que Nietzche acuña en su propuesta genealógica. Estos
sentidos se derivan de tres términos que designan “origen” en alemán: Ursprung, Herkunft y Entstehung. El
primer término es opuesto a los últimos
dos, y pertenece a la historia canónica y metafísica que constituye una
narración de sucesos continuos y abstractos en una línea teleológica. La Ursprung significa un origen como
comienzo de todas las cosas en el que se encuentra aquello que es lo más
precioso y esencial, “el origen está siempre antes de la caída, antes del
cuerpo, antes del mundo y del tiempo; está del lado de los dioses, y al
narrarlo se canta siempre una teogonía” (Foucault, 1992: p.10). Este origen es
mítico y sustancial, en el sentido de que se piensa como una realidad esencial
que aconteció pero que pervive intacta a través del tiempo, es también el lugar
de la verdad en contraposición a la apariencia, “la verdad y su reino
originario han tenido su historia en la historia” (Ibidem: p, 11). La historia
ha sido la historia de una quimera llamada origen y como metafísica del origen
se dirige hacia los tiempos primordiales que despliegan una continuidad hacia
el presente, borrando todos los sucesos y singularidades dejando sólo lo
esencial, el sentido final. De tal modo conserva para sí “las épocas más
nobles, las formas más elevadas, las ideas más abstractas, las individualidades
más puras. Y para hacer esto, intenta acercarse cada vez más, situarse al pie
de estas cumbres, resistiéndose a tener sobre ellas la famosa perspectiva de
las ranas” (Ibidem: p, 21).
Así, la
historia del origen supone efectivamente que hay un comienzo unívoco, un tiempo
primigenio que pervive intocable y sustancial
frente a todos los accidentes.
Historia y origen se entrelazan uno y otro esencialmente para plantear una
línea de tiempo de un comienzo que tendrá un fin o que, de ser un tiempo
circular, volverá el origen intacto en virtud del fin.
Ante
esto, Foucault opone la Herkunft y la
Entstehung. Herkunft significa procedencia,
como pertenencia a un grupo, de sangre, de tradición, entre los de la misma
altura o la misma bajeza. No se busca asemejar individuos por generalidades,
más bien desembrolla, se dirige a lo subindividual, disgrega la unidad del yo,
la identidad; va hacia los comienzos innombrables, hacia las marcas casi
borradas, “el análisis de la procedencia permite disociar al Yo y hacer
pulular, en los lugares y plazas su síntesis vacía, mil sucesos perdidos hasta
ahora” (Ibidem: p, 12). La genealogía, a través de la Herkunft, no establece continuidades, no plantea una evolución o el
destino de un pueblo, no busca recorrer la línea cuyo trazo comienza en un
origen, en un “antes de”, así, la genealogía no tiene el objetivo de “mostrar
que el pasado está todavía ahí bien vivo en el presente” (Ibidem: p,13), ante
esto busca, más bien, conservar la dispersión, los errores, las desviaciones
que han producido aquello que existe y es válido para nosotros”, se dirige no a
la verdad, no a lo esencial sino a la exterioridad del accidente, a lo
heterogéneo, a lo que se pensaba inmóvil.
En lo
que se refiere a la Entstehung,
significa emergencia, en tanto punto
de surgimiento, es también el principio y la ley singular de una aparición. La
emergencia se produce en un determinado estado de fuerzas, designa un lugar de
enfrentamiento más bien en el sentido de un no-lugar, del espacio de las
relaciones entre las fuerzas; es distancia, el intersticio en que el juego de
las fuerzas no puede atribuirse a un autor determinado. Y este no-lugar de la
emergencia es la relación de
dominadores y dominados. De la dominación surgen las reglas, las imposiciones,
las obligaciones y derechos; establece marcas, graba recuerdos en las cosas y
en los cuerpos, crea reglas que reintroducen una y otra vez la violencia.
La
dominación no se plantea como una relación que se supera, o que por reiterarse
terminará creando un estado de paz, más bien, “la humanidad no progresa
lentamente de combate en combate, hasta una reciprocidad universal en la que
las reglas sustituirán para siempre a la guerra; instala cada una de estas
violencias en un sistema de reglas y va así de dominación en dominación”
(Ibidem: p.17) Y el juego de esa historia es el del uso de las reglas que están
vacías, de quién las ocupará, de quién se disfrazará para pervertirlas. La
genealogía, dirigida a la emergencia, al juego de fuerzas y de dominación, ha
de buscar que los sucesos aparezcan en el escenario, en ese espacio de
relaciones que establecen marcas y rastros casi imperceptibles y que no
aparecen para mostrar una continuidad metafísica y finalmente ahistórica.
La
genealogía, que Foucault llama historia
efectiva, no reintroduce lo humano en un pasado glorioso y originario, no
fragua un punto de vista suprahistórico, no es la historia que permitirá
reconocernos en todas partes, es la historia que “reintroduce en el devenir
todo aquello que se había creído inmortal en el hombre. La historia efectiva no
plantea un origen, ni constancias, ni herencias que es posible rastrear por su
continuidad, reconoce que no hay coordenadas originarias sino sucesos
discontinuos y perdidos, revuelve en las decadencias, en las rapiñas y la
dominación que al final fueron disfrazadas o borradas en la narración de una
originareidad que creó una identidad sin interrupción. Más aún, la genealogía
es la disociación sistemática de nuestra identidad y, finalmente muestra que
bajo la ilusión de tal unidad, hay sistemas heterogéneos que prohíben toda
identidad.
Los
sentidos de origen revisados hasta aquí permitirán en este trabajo, más
adelante, mostrar la inconsistencia histórica de las referencias a los pueblos
originarios en los debates multi e interculturales.
2- La representación y
el uso del pasado en los pueblos mesoamericanos precortesianos.
Florescano, en Memorias mexicanas, para mostrar la
representación y el uso del pasado, recupera uno de los primeros rasgos de la
labor histórica: el rol del escriba en las sociedades mesoamericanas. En el
escriba residía la tarea de recopilar y transmitir el pasado pero con un
objetivo específico: servir a los intereses del supremo gobernante. El oficio
del escriba consistía en preservar la historia pintando y escribiendo en los
códices. Tal oficio era considerado como una acción sagrada y tenido en gran
estima, por lo que el escriba tenía un alto lugar en la sociedad y entre las
élites gobernantes. No cualquiera podría haber estado encargado de preservar la
historia, e incluso, no existía la posibilidad de escribir por cuenta propia,
de cualquiera, un relato histórico.
El
escriba era considerado un sabio, descrito como tlacuilo, poseedor de técnicas y conocimiento especializado. Era
también el receptáculo de conocimientos antiguos; era considerado como un guía
y, finalmente, en él se reunían las “cualidades del sabio, del vidente y del
sacerdote. Debido a esos conocimientos está por encima de los demás. Es un ser
excepcional” (Florescano, 1995: p.148) Se trataba, por tanto, de un guardián de
la tradición y el registro histórico de sucesos que están ocultos para los
otros seres humanos. También se les daba el título de sacerdotes y se les tenía
por cercanos o se les identificaba con los dioses.
Es
importante señalar que el escriba debía adquirir una formación
institucionalizada en el calmecac, al
cual sólo ciertos sectores de la sociedad tenían acceso, esto puede ser de
entrada un sesgo bajo el que debe pensarse la labor histórica en estas
sociedades.
Florescano
señala también que el aumento de estos sacerdotes se debió al crecimiento del
poder mexica. Esto dirige hacia otro de los rasgos de la labor histórica que es
la legitimación de la historia. La generación y conservación de la historia
tenía como criterio los requerimientos de la familia gobernante y de un
reducido grupo de administradores. La historia a su vez debía legitimar las
estructuras y los modos de operar del gobierno vigente. En estos términos había
dos tipos de escribas: los dedicados a recoger las hazañas del tlatoani y los
dedicados a hacer un registro de la población, los tributo. Se trata una
historia más estatal y otra centrada en los actores políticos principales. Así,
se señala que “el desarrollo de la escritura y la especialización de los
escribas vino a ser una consecuencia directa de la complejidad que adquirió el
poder político y el aparato administrativo que lo servía” (Ibidem: p.150). Ante
esto, hay que decir que hay una relación directa entre las estructuras de poder
y la escritura de la historia, las primeras son el lugar de la legitimación de
la segunda. Incluso hay que mencionar el papel que la censura tenía en la
escritura de la historia puesto que todo registro debía ser revisado por
sacerdotes censores y conservadores que evaluaban el trabajo,
después debería ser aprobado por el gobernante pues de lo contrario no se daba
a conocer y era destruido. El escriba no tenía ninguna autonomía sobre el
registro que llevaba a cabo pues había de servir principalmente a una
justificación del poder centralizado y absoluto existente, que estaba regido
exclusivamente por el tlatoani, cuyo fallo sobre los registros históricos era
inapelable.
El
escriba no era una persona con criterio o conciencia individual, era un
reproductor natural del mensaje de su clase.
Florescano señala que en la época de la dominación mexica, y en
anteriores periodos tales como Monte Albán o Tula, la recuperación del pasado
era una función del grupo gobernante.
Otro
rasgo fundamental en el que se pone énfasis en este texto es la reescritura
periódica de la historia. Florescano afirma que los relatos más antiguos del
centro de México atribuyen Huémac, rey de Tula, el ordenamiento sistemático de
las tradiciones históricas heredadas de sus antecesores, mismas que reconstruía
periódicamente acomodándolas a la situación presente.
En este sentido, la historia no es un registro
de una secuencia continua de acontecimientos encadenados uno detrás de otro,
más bien era un registro selectivo que servía al aseguramiento y manutención
del poder dinástico y centrado en el soberano, estructura común al lapso que va
de los mayas hasta el reino mexica. Así, el discurso histórico estaba sujeto a
reelaboración y es posible que las nuevas versiones fueran totalmente distintas
a las anteriores.
Más
aún, la historia, en su versión especializada, estaba dirigida a las élites
nobles, distinguidas desde su nacimiento de los macehuales, a éstos últimos la historia oficial sólo llegaba a
través de la expresión oral, pero en ningún caso esos sectores tenían acceso a
la historia oficial preservada por los registros pictográficos.
La
situación se modificó en el paso de las organizaciones tribales hacia los
estados-ciudades, incluso como el caso de la Triple Alianza. En esta época la
escritura adquirió un carácter hegemónico y el registro ya no se fundaba en la
familia de la dinastía sino en el grupo étnico y su organización política. El
escriba que surgió de este cambio ya no estaba dedicado a justificar el poder
de la familia gobernante sino el poder del Estado y así la legitimidad de las
estructuras del mismo. Se generó entonces una memoria de etnia que servía, esta
vez, a una burocracia estatal y a la formación de un complejo aparato
administrativo, así, “la función de los relatos centrados en el grupo étnico
era fortalecer los vínculos de identidad, reconocer un pasado común y refrendar
un destino colectivo, que en el caso de los mexicas se perfilaba como grandioso
y predestinado” (Ibidem: p.158). Esto es ya un indicio que muestra el uso del
origen congelado en un pasado glorioso que determina el presente y el futuro de
manera esencial.
Ante
esto cabe recuperar las funciones del pasado en las sociedades mesoamericanas:
a) dar cohesión a los grupos étnicos.
b) hacer comunes orígenes remotos.
c) identificar tradiciones y luchas como
propias y constitutiva de los pueblos
d) prometer futuros mesiánicos, basados
en un tronco étnico común, a quienes trabajaban en mantener la unidad y
fortaleza del grupo
e) generar e inculcar valores en los
gobernados que orientaban la acción de los gobernantes.
f) Dar fundamento y legitimidad al orden
establecido y a los acontecimientos presentes así como entronizar a los nuevos
gobernantes.
g) Perpetuar la creencia en la
continuidad inextinguible de las familias gobernantes y en el carácter divino
del oficio real o, en su caso, daba legitimidad al orden estatal existente.
h) generar una catársis colectiva como
una forma de unirse a los principios fundadores del cosmos y reconstituirse con
ellos mismos.
La
reconstrucción del pasado no sólo aseguraba la idea de origen y de destino sino
que proporcionaba sentido a las vidas de los integrantes de los grupos étnicos,
era una forma de liberarse de las angustias del presente por medio de una doble
proyección pasado-futuro mítico y teleológico-teogónico.
Florescano
señala que si bien los mayas, zapotecos, aztecas y todos los pueblos mesoamericanos
rindieron un culto fervoroso al pasado también se llevaba a cabo una omisión
del desgaste ocasionado por el paso del tiempo y esto derivaba en la
constitución de un nexo directo entre el pasado mítico y el presente, que no
era más que un artificio para eludir el paso del tiempo; así, afirma que “el
pasado llegaba al presente con el lustre de las cosas que habían resistido el
paso del tiempo, y el presente se revestía del prestigio y la fuerza de lo
duradero y casi inimitable” (Ibidem: p.179). El pasado es algo vivo, algo
integrado al presente y en esta concepción persiste la idea, que ya se mostró
en el primer apartado, del origen como algo que permanece vivo, inmutable y
glorioso en el presente aún cuando origen y presente hayan sido reescritos una
y otra vez.
Es
fundamental el comentario que Florescano hace respecto del pasado como opresivo
y excluyente, puesto que fueron las clases dirigentes quieres detentaron el
poder para crear el registro histórico e imponerlo autoritariamente al resto de
la población. La generación y difusión del registro corría por cuenta, en un
principio, del tlatoani y sus
dirigentes, y después por las estructuras estatales y ante esto hay que
destacar que esa historia oficial se transformaba en memoria colectiva a través
de fiestas y ceremonias religiosas, pero se trata de una memoria móvil y
reinventada y, además, selectiva por tratarse de una memoria del poder de
ciertos sectores sociales, ya que retenía lo que legitimaba el poder y
rechazaba lo que afectaba al mismo dedicando “un esfuerzo sistemático a adecuar
el pasado a los fines de la dominación presente” (Ibidem: p.181). En esta
historia, tanto como en la historia indoeuropea, también llamada occidental, la
relación de dominación es uno de los ejes centrales que determinan la
generación y la transmisión del registro histórico.
3. Consideraciones
genealógicas
Como se ha mostrado, en las sociedades
mesoamericanas precortesianas, el registro y la transmisión del pasado no
conforman una secuencia de sucesos continuos, en este sentido la historia
constituida por los regímenes mesoamericanos, ya fueran dinásticos o de
estructuras estatales, es una historia que en los sentidos presentados por
Foucault se enmarcaría dentro de la Ursprung
La
historia del origen mítico y glorioso está presente en el canon que seguían los
registros mesoamericanos y le daba sentido tanto al presente como al futuro.
Pero si bien se trata de una historia que asegura un origen inamovible en una
ruta teleológica, es posible hacer notar que los sucesos y la narración de los
mismos no escapan a ser abordados desde los sentidos de la Herkunft y la Entstehung.
Es decir, si bien la historia construye un origen en el sentido de la Ursprung, es sólo por los otros dos
sentidos que se muestran las condiciones en que la mitificación de ese origen
fue posible. Sin embargo, la lectura desde la Herkunft y la Entstehung es
una reconstrucción posterior, puesto que los pueblos mesoamericanos siempre
escribieron Ursprung.
Bajo el
lente de la Herkunft aparece en el registro
mesoamericano la procedencia de los sucesos, que está marcada por el asenso o
el descenso de determinados grupos étnicos, y este ascenso o descenso generó
justamente la reescritura de los registros. Asimismo, con la llegada de nuevos
grupos étnicos y con la constitución de nuevas ciudades e incluso nuevas
estructuras de poder, se crearon diferentes tradiciones debido a lo cual sería
imposible hablar de una sola tradición tanto cultural como histórica en las
sociedades mesoamericanas.
Por
otra parte, las nuevas historias y tradiciones generaban con su paso memorias
colectivas distintas y del pasado más remoto no se conservaba un legado lineal
sino más bien rastros y fragmentos dispersos de tiempos que iban quedando en el
olvido y el en desuso.
Esto muestra
que aún cuando han quedado registros de tiempos y de historias diferentes y
hasta contrapuestas, no ha existido una memoria ancestral que un linaje de
pueblos mesoamericanos haya conservado y heredado a los pueblos indígenas
contemporáneos.
Ahora bien,
es posible mostrar que este modo mesoamericano de llevar a cabo el registro
histórico está cruzado por la Entstehung,
la emergencia. La historia de los diversos pueblos se escribió en el medio de
las luchas por el poder y la dominación. Como ya se hizo notar, el uso de la
historia servía a los fines de legitimación del poder y pretendía no sólo
narrar la construcción gloriosa de un Estado o la dinastía sagrada de la
familia gobernante, también pretendía impregnar la vida y la memoria colectiva
de las sociedades para preservar el orden establecido, generar reglas y
mecanismos de control social.
La
historia oficial de mesoamérica reinventada una y otra vez no es la narración
teogónica y ancestral de un tiempo originario, es la historia de las rapiñas y
las luchas, del ascenso al poder de un pueblo tras otro y la imposición de
nuevos órdenes y nuevos gobiernos. No se trata de una historia que se herede
oralmente de generación en generación a través de sabios cuya selección de
sucesos sea autónoma, no es una historia que se guarde celosamente porque es el
contenedor de los conocimientos más preciados de un grupo étnico que se
extiende por milenios.
Para
ilustrar lo anterior conviene rescatar otro de los sucesos del ascenso del
poder mexica que Florescano presenta y que para fines de este texto muestra las
relaciones de dominación detrás de la configuración de la historia.
En 1427
Itzcóatl, tlatoani de los mexicas,
consumó su victoria frente a los tepanecas cuyo poder residía en Azcapotzalco y
quemó los libros antiguos para escribir un nuevo registro que justificara el
nuevo poder mexica. Tras el asenso de Itzcóatl también hay un escenario de
traiciones y de alianzas. En 1426 Itzcóatl mató a Chimalpopoca y llevó al grupo
mexica a aliarse con Netzahualcóyotl, rey de Texcoco y líder de los acolhuas.
Asimismo, Itzcóatl con el apoyo de sus primos Tlacaélel y Motecuhzoma
Ilhuicamina se encarnizó en una lucha contra los tepanecas. Los mexicas
liderados por Iztcóatl y con ayuda de los aliados de Texcoco y una vez vencidos
los tepanecas, crearon nuevas reglas en Tenochtitlán con un objetivo: deshacer
la tradición que aseguraba que el poder habría de ser hereditario. El cambio de
reglas les permitió eliminar a los descendientes de Chimalpopoca y poder
ascender al poder en contra de lo que los mandatos toltecas designaban para las
dinastías, es decir, la llegada al poder no sería ya por herencia sanguínea
sino por méritos militares. Se crearon nuevos títulos y se repartieron tierras
y para legitimar estas acciones se destruyeron, como se señaló anteriormente,
en 1427 los registros genealógicos y los códices que recogían tradiciones.
A
partir de esto puede apreciarse que el ascenso de los mexicas no fue el
producto de una historia teleológica sino que su emergencia fue posible por las
relaciones de dominación de unos grupos por otros y por las alianzas
realizadas.
La
historia que posteriormente escribieron los mexicas los retrató como “un pueblo
de orígenes humildes destinado a convertirse en el poder más grande que había
existido en la cuenca de México. En los nuevos códices, cantos y monumentos se
inscribió la historia que conocemos de los mexicas, la que cuenta su obstinada
peregrinación desde el legendario Aztlán hasta la mítica fundación de México
Tenochtitlán. En esta versión se lee que el pueblo mexica fue el escogido por
Huitzilopochtli para gobernar a las demás naciones, imponer tributos que
engrandecieran a Tenochtitlán y sacrificar cautivos para mantener la vitalidad
del quinto sol” (Florescano, 1995: p.183). Y a partir de esta reescritura los
orígenes oscuros de los mexicas quedaron desaparecidos pues no se conoce otra
versión más que la gloriosa narración que construyeron después de la derrota de
los tepanecas.
Asimismo,
los mexicas llevaron a cabo un “préstamo de ancestros” ya que se apropiaron del
pasado de los toltecas, después del de Tenochtitlán y de otros pueblos, para
crear un orden en el cual figuraran como el pueblo elegido.
No hay
aquí, como propone la genealogía, la posibilidad de un punto de vista suprahistórico
que nos permita averiguar qué hubo detrás de esos disfraces históricos pues lo
que constituyó el cúmulo de fragmentos que se conservan es el carnaval de esos
disfraces y luchas. Está lucha de fuerzas en que la historia se escribe, se
destruye y se reinventa, lo único que permite es mostrar que no hay una
identidad que pueda legitimarse históricamente entre los pueblos de
mesoamérica, también muestra que el registro histórico no estaba destinado
fundamentalmente a preservar la cultura y las costumbres de un pueblo, ni la
sabiduría ancestral y milenaria. La historia y el pasado registrado tenían un
modo de representarse y un uso que servían a ciertos sectores y a las
estructuras de gobierno absolutas y centralizadas.
4. Conclusiones
No es posible rastrear
hacia atrás un pasado compartido por todos los pueblos que habitaron el
territorio mesoamericano, tampoco hay una tradición común ni unos usos y
costumbres que han generado, en una línea directa, una identidad de la que hoy
los pueblos indígenas sean herederos. Ante esto hay que recordar también que a
la llegada de los conquistadores la historia contaba nuevas cosas y las
estructuras de poder también eran otras. Los conquistadores no encontraron a
una mesoamérica que hubiera permanecido inmutable a lo largo de miles de años,
más bien, al poder que se enfrentaron, principalmente, fue a los mexicas.
Por
otro lado, si la historia estaba en manos de las élites sociales y de los
gobernantes, cabe señalar entonces que fueron estos sectores los que
paulatinamente se eliminaron por la acción de los conquistadores. Para llevar a
cabo una efectiva conquista había que acabar con los gobernantes en turno,
pero, más aún, había también que destruir la historia de nuevo para establecer
un orden distinto, el orden del Virreinato, a partir del cual gran parte de la
memoria colectiva se transfiguró, se recompuso o se perdió para siempre.
Quienes
vivieron fueron los dominados o los que se aliaron a los conquistadores,
retomando las nuevas tradiciones, el nuevo orden. No sobrevivieron los
principales sujetos y narradores de la historia de mesoamérica, y lo que
pervivió de manera fragmentaria en la memoria fue el registro que llegaba al
público a través de las expresiones orales, quizá sea ese uno de los motivos de
la sobrevivencia de las lenguas de mesoamérica. Pero si bien las lenguas han
sobrevivido hasta la actualidad (y con bastantes modificaciones, como el
desarrollo de alfabetos), ello no garantiza que la historia lo haya hecho
también. Hay que tomar en cuenta que el mayor registro se daba a través de los
pictogramas y no de la cultura oral, además de que la escritura pictográfica
era muy limitada. Lo que hoy llamamos tradiciones indígenas no es más que la
recomposición de los fragmentos de registro que quedaron en el escenario de
fuerzas de la conquista y en el México independiente.
Ante
esto no hay razones suficientes para llamar a los actuales pueblos indígenas
“pueblos originarios”, pues una realidad metafísica tal no existe. Si bien son
los herederos de lenguas antiguas, también son los herederos de sincretismos y
así, herederos de Occidente. De manera muy puntual, Florescano, al comienzo de
su libro Etnia, Estado y Nación
afirma que la conquista produjo una escisión social entre los grupos que han
perdurado y que ha sido una barrera para la integración política:
…la división entre europeos e
indígenas negó unas veces la historia y otras condenó y distorsionó los siglos
de formación de la sociedad colonial que cambiaron para siempre el destino del
antiguo país indígena. Con todo, quizás el efecto más catastrófico de este
choque traumático fue la negación de lo que realmente hemos sido como pueblo:
una sociedad tejida por hilos nacidos en culturas diferentes, un país con una
experiencia colonial que marcó decisivamente la formación del ser nacional, una
mezcla integrada por un legado nativo y una herencia occidental. En lugar de
reconocer la realidad híbrida que habita diversos ámbitos de la sociedad desde
el siglo XVI, unos sectores se empeñaron en asumirse indígenas, otros renegaron
de esta herencia y se identificaron con el legado occidental, y otros más
reconocieron su ser mestizo pero en una forma restringida, que no incluía la
plena aceptación de los otros sectores sociales (Florescano, 2002: p. 19)
No es
posible aceptar una línea continua entre una realidad actual como son los
pueblos indígenas y la idea de que son herederos de las sociedades
mesoamericanas, pues no hay tales herencias lineales. Cabe señalar que las
denominaciones “indígena”, “indio”,
“amerindio” son posteriores a la conquista. La lengua y las nuevas
organizaciones sociales de los indígenas no son garante de una herencia
histórica continua y ancestral que ha viajado a través de los milenios y que
ahora pretende mostrarse al mundo como un reducto cultural que Occidente no
alcanzó.
Cabe
señalar que partir de la afirmación de una herencia lineal, en múltiples
ocasiones, el multiculturalismo en México, homogeneiza a la población indígena
y la ubica (riesgosamente) en un solo periodo que se prolonga desde tiempos
inmemorables hasta la actualidad.
Por ejemplo, en las reflexiones de Olivé
también pueden encontrarse afirmaciones que hacen suponer que México ha variado
poco al respecto de los conflictos indígenas:
Desde los tiempos de la Conquista
nuestro país ha vivido con los conflictos generados por la dominación de una
cultura sobre otras, así como los reclamos de los pueblos originarios para que
se reconozca su derecho a preservar su cultura y a vivir de acuerdo con ella
según los planes de vida que sus miembros decidan. Sin embargo, el fin del
siglo XX y el inicio del nuevo milenio han estado marcados por una agudización
de esos conflictos y por ello de manera urgente requerimos que las relaciones
entre los diversos pueblos que conforman a la nación se establezcan sobre bases
estables y novedosas en ciertos aspectos (Olivé: 2004: p, 60)
Ante
esto cabe preguntar si efectivamente “nuestro país” es el mismo desde al
Conquista. Desde luego que no, la nación mexicana como ahora la conocemos, con
una política democrática, no existía “desde los tiempos de la Conquista”. Y los
reclamos de los pueblos indígenas seguramente no eran los mismos. Es posible
que esas bases estables y novedosas en ciertos aspectos, a las que Olivé apela,
comiencen a construirse cuando se abandone la idea de la identidad originaria y
ancestral. Esto no quiere decir que haya de irse en detrimento de los pueblos
indígenas y de la realidad que constituyen como grupos pertenecientes al México
actual, lo que quiere decir es que se puede hacer justicia, en el
multiculturalismo, al proceso de hibridación que constituyó lo que hoy
denominamos indígena. Posiblemente el único sentido de originareidad de los
pueblos indígenas sea que ellos son el origen de uno de los híbridos más
notables nacidos en el Nuevo Mundo. El origen no radica en lo que hay de
mesoamericano en los indígenas, el origen es el juego de fuerzas que propició
la hibridación cultural. Y esta hibridación no es un proceso al que podamos
encontrarle una línea continua y un producto final, es lo que posibilita que
pueda seguir habiendo pueblos indígenas y que en el nombre de un pueblo puedan
conjuntarse dos tradiciones, como por ejemplo “San Francisco Tlaltenco,
Tláhuac” o “San Lorenzo Tlacoyucan, Milpa Alta”.
Por
otra parte, el problema no es simplemente una cuestión de denominación, de
nomenclatura, puesto que el título “pueblos originarios de México y de América
Latina” es el estandarte de luchas políticas y sociales, e incluso es la marca
de múltiples disputas culturales. Grave es el caso de las demandas políticas de
los “pueblos originarios” pues, en términos estrictos, son demandas cubiertas
por la banda de una realidad inexistente. Esto no quiere decir que los actuales
pueblos indígenas (que no mesoamericanos u originarios) no hayan de demandar
mejores condiciones de vida y bienestar social como cualquier otro grupo
cultural o como cualquier otro sector social, demandas que se caracterizan por
los rasgos de todas las demandas de las actuales sociedades democráticas. Lo
que se quiere decir es que hay que abandonar denominaciones que tienen un falso
sustento histórico y un uso ideológico, de lo contrario habría que asumir todas
las consecuencias.
En el
caso de reconocer que existe algo tal como los “pueblos originarios”, limpios o
poco tocados por Occidente, habría que asumir que la tradición que heredaron
era todo, menos democrática o comunitarista, como pretende el multiculturalismo
al hablar de “comunidades indígenas”. Las sociedades mesoamericanas eran
estructuras jerárquicas de dominación, teocráticas y monárquicas, con un poder
central absoluto o con una burocracia estatal con un alto cobro de impuestos,
incluso habría que saber si el sentido de comunidad que hoy se atribuye a los
pueblos indígenas era un sentido existente en las sociedades mesoamericanas.
Así, las tradiciones, el conocimiento y la sabiduría de estos pueblos tenían un
uso no sólo un valor cultural (como el que hoy se reclama), y ese uso servía a
los fines de legitimación de un orden específico.
Pero,
en el caso de que se quisiera argumentar que la historia y el registro
ancestral de los pueblos originarios que hoy demandan reconocimiento no es la historia de la Mesoamérica
precortesiana, tendría que responderse qué historia es y tendría que
legitimarse cómo dejar a un lado el modo de registro histórico de la época
anterior a la Conquista. Si los pueblos originarios “actuales”, sus usos y sus
costumbres, tanto como sus tradiciones no son la memoria generada por la
historia de los tlatoanis y de los tlacuilos o, en última instancia, de los macehuales, entonces debiera
responderse por qué se hecha mano del pasado azteca para salvaguardar a un
sector de las actuales “sociedades multiculturales”, por qué se apela a la
historia oficial de los asentamientos mesoamericanos. El punto es que se juega
con las dos cosas: con la historia de Mesoamérica escrita por los tlacuilos (o lo que queda de ella
después de la Conquista) y con la historia que reinventa y reivindica ahora el
multiculturalismo como fuente de sentido social. El multiculturalismo asiste a
un “despertar indígena”, como señala Yvon Le Bot[3]. Pero es un despertar que trae al
presente un pasado que ha borrado la singularidad de cada suceso, y que ha
convertido la coyuntura en ancestralidad.
Y no
faltan casos de apropiación o reinvención de un pasado mítico y ancestral, un
pasado primordial que ha llegado al presente a través de periodos de letargo y
ahora encuentra su tiempo. Un ejemplo de esto es la página web llamada “pueblos
originarios de la Ciudad de México”, en donde se dice: “Se les denomina
[pueblos originarios] así por ser descendientes en un proceso de compleja
continuidad histórica de las poblaciones que habitaban antes de la conquista lo
que ahora es el Distrito Federal” [4] Pero, ¿respecto de qué es posible establecer
una continuidad? ¿Cómo evitar la fragmentariedad de los sucesos que ocurrieron
antes y después de la Conquista? ¿Fueron los mismos los pueblos mesoamericanos
antes y después de la Conquista? ¿Hubo un “después” de la Conquista para
Mesoamérica? ¿Este después se extiende hasta la llegada del Multiculturalismo y
la defensa de los pueblos indígenas “originarios”?
Ante
esto, resta aún pensar en lo que en realidad significa el uso del nombre
“pueblos originarios”, es posible que los detalles imperceptibles de las luchas
o de las relaciones de dominación o de la perpetuación de estas mismas se
escondan bajo ese título y permanezcan impensadas.
Bibliografía
Del Val, José, (2004): México, identidad y nación. UNAM,
México.
Florescano, Enrique,
(2002): Etnia, Estado y Nación.
Ed. Taurus
------------------------,
(1995): Memoria mexicana. Ed.
FCE, México.
Foucault, Michel, (1992):
“Nietzsche, la genealogía, la historia”, en Microfísica
del poder. Las ediciones de La piqueta, Madrid.
Le Bot, Yvon: “Movimientos
identitarios y violencia en América Latina” en Multiculturalismo. Desafíos y perspectivas, Daniel Gutiérrez
Martínez (comp.), UNAM, COLMEX, Siglo XXI, México. Págs. 189-212.
Olivé, León: 2004: Interculturalismo y justicia social,
UNAM, México.
Wieviorka, Michel:
“Cultura, sociedad y democracia”, en Multiculturalismo.
Desafíos y perspectivas, Daniel Gutiérrez Martínez (comp.), UNAM, COLMEX,
Siglo XXI, México. Págs. 25-76.
La Conquista de México no ocurrió.
Guy Rozat Dupeyron
Introducción
Repensar la Conquista de México, sí, pero ¿cómo hacerlo?
Hace ya muchos años, casi 35 años, mi maestro
Ruggiero Romano, empezando un libro sobre Los conquistadores, se preguntaba si su empresa era justificada, si
había algo nuevo que decir, si valía la pena visualizar una vez más una
película cuyos actores eran harto conocidos[5], un evento sobre el cual todo parecía haberse dicho ya.
Es evidente que esas preguntas eran un tanto retóricas, y que para él, ese
librito escrito al margen de una gran obra dedicada a la historia económica de
América, tenía mucho sentido. No queremos entrar en el análisis de esa obra,
sino recuperar aquí ese sentimiento de déjà
vu, expresado por Romano, como si el relato de la Conquista de México
después de haber sido formulado, salmodiado durante siglos, hubiera agotado
todas sus posibilidades analíticas y de producción de sentido.
Porque al primer nivel, en ese nivel de “la letra”, que
era el sentido histórico, según los exegetas medievales, en ese “repensar la conquista” no podemos esperar
proponer otro desenlace para ese evento, si consideramos “la conquista”
solo como las irrupciones militares y las primeras batallas y destrucción de la
imposición occidental El resultado
dramático para los pueblos americanos es suficientemente conocido por todos,
pero a condición de no dejar ganar por el pathos
y la indignación moral actual, es evidente que el re-examen de los
relatos de esos inaugurales encuentros guerreros nos mostraría que
queda mucho por hacer para entender la
lógica del triunfo de esas entradas conquistadoras. Por ejemplo, considerar a
Cortés como a uno de estos “genios que
dominan la historia”, (o uno de esos seres perversos que llenan la historia de
sus crímenes, es lo mismo) permitió ahorrarse la explicación más o menos
verosímil de cómo funcionaba el espacio americano en el cual se desarrollo su
empresa, pero permite a la inversa poder construir el discurso de la impotencia
americana. Así, hurgar tras lo más visible de esos encuentros -lo más trillado- me parece una tarea digna de interés, ya que
con ella podríamos esperar entender mejor lo que sucedió globalmente en esos
momentos y no sólo en el campo militar español.
Por otra parte, el impacto y naturaleza de ese
“encuentro” ofrece pistas para entender cómo esa conquista, entendida como uno
de los eventos constitutivos de la destrucción de la antigua “América”, perduró
durante varios siglos y perdura probablemente hasta la fecha en algún rincón
olvidado de las muchas Américas.
Pero es evidente que más allá de reconstruir con un
mínimo de coherencia esas cabalgatas guerreras y sus efectos sobre las
sociedades americanas, es también tarea de este seminario pensar el efecto que el relato ineludible de este evento tuvo
en su re-actualización secular en la conciencia de si de los mexicanos y
latinoamericanos. La dificultad en los años del “Quinto Centenario” de pensar
la Conquista en el cine como lo muestra Alexandra Jablonska en su trabajo, es
un ejemplo de los resultados en el imaginario de ese “efecto Conquista”
A quien pertenece el sello “conquista”
Ahora debemos preguntarnos mínimamente si no hay alguna
trampa escondida en nuestra ingenuidad misma, de creer que se puede impunemente
“repensar la Conquista”. La pregunta sería ¿de quién es el discurso de la
Conquista? Creo que podríamos responder
con el lema de los agraristas de principios del siglo XX, “la Conquista es de
quien la trabaja”.
Una simple visita a una buena librería nos muestra
rápidamente que la conquista es de todos, y que se ofrecen a la venta sobre el
tema en México, libros de autores franceses, ingleses, norteamericanos,
polacos, húngaros, sin olvidar los autores no traducidos al español, pero que
pueden llegar a penetrar la cultura histórica nacional por caminos más oscuros.
América es una pieza fundamental del imaginario histórico mundial desde hace
varios siglos, con toda la ambigüedad que pueda tener como feed back para los
imaginarios mexicano y latinoamericano, y por lo tanto, “La Conquista” llama la
atención de muchos intelectuales extranjeros, como me ocurrió a mí hace más de
40 años. Hasta aquí nada de extraño, y finalmente, como no podemos impedirlo,
debemos tomarlo en cuenta, porque también es ese mismo imaginario -en alguna parte común- el que construye el
sentimiento de solidaridad entre los pueblos, que atrae turistas, o entusiasma
a los neo zapatistas franceses o italianos.
Así debemos confesar nuestra esperanza de que en prioridad, nuestros esfuerzos intenten organizarse desde México y
para México, o más generalmente para América y desde América. Esto parece muy
fácil, mera perogrullada, pero no lo es si empezamos a considerar que la
mayoría de los relatos que han sido producidos sobre la Conquista durante
siglos, así como en la actualidad, han
sido escritos desde territorios simbólicos exteriores a América, y con eso no
queremos añadirnos al coro de lamentaciones indignadas que periódicamente
denuncian la intromisión de los extranjeros en los estudios mexicanos de
antropología o historia. Sólo queremos insistir aquí en el hecho que debemos
repensar la Historia de México a partir de las necesidades históricas
imaginarias que tiene el país y en eso probablemente deberemos luchar contra, o
por lo menos desconfiar de, la imposición de ciertos esquemas de explicaciones
provenientes de una simbología externa, aunque sea retomados por investigadores
nacionales seducidos por los oropeles parisinos, ingleses o alemanes, o
simplemente pecando de una cierta ingenuidad.
Y hablando de esa escritura externa americana, ya no
queremos hablar aquí solo de los textos coloniales cuya lógica era la de
justificar, cada autor a su manera, un poder extranjero impuesto sobre América
y la creación de una gran empresa evangelizadora y colonial[6]. En este sentido los textos coloniales escritos sobre
América en tanto que actos de comunicación entre hispanos, encontraban sus
lectores preferentes en Europa y pocos, o ningún lector, en América. Y cuando
de repente existía ese lector en América se trataba siempre de alguien
perteneciente a uno de los círculos del poder delegado hispano de esa nueva
España o algún erudito proponiendo “nuevas interpretaciones” para ese mismo
público.
Hay
una lógica colonial de los textos de historia de los siglos XVI, XVII y XVIII,
y si esta no aparece hoy con tanta claridad, es porque han sido re-visitadas a
partir del siglo XIX y XX y “re-significadas” para ser fuentes de la Historia
Mexicana”. Para llenar nuevas necesidades ideológicas de justificación de los
diferentes matices nacionales en pugna y en esa lógica colonial, se han ido
buscando “buenos” discursos y prácticas colonizadoras presentables, como las
del conjunto franciscano, con Tata Vasco y algunos otros, para oponerlos a los
responsables malvados de la destrucción de las indias, cuyo arquetipo sería
Nuño de Guzmán, figura de chivo expiatorio que sería interesante rastrear a lo
largo de los siglos en la historiografía nacional.
El
problema para mi es, que pensado desde la lógica de la gramática civilizatoria
occidental, no hay buenos colonizadores, solo hay métodos más o menos violentos
de destruir, de desertificar o de cohabitar, pero no se debe jamás olvidar que esa cohabitación, por pacifica que se le
quiera hacer parecer, siempre tiene por consecuencia la desaparición física, o
por lo menos la lumpenización cultural y finalmente el etnocidio.
Cómo
en la división académica de la práctica historiana, las preocupaciones teóricas
y metodológicas de los colonialistas son generalmente muy lejanas a las de los
estudiosos del XIX; unos y otros no se han dado, o no quisieron darse cuenta,
de que las diferencias supuestas en el tratamiento general del punto que nos
ocupa aquí - una escritura de la
historia del indio - obedecen a la misma lógica de ocultación. Si en el siglo
XIX, sobre algunos puntos, como es lo del indio, la historiografía nacional
mexicana en construcción parecía quererse construirse en reacción a la lógica
textual colonial, insistiendo en esa radical heteronomía existente entre la
lógica del poder español y el proyecto de la Nación México, podemos ver como
rápidamente fue llevada a recuperar gran parte del sentido de la historia
salvífica, intentando torcerlo en su provecho.
Cuando
pretendemos que la lógica de muchos relatos nacionales de historia corresponda
no a lógicas y necesidades historiográficas realmente americanas y/o mexicanas
sino, a pesar a veces de sus autores mismos, a necesidades imperiales del mundo
occidental, podemos para mostrarlo indicar cómo se construyen aún en una
dinámica de sentido que indica que no hemos salido aún de un modelo de historiografía
teológica, y no serán los intentos fracasados de la “historiografía marxista”
de las últimas décadas del siglo XX los que nos podrían convencer de lo contrario.
En el
siglo XX generalmente la dimensión occidentalizante del relato América, llamada
en general eurocentrista, inaugurada desde la “invención” de las indias por
Cólon (y probablemente antes, considerando la enorme carga simbólica acumulada
en el imaginario occidental sobre “Las Indias”)
siguió omnipresente. Pero en ese siglo XX, darse cuenta de ese fenómeno
se había vuelto mucho más difícil, porque ya no se trataba de afirmar en la escritura de América el “destino
manifiesto del elegido pueblo español” como en los siglos coloniales, ni el triunfo
del credo de la modernidad capitalista e industrial visible a través del
ambiguo lente de la democracia política
representativa, como en el siglo XIX[7].
La
unificación simbólica del mundo del
siglo XX, producto de la globalización económica, particularmente a partir de
los años setentas de ese siglo, volvió opaco el lugar desde donde se escribía
América. Realizando, o imaginándose que realizaba, el ideal cosmopolita del
intelectual ilustrado, el intelectual latinoamericano o mexicano podía vivir
plenamente, cual diletante, la ilusión de ser totalmente francés en París, a la
vez que inglés en Londres, como irlandés en Dublín, y disfrutar de Nueva York
sin sentirse manchado por los crímenes yanquis.
Durante
ese siglo, participando, pero a su manera - machacadora y sistemática - de ese
confortable cosmopolitismo ilustrado, los europeos pretendieron volverse una vez más los amos de la escritura
de América, estructurando un nuevo saber “americanista”, reinterpretando,
refuncionalizando a veces, los tropos que les parecían más obsoletos de las anteriores
escrituras de América.
Américas
imaginarias
Si bien para los universitarios de la segunda
mitad del XX, escribir Américas, era colmar en cierta forma necesidades
internas de exotismo y/o una simple afirmación narcisista de la nueva forma del logos
occidental, era también un medio relativamente fácil y poco cuestionado de
construir una carrera en las instituciones universitarias del primer mundo. En
la medida en que para muchos occidentales la constitución de ese saber México,
pertenecía no a un espacio idéntico al espacio europeo sino a un lugar de
confines; y el rigor historiográfico que presidía a la escritura de la historia
europea, muchas veces no se trasportó idéntico, ni se transporta en la
actualidad, en las tareas de escritura
de la historia americana.
Como
América pertenece desde hace siglos al universo imaginario europeo, se diluye
el rigor historiográfico, y muchas explicaciones historiográficamente
atrasadas, que con horror se verían aplicadas a hombres y sociedades europeas,
pueden ser propuestas sin ningún problema para la historia americana.
En
México en general no se ha prestado mucha atención a ese problema de reconocer
los lugares de esa geografía simbólica desde donde son construidos y toman su
legitimación los saberes académicos, aunque no faltan los marcadores
lingüísticos que nos señalan pistas para esa investigación tan necesaria, si
queremos realmente hablar desde México y para México.
Por ejemplo, la omnipresencia del concepto de
humanismo como el epíteto de humanista y todas sus declinaciones posibles, tan
frecuentemente acolado a todo tipo de personajes históricos de los siglos
coloniales y subsiguientes sin, o casi sin ninguna reflexión real, es una
muestra de que en algún lugar de este
discurso se intenta obviar la distancia entre el lugar desde donde se habla y
el lugar de quien se pretende hablar: una de las características fundamentales
de la producción histórica. Se pretende hablar de personajes americanos cuando
sólo se refrendan modelos de vidas ejemplares típicamente occidentales. El
ejemplo de los innumerables retratos del rey Nezahualcóyotl, entre muchos otros
posibles, son muestras de ese tipo de discurso donde se pretende decir a la
antigua América sólo logrando refrendar las fantasías anacrónicas del Logos
occidental.
La
escritura de la Conquista de México ya no pertenece realmente a su “mundo
natural”, tanto el mundo de la historiografía mexicana -“herederos” de los
conquistados- o de la historiografía hispana -herederos de los conquistadores-.
Sería suficiente con ir a una librería del DF como la Gandhi, ese gran
baratillo de la cultura nacional, para darse cuenta de la omnipresencia actual
de textos producidos en Europa y desde Europa.
El hecho que la Conquista de México haya sido cooptada por la historia
mundial e incluida entre las grandes hazañas conquistadoras del mundo, no se
traduce sólo por esa impresionante producción que evidentemente influencia por
sus interpretaciones la producción nacional, sino que tiene unos efectos más
perversos.
Sería
interesante en el futuro analizar el ambiguo papel de las instituciones académicas, así como de ciertos aparatos culturales del
primer mundo -universidades, periódicos, editoriales, etc.- en la perennidad de
ciertos mitos de la historiografía mexicana. Por la cantidad de premios,
decoraciones y felicitaciones diversas que estos otorgan a algunos santones y
menos viejos de la historiografía nacionalista mexicana, ese aval internacional
favorece el monopolio que estos caciques académicos y sus seguidores ejercen en
el control de la enseñanza y la investigación, al impedir la difusión de nuevas
propuestas historiográficas.
Es
evidente por otra parte que en este mundo globalizado existen redes y
complicidades internacionales que tienden a afianzar ese poder y a mantener una
cierta doxa sobre ese periodo, y si queremos desbloquear la
investigación sobre el periodo de la conquista, o sobre otros periodos,
tendremos que proponernos una serie de investigaciones de estudios culturales
sobre las redes de legitimación mutuas que estructuran la producción de ese
saber.
Esperando
un nuevo país...
Creemos que hay varias razones de base que nos
obligan hoy a intentar construir un nuevo relato sobre la conquista. La
situación política y cultural en México ha evolucionado en la última década de
manera importante, el discurso nacionalista que hacía del mestizo la figura
fundamental, el sostén y futuro de la nación, ha tenido que dar paso a la
reivindicación de un México pluri o multicultural, impuesto por las luchas “comunitaristas”
de los diferentes grupos étnicos que existen en el país y cuyas
reivindicaciones al reconocimiento político y cultural hoy parecen firmemente
afirmadas. No es inútil aquí, creo, recordar que muchas de estas luchas son muy
anteriores a la emergencia a la luz pública del neozapatismo chiapaneco, luchas
que, en cierto sentido, este movimiento hipermediatizado, ha probablemente
opacado, si no profundamente trastocado.[8]
No
viene al caso enumerar aquí todas las esperanzas de las cuales un nuevo México
es portador ni tampoco de los frenos a los cuales estas esperanzas tendrán que
enfrentarse. Pero en el orden historiográfico está hoy muy claro que el
historiador o el científico social que intente pensar América, y más aún, un
evento cargado de violencia simbólica
como la Conquista, no debe olvidar que toda palabra vertida en ese proceso
puede a la larga producir sangre, lágrimas y violencia. Y si sucumbimos a esa
tentación de asumir el papel del profeta, que es siempre muy tentadora para el
historiador o el científico social, podemos decir que nos parece que la herida
fundamental abierta por la conquista hace 5 siglos, no esta aún sanada y que
ese absceso purulento, desde hace siglos, impide que se gesten identidades
populares liberadoras en ciertos países de nuestra América Latina. Parece hoy
urgente sanear esas heridas antes que un Osama Bin López boliviano,
ecuatoriano, peruano, guatemalteco, o mexicano venga a despertar las
mediocridades ambiguas y sinsabores de las identidades nacionales u otras, que
intentan tapar desde hace 5 siglos un racismo profundo y tenaz, generador de un
resentimiento popular que probablemente en ciertos países o regiones solo
espera una chispa para explotar.[9]
El
relato de la Conquista entre historia y
antropología
Por
otra parte la principal dificultad y ambigüedad de un proyecto de repensar hoy la
conquista de y desde México, podría provenir de que en este país no hubo, sino
hasta fechas muy recientes, intentos de construir un pensar historiográfico
radical y menos aún sobre ese periodo fundamental de la conquista.[10] La adopción de la
identidad mestiza como fundamento nacional, es el espejismo que permitió
probablemente durante un siglo (1860-1960) “olvidarse” de pensar las antiguas
culturas americanas en sus densidades historiográficas propias. Estas sólo
fueron tratadas en la dimensión estructurante e uniformizante de la
antropología, lo que permitía evacuar en cierto sentido lo que había sido para
ellos el evento Conquista. Desde el intento abortado de Carlos María de
Bustamante en las primeras décadas del siglo XIX, jamás se volverá a
intentar pensar realmente “una historia
de los indios”, o pensar el periodo precolombino como auténtico prolegómeno a
la historia nacional, porque el indio vuelto “Problema Nacional”, debía a toda
costa ser redimido y solo podía tener un devenir “histórico” en su asunción o
su desaparición en la fusión mestiza nacional, o más tarde, en el proletariado
agrícola anónimo de un anhelado México socialista.
La solución al “problema indígena” o “indio”,
como restos fósiles de situaciones históricas anacrónicas, plantas parásitas y
venenosas de la “evolución natural del pueblo mexicano”, se volvió así un mero
problema técnico-administrativo que los especialistas de la antropología mexicana, nacionales o
extranjeros se encargarían de resolver.
Esa
división del saber propuesto por la élite cultural mexicana en la segunda mitad
del siglo XIX, sigue aún vigente en la historiografía nacional, a saber, que
todo lo que toca al indio es tratado desde la antropología y todo lo que toca
de la sociedad mestiza al México moderno, es generalmente analizado según
criterios historiográficos. Estos criterios pueden ser múltiples, pero es
suficiente hacer el recuento de las escasas páginas en las cuales aparece la
figura del indio en los relatos de historia contenidos en la actualidad en los
libros de primaria, para darse cuenta que sólo es realmente objeto de historia
un sector social que fue durante siglos muy minoritario. Y sólo las ambiguas
prácticas nacidas de la seducción antropológica impiden a los historiadores ver
a los monstruosos productos de esas relaciones perversas. El indio sigue en
México estando preso de la Antropología y eso no molesta aparentemente a nadie.
Que esta confusión de registros analíticos se haya generalizado en Europa desde
hace unos 20 años, es una cosa, pero en esos países esa confusión no lleva a
muchas consecuencias sociales dramáticas, en la medida en que se aplica a
objetos y sujetos de un pasado en general remoto, a la época medieval o a
creencias populares generalmente campesinas de siglos anteriores a la
modernidad, y los campesinos europeos sobrevivientes manifiestan más hoy por el
deterioro de su nivel de vida y su desaparición programada, que por la imagen pésima que se sigue
dando aún de ellos en los libros de
historia. Pero en México la antropologización del indio ha tenido un efecto
profundamente negativo, no sólo sobre la historiografía nacional, sino sobre la
suerte misma de los sujetos antropologizados. Esa antropologización tuvo como
consecuencia la transformación de unos indios físicos en indios folclorizados,
despojados de sus auténticos signos de identidad colectiva, que son la marca de
una posible historicidad propia. Y hemos llegado así a esa total confusión y
manipulación oportunista de estos miles de indios de papel, que vuelve
gigantesca e improbable la tarea de una arqueología discursiva, único medio
capaz de preparar el terreno para construir una historia indígena.
El
saber compartido sobre la conquista.
Por
otra parte, si queremos pensar de nuevo
la conquista, ese intento nos obliga
a esbozar ahora, mínimamente, la Vulgata
nacional o el saber compartido construido sobre ese momento fundador.
En
México, el control político ejercido por
un mismo partido en el poder durante más de 70 años, su liturgia nacionalista,
su control casi absoluto sobre los sindicatos de maestros encargados de la
enseñanza primaria y secundaria, así como la existencia de libros gratuitos
para esa enseñanza, ha logrado moldear un conjunto historiográfico
relativamente homogéneo. En esa Vulgata estrictamente vigilada, los relatos de los “grandes episodios de la
vida nacional”, infinitamente repetidos, han logrado moldear un imaginario
nacional compartido por la mayoría de los ciudadanos, lo que no impide que
puedan existir ligeras variantes en ese relato.
Pero en cuanto a la Conquista, vista desde la
academia, el mundo profesional de los historiadores, podemos considerar que
coexisten dos grandes conjuntos discursivos que estructuraron, aunque sea de
manera a veces contradictoria, el saber
compartido actual en México sobre la conquista. Los dos se elaboraron entre los
años 1960 y 1980: uno fue producido por la escuela de historia de El Colegio de
México, y el otro en la UNAM, en el grupo estructurado alrededor de M.
León-Portilla, “heredero” de los trabajos de Mons. Ángel María Garibay, y si creemos a Guillermo Zermeño, también por
muchos aspectos de Manuel Gamio, aunque se puede considerar que el sobrino,
MLP, logra voltear y vaciar gran parte
del contenido de lo que había adelantado el tío.[11] Como lo veremos, lo interesante es que en ningún momento
esas dos “escuelas” intentaron llevar a
cabo un científico enfrentamiento historiográfico, sino al contrario, se
asistió, como vamos a verlo, al reconocimiento tácito de un pacto de no
agresión y a una respetuosa repartición del pastel historiográfico y de sus
prebendas. Y es evidente que la figura identitaria de la mexicanidad construida
después de la Revolución por los aparatos culturales estatales, con la figura
única del mestizo, permitió ese pacto de no agresión y así no prosperaron las
protestas de O’Gorman ni las polémicas abiertas en los años 50 entre
“indigenistas e hispanistas.”[12]
La doxa vista desde el Colmex
La
aparición de una Historia de México en 4 volúmenes, elaborada y publicada bajo
los auspicios de El Colegio de México, en 1976, se situaba en la perspectiva de
constituir una nueva Vulgata historiográfica como lo había sido en su tiempo México a Través de los Siglos, o México y su Evolución Social, y desde
ese punto de vista, fue un auténtico éxito.
Ese éxito y ese dominio fueron tales, que explica probablemente que no
se hayan desarrollado estudios analíticos que posteriormente nos explicarían la
génesis, las dificultades de la empresa, las esperanzas de sus autores, así
como las del arquitecto del proyecto, don Daniel Cosío Villegas.
Es probable también que desde esa fecha el
triunfo de esa Historia General fuera facilitado por las dificultades en las cuales
se encontraba enfrascada una buena parte de la inteligentzia mexicana fascinada por el materialismo histórico e
incapaz de encontrar derroteros “comprometidos” para pensar alguna renovación
historiográfica. El éxito fue tal que con el tiempo ese relato se volvió el discurso de referencia de la historia
nacional, tanto al interior como al exterior del país.
El
disfraz antropológico
Pero
al mismo tiempo, en la Universidad Nacional Autónoma, el gran cantante de un
ambiguo indigenismo mexicano, M. León-Portilla,
calzando las botas de su maestro A.M. Garibay, seguía su irresistible ascensión
hacia el pináculo nacional e internacional, su
“Visión de los Vencidos” entraba en su séptima edición y ya se habían
multiplicado las traducciones a las principales lenguas “cultas” del
planeta. Paralelamente a su recepción
editorial en las principales universidades europeas y norteamericanas, se
fueron creando tempranamente grupos de aficionados que generaron auténticas
metástasis que servirían a su vez de apoyo y legitimación “científica” a ese
discurso seudo histórico que a todas luces carecía totalmente de él, por lo
menos según los cánones que la producción historiográfica consideraba como
“científicos” en esa época. En cierta medida, se podría formular la hipótesis,
que se necesitaría examinar con sumo cuidado, de que fue en parte la muy buena
recepción extranjera de ese conjunto seudo histórico, lo que le dio la fuerza
que adquiriría en México. Tal vez no sería la primera vez que un texto mediocre
pero fundamentalmente ventrílocuo producido en un país periférico, después de
haber sido recibido y publicitado por los países del centro, fuese impuesto por
el simple peso de la dominación cultural del
imperio.
Es
evidente que un estudio exhaustivo de las otras obras y de la carrera de MLP,
su infinidad de premios y decoraciones, sus funciones políticas nacionales y de
representación internacional, mezclado con la multiplicación de sus ediciones,
etc., reservaría probablemente muchas sorpresas, y pensado en estos términos,
ayudaría a complementar el estudio del éxito intelectual de sus propuestas más
estrictamente “historiográficas” de la conquista[13].
Pero
si regresamos al nivel estrictamente historiográfico, que es el que nos
interesa aquí: ¿qué hay en común entre esa ausencia total de reflexión
historiográfica sobre las condiciones intelectuales de “producción”[14] de los textos de esa Visión
de los Vencidos, con los trabajos contemporáneos de los Annales o los trabajos de las escuelas
historiográficas alemanas, italianas, sin olvidar los trabajos muy conocidos en
México de un E. P. Thomson o de los historiadores marxistas ingleses que
dominaban el escenario historiográfico en Europa antes de llegar a México?
Saber
porqué ese discurso fue adoptado sin casi ninguna crítica, y después se
difundió por el mundo entero y/o por qué
y cómo las voces disidentes fueron calladas o minimizadas, sería de por sí el
tema de una interesantísima y apasionante investigación de historia cultural mexicana y a lo mejor algunos de
ustedes podrían encontrar aquí una rica veta para sus tesis universitarias. No
crean que cuando digo que hubo presiones institucionales y de todo tipo, estoy
exagerando, las luchas de papeles, en tanto que representan intereses de grupos
intelectuales, con causas o sin ellas, o sean sólo movidos por el interés
propio inmediato o gremial, esconden una violencia de tipo policíaca bastante
fuerte. Evidentemente en México en un mundo intelectual dominado por lo
políticamente correcto, pero bajo la omnipresencia vigilante de los caciques
culturales, estas luchas tras los escritorios supuestamente no existen, y por lo tanto, no pueden ser estudiadas y
menos ser objeto de tesis.
El
hecho es que la Visión de los
Vencidos se volvió el texto dominante y fundador de una larga tradición
“cultural” nacional e internacional y que los historiadores “científicos” de la
época no quisieron rebatirlo, o no
supieron rebatirlo los que lo intentaron, porque también intentaron dar
la batalla en forma dispersa. Pero lo más probable también es que ese texto
cumplía un papel tan fundamental, tapaba un hoyo tan grande para la identidad
nacional, que poco importaba la completa ausencia de fundamentos “científicos” o
historiográficos. Tampoco los investigadores marxistas de entonces, tan dados a
denunciar todo lo que les parecía oler a “ideología burguesa”, encontraron nada
que decir a esa “Visión de los Vencidos”, que no era otra cosa que una grosera
manipulación y falsificación historiográfica.
Así
el relato de la historia nacional y particularmente el relato de la conquista de México, se instituyó y se
desarrolló desde esa época entre esos dos grandes modelos de prácticas
discursivas, entre una historia nacionalista con tendencia liberal y ligeramente,
o de superficie marxizante, tal como la
estableció El Colegio, y una supuesta antropo-historia sentimental e
impresionista, psicologizante, desarrollada por la escuela Leonportillista, que
jamás negó realmente su doble origen clerical y nacionalista.
Hay
que subrayar que estas dos corrientes intelectuales o estas dos maneras de
“hacer historia” de México cohabitan desde hace décadas, y si esta cohabitación
fue relativamente “pacífica”, es porque el Leonportillismo no se desbordó de la
apropiación-reinvención del mundo indígena desde donde emergió, espacio con el
cual los historiadores que se decían “comprometidos” y los otros, se sentían poco en sintonía
entre 1960 y 1990.[15]
Lo
interesante y ambiguo de esa ausencia de enfrentamiento, a excepción de algunas
intervenciones del maestro O’Gorman (y alguno que otro investigador), es que el
Leonportillismo encontró siempre una manera hábil de evitar un enfrentamiento
con la historiografía científica.
M.L.P.
siempre consideró que su trabajo y el de su escuela, tal como lo había en su
tiempo ya pretendido su tío, Manuel Gamio, se situaba en la línea directa que,
según él, habían abierto los evangelizadores “humanistas”, defensores del Indio
(sic), y particularmente se cobijaba bajo el hábito de fray Bernardino de
Sahagún, al cual construyó la estatua de bronce, periódicamente repintada con
grandes gastos y esfuerzos, de “primer antropólogo.”[16] Colocarse en la
antropología y disfrazarse de humanista era un buen método para escapar a los
apretados criterios de historicidad que empezaban a imponerse en el gremio historicus para
definir a la práctica historiana en esos años. Pero regresemos al intento de escritura de la conquista en la
tradición historiográfica de El Colegio de México.
La
conquista en la Historia
general de México, de El Colegio de
México.
Si el relato general elaborado en la década de
los 70 por los investigadores de El Colegio se constituyó en la referencia de
base, la Vulgata nacional, sobre los 5
siglos de historia nacional, en lo que respecta al momento de la conquista de
la capital azteca, se ve muy bien como Alejandra Moreno Toscano, una excelente
historiadora, y una de las mejores de su generación, en su ensayo “El siglo
de la conquista”, se rehúsa a
esbozar un mínimo relato de ese encuentro. Sólo en un estilo telegráfico,
retoma los puntos más clásicos de la epopeya Cortesiana. En un poco más de una
página, enumera desde la partida de la expedición, hasta el encuentro con
Moctezuma. Así desfilan a toda velocidad el rescate de Aguilar y el encuentro
con La Malinche, con el cual “Cortés se ha hecho de sus mejores armas” y permite que Cortés se inicie en el
conocimiento de la tierra”. Se trata la
fundación de la Villa Rica de la Veracruz como una simple decisión de
“establecer una base”. Cortés recibe los regalos de Moctezuma y la solicitud de
que no se adentren más en sus tierras.
Pero
de repente el relato deja la enumeración de hechos “verídicos” en términos
bernaldianos, y muy racionales, con los cuales siempre se describe a la acción
de los españoles. Cortés, pretendiendo impresionar a los indios mensajeros,
despliega su caballería y hace tronar
cañones, y éstos de regreso con Moctezuma “le dicen que los recién
llegados montan enormes venados que les obedecen como si fueran un solo jinete
y montura, pero, sobre todo le dicen que los nuevos llegados tienen el dominio
del fuego”.
No solamente Cortés no se detiene sino que
percibiendo las rivalidades entre los pueblos indígenas aprende como
aprovecharlas. Llegando sobre el territorio de Tlaxcala “derrota a Xicotencatl”
y establece alianza con éste, y por miedo a una posible emboscada en Cholula,
“se adelanta para dar a los indígenas un
castigo ejemplar” (?).
El
movimiento del relato se acelera como en las viejas películas del cine mudo:
“Cortés
continúa su camino rumbo a México. Es recibido por Moctezuma a las puertas de
la ciudad. Moctezuma le entrega
simbólicamente la ciudad y lo
aloja con toda su gente en sus palacios.
Los colma de regalos. Hace que le muestren los libros de tributos y los mapas de la tierra.” ¡Tan tan!
Pero
nada puede ser tan sencillo.
Cortés
es informado de que viene Pánfilo de Narváez para apresarlo. Este apresa a
Moctezuma, dejando a Alvarado al cuidado de la ciudad y se coloca frente a
Narváez. Cortés lo derrota y el ejercito de Narváez “pasa a engrosar las filas de las tropas de
Cortés”. Éste, informado del “levantamiento de los mexicanos”, regresa sin
tardar a la capital.
Está
claro que Alejandra Moreno, al escoger producir un relato tan escueto, rompe
con una larga tradición historiográfica que produjo, y sigue produciendo,
innumerables relatos sobre esa larga marcha española y las reacciones indígenas
a esa invasión. Pero romper con ese tipo de relato no parece deberse a un
interés historiográfico nuevo sobre ese encuentro, sino a la presencia masiva
en el saber histórico compartido de la cultura nacional de esa época, de ese
otro relato del cual hemos hablado, que se estaba constituyendo en la interpretación dominante y que paralizó
por años cualquier intento de concebir otra interpretación de esos primeros
momentos del “encuentro”. El efecto de esa masiva omnipresencia hace que esa
autora ni siquiera intentara esbozar una mínima polémica historiográfica con la
otra corriente en competencia, aunque hubiera sido desde el estricto punto de
vista de la elaboración y los criterios clásicos definidos por la ciencia
histórica de esa época, que ella domina y utiliza en su ensayo, pero sólo en el relato que
produce, apenas “superada” la toma y destrucción de Tenochtitlan, la
capital Mexica.
Por
eso el relato del encuentro Motecuzoma-Cortés, más bien fundamental en la
versión Leonportillista, en el de ella, tiene que ser ejecutado en
escasas líneas.
Lo
primero que se nota en ese escueto relato de la conquista, es la decisión historiográfica de centrarlo sobre la figura
de Cortés, quien ya desde su desembarco domina con su estatura los espacios
americanos, y la voluntad correspondiente de hacer desaparecer a Motecuhzoma,
el cual solo se mencionará después del encuentro dando regalos o cuando Cortés
intenta apaciguar el levantamiento de los Mexicas utilizando a Motecuhzoma.
Pero desde ese momento el deus ex machina es Cortés, y Motecuhzoma a lo
sumo, una victima inocente, para no decir un pelele.
Cortés es considerado en ese relato como el
conquistador perfecto, el que hace un recorrido casi sin faltas desde su
desembarco, y la antigua América es la tierra virgen y casi pasiva sobre la
cual se escribe a punta de espada un nuevo destino colectivo para españoles e
indígenas.
Por
suerte, los “mexicanos” se levantan y la batalla por México que ella
considerará como “la Conquista”, nos permite ver como va a utilizar las fuentes
documentales disponibles, y aquí se puede apreciar como todo relato de la
conquista en ese entonces ya no podía escribirse sin tomar en cuenta ciertos
aspectos de la visión Leonportillista, aunque intenta cuidadosamente evitar
todos los elementos lingüísticos que recordaran la “Visión de los vencidos”.
Para ella aparentemente no hay ni vencedores
ni vencidos, solo testigos.
“Limitados
por el lenguaje, no podemos recuperar el episodio de la conquista. Dejaremos la palabra a quienes lo vieron: La
voz de los españoles la llevará Cortés (Cartas de Relación), la voz de los
defensores de México se recoge entre los informantes de Sahagún y los
redactores de los Anales de Tlatelolco.”
Así
“las fuentes” o por lo menos las que ella considera como las más autorizadas
sobre ese momento, le permiten componer una especie de epopeya guerrera con
refranes alternados, en los cuales
intervienen cada una a su turno “las
voces” españolas e indias. Aquí se muestran claramente los límites del concepto
de objetividad en historia que se
forjaba en esa época, meter en paralelo discursos “indígenas” y discursos
españoles parecía, y sigue pareciendo a muchos, una garantía de objetividad.
La
larga lamentación sobre el asedio español a la ciudad propuesta por Alejandra
Moreno, es dotada de innegables cualidades literarias, y si bien produce un
verdadero efecto dramático, a su vez
introduce muchas dudas historiográficas sobre la utilización de fuentes
provenientes de diferentes horizontes, utilizadas en un mismo nivel de relato.
Esa recreación más literaria que histórica en una quincena de páginas relata la conquista de
México-Tenochtitlan hasta que se acaba la resistencia de los mexicas con la
destrucción de su ciudad.
La autora entra después en una discusión
mínima sobre lo que ocurrió, pero otra vez sin considerar en ningún momento una
reflexión sobre la naturaleza de sus/las “fuentes indígenas”. Algunos de los
juicios críticos emitidos provienen casi sólo del sentido común, así considera
que las vacilaciones de Motecuhzoma en cuanto a lo que había que hacer con los
españoles provienen, no tanto de una incapacidad psicológica del Tlatoani, como
lo pretende la escuela Leonportillista, sino probablemente de las divisiones
existentes entre la nobleza azteca. Incluso más que de divisiones, la autora
habla de “descomposición de un grupo dominante”. A su manera, Alejandra Moreno retoma el
concepto de crisis heredado del marxismo y que fue omnipresente en esos años,
concepto operatorio que se introducía a como diera lugar para construir
supuestas explicaciones que permitieran “entender” cualquier momento y
situación histórica[17].
La
utilización de esa descomposición o de esa “crisis” interna de la estructura
dominante mexica le permitirá escribir que frente al fracaso de una oligarquía
en la defensa de la tierra patria,- recordemos que estamos todavía en un relato
nacionalista y populista -,
“al
romperse la unidad de la nobleza indígena se inicia, por el proceso mismo de la
guerra, una nueva dirección política entre los mexicanos... el pueblo bajo,
refugiado en Tlatelolco durante los
últimos días del asedio termina por hacerse responsable de su propia
defensa...”[18]
Me
parece que con esa frase Alejandra Moreno firma magníficamente el intento
historiográfico crítico de su generación, frente a la crisis política patente
en México, provocada por el deseo de los viejos caciques políticos de
mantenerse en el poder a cualquier costo, incluso con la masacre de su juventud
universitaria. Esa generación nueva de investigadores se auto-afirma como
alternativa al poder y se presenta como un relevo político “popular” frente a
lo que se empezaba a llamar entonces, los dinosaurios de la cultura y la
política nacional.
Una
reflexión historiográfica sobre las fuentes parecería poder esbozarse, cuando
Alejandra Moreno constata con cierto humor que:
“En
los años siguientes a la conquista, el haber auxiliado a los españoles durante
el sitio de México, se convirtió en una frase retórica más o menos utilizada
por los grupos indígenas que pedían algún favor al rey de España. Entre
muchísimos otros, por ejemplo, en una carta fechada de 1563, los caciques de
Xochimilco alegan entre sus méritos
haber ayudado a Cortés: “le dimos
dos mil canoas en la laguna, cargadas de bastimentos, con doce mil hombres de
guerra...como los Tlaxcaltecas estaban ya cansados...el verdadero favor,
después de Dios, lo dio Xochimilco” . [19]
Pero
esta constatación y su conocimiento de las fuentes coloniales no desembocarán
sobre una reflexión historiográfica general sobre la naturaleza de los
testimonios recogidos en los documentos y otras “fuentes indígenas” del siglo
XVI, ni sobre sus condiciones de elaboración y la construcción de sus criterios
de verdad.
Al contrario, parece admitir como histórico el
episodio, muy dudoso, del príncipe
Ixtlilxóchitl de Tezcoco, quien descontento por su exclusión del poder
en ese reino, habría propuesto a Cortés
una alianza privilegiada contra Tenochtitlan y en un mismo movimiento iluminado
por la predicación de Cortés, habría pedido ardientemente ser bautizado.
Imponiendo también el bautizo a su pequeña corte, e incluso a su madre santa
que, renuente al principio a esa repentina conversión, debe al fin obedecer al
deseo de su hijo que la amenaza, bajo el influjo de su ardiente fe de neófito,
nada más con quemarla en su propio palacio[20].
Lo
que resalta a primera vista en este relato de la Conquista de México, ejecutado
en apenas 25 páginas incluyendo el largo recitativo poético-literario sobre la
destrucción de la capital mexica, es que la autora no se atrevió a tratar el
evento Conquista de México sobre el
mismo modo historiográfico que la parte siguiente de su ensayo sobre historia
colonial. Es probable que la versión de la Conquista propuesta por la escuela
Leonportillista, fuera ya demasiado triunfante tanto en México como en otros
países. Le quedaba sólo hacerlo desaparecer, y por eso pudo proponer solamente el producto de una práctica historiográfica
ambigua, que corresponde mal a los criterios historiográficos del relato
inaugurado al terminar esos acontecimientos iniciales sobre la construcción de la nueva colonia
española. Por otra parte parece evidente
que tanto la autora como la mayoría de los de su generación, no se sienten muy
a sus anchas en esos prolegómenos “indígenas” al nacimiento de la Nueva España.
Si bien construir historiográficamente un relato de la conquista hubiera
llevado a un enfrentamiento radical automático con la construcción seudo
histórica Leonportillista, tampoco hay
que olvidar que la visión nacionalista oficial dominante desde hacía casi un
siglo sólo exaltaba la figura del mestizo. La figura del indio estaba aún
cargada de tantos rasgos negativos, que su manejo historiográfico, en esa
época, era muy ambiguo, y para colmo, las interpretaciones marxistas que
sostenían muchas de las esperanzas de renovación del país, imaginaban sólo para
las comunidades indígenas del país, como máximo, el futuro radiante de las
granjas colectivas del socialismo autoritario, despojadas de los últimos rasgos
que marcaran alguna identidad indígena.
Pero
también nos parece evidente que una historiadora inteligente, bien informada y
“progresista” como Alejandra Moreno no podía ignorar todas esas presiones sobre
la redacción de su relato; podemos pensar que estaba consciente, hasta cierto
punto, de que esa mitohistoria
Leonportillista sólo sacaba su único criterio de verdad de la afirmación mil
veces repetida y jamás demostrada de que se trataba de “La visión de los
vencidos”, y por ello tuvo que procurar evitar entrar en conflicto con ella,
pero no podía tampoco hacer como si no existiera; de ahí la ambigüedad que nace
de su relato al rozarla sin comprometerse con ella.
Pero
la ambigüedad fundamental presentada por el relato de Miguel León-Portilla –La
visión de los vencidos- no podía ser evacuada del todo, porque ¿quién podría
negarse en esos años a, por fin, escuchar
la palabra de los vencidos? y
¿cuál corazón, liberal o progresista, podría rechazar ese testimonio y no ser
conmovido, si en esos años se
repetía a saciedad el refrán simplista
de que “la historia la escriben los
vencedores”?
Alejandra
Moreno intenta salvarse de esa trampa
utilizando algunos de esos “testimonios indígenas”, pero poniéndolos en
paralelo con Las Cartas de Relaciones en
un recitativo poético que se asimila más a un relato mítico de fundación, a una “protohistoria”, que a un verdadero relato de historia de la
Conquista de México.
Es
por eso que su ensayo sobre el relato de la Conquista es en cierta medida
puesto entre paréntesis, y la historia empieza realmente sólo con la
organización de la nueva colonia. Esta propuesta de tratar así el encuentro
americano iba a tener a la larga funestas consecuencias historiográficas sobre
el estudio de ese periodo, porque dejaba el campo totalmente abierto a la
mitohistoria Leonportillista, y en cierta medida ese compromiso reforzaba la
doxa contraria, por lo que se perdió una vez más la ocasión de rescatar a “los
indios” de su limbo antropológico, y tampoco se pudo inaugurar a partir de esa Historia General del Colegio de México,
una reflexión historiográfica que hubiera abierto una pequeña puerta a una
“Historia de los pueblos indígenas de México”.
La Conquista en la nueva edición de la Historia General
de México (Versión 2000)
En la nueva edición de esa Vulgata que ofrece para el nuevo milenio el COLMEX a la nación, con su “Historia General de México, versión 2000”[21], constatamos que el episodio fundador de la Conquista ha
desaparecido aún más, y está prácticamente silenciado. El capítulo de Alejandra
Moreno Toscano, intitulado, recordémoslo, “El siglo de la Conquista” y que
empezaba con el subtítulo “La Conquista de México-Tenochtitlan”, ha sido
suprimido, suponemos que con el acuerdo de su autora, y si tal es el caso,
creemos que hay que felicitarla de esa valiente decisión. Son escasos los
autores capaces de tal aggiornamento,
la mayoría prefieren ver reimpresas sus obras aún cuando estén conscientes de que muchas partes de ellas se han vuelto
obsoletas e incluso dañinas para el desarrollo historiográfico.[22] Si bien creemos
que esa decisión fue muy sabia, no es porque ese artículo fuese particularmente
malo, al contrario, fue en su tiempo, como lo dijimos, un intento valiente de
dar cuenta de ese momento fundador, pero esa ausencia del hecho “Conquista de
México”, en la nueva versión 2000, reaparece como lo que ha sido siempre dicho
evento, un hoyo negro que aspira toda la energía y la imaginación
historiográfica nacionales.
Es Bernardo García
Martínez quien después de haber inaugurado el volumen con su capítulo sobre
“Regiones y paisajes de la geografía mexicana”[23] se da a la tarea
de explicitar para nosotros “La Creación de la Nueva España” en donde
encontraremos tratado escuetamente el
momento Conquista. Pero es interesante anotar de entrada que la palabra
conquista prácticamente desapareció. Así el lector ingenuo, a quién está
dedicada en principio esta obra general,
buscaría inútilmente en la tabla de materias de esa Historia General una
referencia a la “Conquista de México” o de Tenochtitlán a la altura de su
importancia en la conciencia histórica nacional e internacional. Encontrará
solo un sub-capítulo intitulado “La irrupción de los conquistadores”,
dividido en dos partes intituladas
“Alianzas y guerras” y “La gran
conquista”. Esa última contiene, en un poco más de una página, una reflexión
sobre la empresa cortesiana, y de como éste, desde Zempoala, se fija como
meta la llegada a la capital azteca. La
forma misma adoptada para ese relato mínimo del evento Conquista nos interpela
porque podemos preguntarnos por qué en ese tipo de obra un autor finalmente
propone sólo un resumen escueto de ese momento clave de la historia nacional.
Podríamos hacer la hipótesis que se trata para él de ahorrar papel y la
voluntad de no añadir más paginas a un
libro ya en sí mismo voluminoso o que lo guía el cuidado del lector no
queriendo aburrirlo ni imponerle esfuerzos inútiles, porque supone en los dos
casos de figura o retóricamente hace como si pensara, que este acontecer por su
trascendencia tanto nacional como mundial, es bien conocido por todos.
Pero no creemos que sea esa la razón principal, creemos
que es probable que hoy el episodio de la conquista de México se haya vuelto
indecible. Como especialista de geografía histórica, el autor sólo
construye el movimiento de la Conquista como momento previo a la construcción
de un espacio colonial, y por eso no necesita repetir ni construir una nueva
interpretación. Así sus reflexiones mínimas sobre ese evento de “la gran
conquista” incluyen en esta la conquista
de Michoacán, (porque probablemente este autor se encuentra ligado
sentimentalmente a esa región), como parte del mismo movimiento que se inaugura
con la llegada de los españoles a las costas del Golfo de México, se afianza
con las alianzas indígenas y se afirma con la conquista de la capital mexica.
Antes de ir más
adelante debo reconocer que no puedo presentarme, sin autoengañarme profundamente e intentar engañarlos a ustedes,
como la figura anónima de ese lector más o menos ingenuo, es decir, un lector
que busca saber lo que realmente ocurrió en la Conquista en un libro
autorizado. El éxito masivo de esa obra, su presentación en un solo volumen, la
asemeja a una Biblia, a esa Vulgata de la cual ya he hablado y en la cual el
público culto en general, los estudiantes, los curiosos de la historia, buscan
entender el pasado nacional. Nosotros debemos y podemos preguntarnos por las causas
historiográficas de esa desaparición. Es evidente y en una primera
aproximación, que no se trata de un olvido, una amnesia momentánea y pertinaz
como la que durante años afectó a los historiadores mexicanos cuando “olvidaron” escribir por ejemplo “una historia
de las comunidades indígenas.”[24]
Aquí no puede
tratarse de un “olvido” del tipo: “chin,
se nos olvidó la Conquista” porque en la versión anterior sí existía un
capítulo intitulado, “El siglo de la Conquista” y su “reemplazo” por uno
llamado “La creación de la Nueva España”, marca la voluntad de los editores de
esa obra, una voluntad historiográfica,
si no de borrar el evento Conquista, por lo menos de diluirlo ocultando gran
parte del contenido simbólico atado a ese momento considerado, a pesar de todo,
como uno de los grandes momentos de una
épica universal.
Ahora intentaremos
ver rápidamente como se construye esa ocultación.
Como ya lo dijimos, la desaparición del ensayo de
Alejandra, representa el fin de esa especie de compromiso ambiguo no confesado,
con la discursiva generada por la escuela Leonportillista y su antropologismo
metafísico. En ese sentido, nos parece que representa un inmenso progreso, que
en una historia que se quiere “científica” (con toda la ambigüedad de ese
término) y publicada en uno de los centros universitarios más prestigiosos del
país, hayan desaparecido casi todas -digo casi porque puede habérseme escapado
alguna- las referencias a presagios y profecías, base de ese discurso histórico
psicológico y perfectamente anacrónico desde el punto de vista del desarrollo
de la historiografía actual.
Anacrónico en el sentido historiográfico, es decir, que su sistema de argumentación, o
si se quiere, su nivel de historicidad,
ya no tiene nada que ver con las exigencias de la practica historiana
actual. Dejando claro que por desgracia, y aunque sea total y desesperadamente
anacrónico, ese discurso, a pesar de todo, sigue siendo fundamental para el
saber mundial y regresa periódicamente, aunque disfrazado con el oropel de la última
moda intelectual producida por sus
metástasis norteamericanas o europeas, incluyendo en el futuro probables
versiones asiáticas. Por otra parte, considero que la revisión historiográfica
de la Conquista se ha vuelto urgente
porque ya se están produciendo nuevas generaciones de trabajos que aspiran a
disfrazar los aspectos más evidentes de las inconsistencias historiográficas de
esa escuela, pero también, y probablemente, antes que todo, porque en el saber
impartido nacional mexicano la Vulgata
Leonportillista sigue organizando las representaciones del pasado lejano de ese
país, así como las construidas sobre la indigenidad mexicana actual.
Pero olvidémonos un instante de lo que algunos de ustedes
saben que son mis obsesiones historiográficas, y regresamos al ensayo de
Bernardo García Martínez.
Es evidente que
dar cuenta de la empresa cortesiana, explicar el funcionamiento de las huestes
españolas de la época, su sistema de auto legitimación, así como explicar el
mundo indígena donde se ejercerá dicha acción, en menos de 3 páginas, obliga a
peligrosísimos ejercicios de síntesis. ¿Cómo sintetizar sin caricaturizar, cómo
resumir sin falsear la complejidad de las condiciones históricas en las cuales
se desarrolló esa empresa invasora?
Así que no podemos reprochar a esas páginas algo que
desde nuestro punto de vista sería lo que se olvidó, lo que nos hubiera gustado
leer allí a través de la muy especial visión de nuestro ojo crítico. Uno de los
problemas estilísticos importantes de la comunicación, cuando se intenta
sintetizar, es que la legibilidad del texto producido tiene que ser máxima, y
aquí se debe reconocer que el estilo del autor no es nada fluido, sino más bien
fracturado como si entre cada frase se hubieran borrado, para resumir aún más,
otras frases o segmentos de frases que complementaban lo dicho anteriormente.
Así, esas escuetas páginas se presentan
más bien como una serie de enunciaciones que llaman a conocimientos previos del
lector, y reenvían explícitamente a otras partes del mismo capítulo. Pero esta
impresión de un relato caótico finalmente nos parece menos el producto de la
complejidad de dar cuenta de lo ocurrido, que de esa imposibilidad
contemporánea de decir lo que ocurrió.
De cierta manera podríamos decir que el hecho Conquista ha perdido hoy toda esa
transparencia que tenía en historiografías anteriores, o si se quiere, la
Conquista se ha vuelto estrictamente inenarrable, si no queremos recaer en las
rancias explicaciones decimonónicas o las ilusiones Leonportillistas.
El escaso número de investigadores que en la actualidad
estudian ese periodo es otro síntoma de
esa indecibilidad. Y sigue siendo cierto, como lo afirma Federico Navarrete
Linares al inicio de su libro “la Conquista de México”, editado por el
Conaculta:
“Todos los mexicanos sabemos que nuestro país fue
conquistado. La conquista española iniciada en 1519 marcó un cambio tan radical en nuestra
historia, que la dividimos en dos grandes periodos alrededor de ese acontecimiento: el
prehispánico y el colonial”.[25]
Y continúa enumerando todo lo que con ella se introdujo
en el Anahuac, pero también añade:
“Sin embargo, también vemos a la Conquista como motivo de vergüenza: la consideramos una
derrota, un episodio lamentable de nuestra historia, el principio de nuestra
opresión y nuestros sufrimientos. Los mexicanos modernos nos sentimos
descendientes de los derrotados, los indios y no de los vencedores, los
españoles. Para nosotros la Conquista es
un espejo oscuro en el que no nos gusta contemplarnos.”
Creo que Federico
Navarrete tiene razón, el embrujo de ese espejo negro de la Conquista tiene que ser roto. No queremos decir aquí
que “Repensar la conquista” hará desaparecer automáticamente ese sentimiento de
derrota e impotencia que se percibe a veces en muchos ámbitos de la cultura
mexicana, pero si consideramos la importancia de la historia en la conformación
de las identidades nacionales desde hace 2 siglos, estamos convencidos, o por
lo menos lo esperamos, que algo si tendrá
como efecto.
Historia
de un desencuentro: narrativa épica de la conquista*
Adriana
Gómez Aíza1
Universidad
Autónoma del Estado de Hidalgo
Modificar el pasado no es modificar un
solo hecho; es anular sus consecuencias.
Jorge Luís
Borges, La otra muerte. 1949
La conquista de México es, junto con la revolución
de 1910, uno de los eventos más estudiados de la historia de nuestro país.
Abundan textos e interpretaciones, algunos coinciden, otros tantos divergen;
muchos se ajustan y nutren las versiones oficiales de la historia, otros las
cuestionan mediante una crítica mordaz. Independientemente de tratarse de
investigadores mexicanos o extranjeros, contemporáneos o pretéritos, pocos
superan las visiones nacionalistas que implícita o explícitamente resignifican
esos eventos históricos al reconstruir los hechos del pasado. La épica
narrativa que vincula el nacionalismo posrevolucionario con la conquista del
país2 es, en este sentido, del todo elocuente. El proyecto social
revolucionario, según se dice, tuvo la virtud de reconocer lo que desde la
conquista se había negado: un origen y una especificidad india en el seno del
propio ser nacional. No el indio que el conquistador redimió con la espada y la
cruz para justificar la ocupación de nuevas tierras, no la pieza de museo o de
catálogo que le sirvió al patriotismo criollo para encumbrarse como heredero de
civilizaciones desaparecidas, sino el peón violento y mancillado derrochando
resentimientos acumulados tras décadas de explotación hacendaria y abusos en
las tiendas de raya que lo transformaban en algo menos que esclavo.
A partir de esa lectura, un evento ocurrido casi 400
años antes del movimiento armado de 1910 adquiere un sentido histórico
específico en el discurso nacionalista: los reclamos de justicia social de los
excluidos y negados, primero por peninsulares o criollos, luego por
conservadores o liberales, exigen respuesta; la inclusión del indio en el
proyecto nacional resulta impostergable. El mestizo, esa mítica raza cósmica
vasconcelista, será la solución, primero al dar cabida al indio revolucionario,
y luego al permitir la identificación de las masas informes con una figura
social. La imagen mestiza pretende sintetizar en su devenir y propia
metamorfosis al indio “que todos llevamos dentro”, no se anhela la pureza
racial del nacionalismo europeo, sino la unidad racial-cultural nacida de la
integración de “lo mejor de dos mundos”. La monoetnicidad mestiza sustituye el
ideal de las razas puras: por más que el racismo evolucionista de la época se
empeñara en negarlo, el creciente mestizaje biológico y cultural anunciaba el
paso del otrora bastardo en el nuevo emblema de mexicanidad. el populismo
indigenista, el reparto agrario, las campañas de alfabetización y de
castellanización, serán herramientas clave de la nación post-revolucionaria en
su pretendido afán de atender las demandas de justicia social.
El discurso nacionalista posrevolucionario
propiamente se sitúa entre 1917, al formalizarse en el movimiento
constitucionalista, y 1968, al exhibir su agotamiento frente a los movimientos
por la reivindicación de la diferencia. Sin embargo, llama la atención que
ciertos argumentos chauvinistas y prejuicios centrales de esa época –si
efectivamente se circunscribe a esa época3– continúen utilizándose
como parte del corpus teórico-metodológico que sustenta algunas narraciones
contemporáneas de la conquista. Esto es doblemente sugestivo si consideramos
que cada vez es más difícil justificar una subjetividad o asumir un pensamiento
nacionalistas como propios: la presunción de un nacionalismo monolítico y
homogéneo es más indefinida en la medida que aceptamos que el sentido de
pertenencia no es restrictivo del oriundo, ni de los habitantes permanentes o
esporádicos de una geografía determinada; la tan avalada como discutida globalización
demuestra lo incongruente que sería insistir en lo contrario.4 En
estas condiciones, la discusión del problema de la conquista se bifurca en dos
vertientes temáticas. Por un lado, el carácter inherentemente político de toda
interpretación de la historia nacional facilita la identificación de posturas
extremas, la oscilación entre una apología hispanista (civilización del indio
salvaje) y la invectiva mexicanista (civilización indígena destruida que
resistió heroicamente). Por el otro lado, el sometimiento de diversos pueblos
al vasallaje colonial –forzados a instruirse en la lengua, la religión y las
costumbres de sus conquistadores– explica gran parte de la aparente supremacía
cognitiva greco-latina y anglo-sajona imperante en la perspectiva teórica de
los historiadores contemporáneos aún más incisivos, y que ha moldeado el
eurocentrismo –o logocentrismo, tal como lo entiende Derrida.
No se discutirá aquí la contienda entre las posturas
interpretativas extremas de la conquista, ni la gama de ajustes y pactos que se
establece entre ambas. Se cuestiona en cambio un elemento narrativo que suele
estar presente, intencional o subrepticiamente, en la mayoría de las
explicaciones, y hace patente la significación eurocéntrica que se adjudica a
la conquista independientemente del perfil hispanista o mexicanista que
adquiera dicha significación. A saber, la tendencia a traducir la ocupación
militar de América en general, y de México en particular, como resultado de
cierta superioridad cultural del conquistador, haciendo de los nativos un
pueblo ‘destinado a ser conquistado’. El inherente menosprecio por los rasgos
culturales de los conquistados que conlleva esta lectura, se acompaña además de
la imagen de un ser homogéneo, el indio, cuya diversidad quedó reducida a su
contraposición con el conquistador. Al utilizar tal recurso, la configuración
simbólica de la conquista abre dos posibilidades semiológicas: la trágica
derrota de los aztecas –y en general del mundo indígena– y la triunfante fusión
de dos concepciones del mundo. En otras palabras, la ocupación española aparece
como el umbral que ‘separa’ –cual si tal separación fuese posible– el pasado
mesoamericano y el presente de un México mestizo y reconstituido. En dicho
proceso, una historia, la de Mesoamérica, pareciera correr paralela, y estar
por momentos implicada en la historia de México; pero no se fusiona como una
única y misma historia. El dilema no es meramente retórico, sino metodológico.
El límite entre la historia y la etnohistoria está en juego aquí.
En la historia oficial, el pasado indígena es un
horizonte simbólico que explica el devenir de la conquista, en la etnohistoria
es el anclaje temporal de la historicidad mexicana. La primera concepción
ofrece una representación épica de la destrucción del mundo indígena que
permite el surgimiento de un México moderno. La segunda visión postula la
historia indígena como eje de una 'realidad mexicana' constituida como
plataforma de una nación mestiza. Son dos lecturas complementarias que operan
de forma análoga al dar cuenta de la especificidad híbrida del México actual.
La historia de Mesoamérica no corresponde a la presunta realidad que en la
historia oficial denotan términos de fractura temporal como pre-colombino,
pre-cortesiano o pre-hispánico. Al contrario, la
etnohistoria resuelve el problema de discontinuidad temporal al mantener una
interconexión de la historia mestiza con el pasado indígena que precede la
conquista. No obstante, recurre a una historicidad dual en el cual la historia
de Mesoamérica es el engrane entre dos esferas de la historia mexicana. Por un
lado, la historia de las poblaciones indígenas (no todas mesoamericanas)
que no se mezclaron con los colonos: una interpretación no-indígena de la
historia indígena en la cual se representan los valores occidentales como una intrusión.
Por el otro, la historia hecha por los colonos y su progenie, en la que
se integran elementos indígenas conforme se mezclan naturales con inmigrantes
españoles: una lectura no-indígena de la historia mexicana donde la etnicidad
de quienes no se integraron a la nación mestiza se considera como trasgresión.
La división de una historia de México y otra de Mesoamérica es muestra del
reduccionismo al que se ha sometido la diversidad étnica del país en función de
referentes culturales específicos, y de la inevitable injusticia que trae
aparejada una interpretación no-indígena de la historia indígena (la historia
de Mesoamérica como epopeya de la derrota azteca), y la exégesis de una
historia mixta (el México mestizo como resultado de la interacción triunfante
entre dos culturas). Más allá de cuestionar la (in)validez de tales
formulaciones como argumento analítico, debe revisarse su significación
política: un olvido etnocentrista a partir del cual dos sistemas simbólicos
pueden ser articulados en el horizonte épico de la subjetividad mexicana.
Estrategias
narrativas
Las interpretaciones de la conquista de México aluden a dos fechas
emblemáticas: la llegada de la flota española a las costas del Golfo hacia
1519, y la derrota militar de Tenochtitlán hacia 1521; la primera representa el
primer contacto de Hernán Cortés con los deferentes emisarios de Moctezuma y la
segunda el inicio del sometimiento de los indios al sistema colonial, entre
ambas existe el desarrollo de la cruenta guerra entre dos ejércitos defendiendo
cada cual su causa con heroísmo y convicción, y las artimañas de las cuales
pudieron echar mano. En general, la imagen de la conquista suele ofrecer el
siguiente perfil interpretativo: las exiguas tropas españolas ganaron aliados
en el asedio que sufrió la capital azteca, permitiendo la derrota del poderoso
ejército mexica y la conquista del resto del país. Implícita en esta
interpretación está la idea de que la conquista fue realizada por los
naturales. Una imagen exagerada pero no inexacta. El defensor de derechos
indígenas y el del colonialismo civilizador confirman sin dudar la
participación de los indígenas en la empresa de la conquista, pero es la
interpretación de tal participación lo que resulta problemático.
Rara vez se reconoce una participación indígena
responsable –en un sentido profundo– en la conquista. Regularmente se plantea
una actitud inconsciente o una condición debilitada: sea en la forma de
entender la relación del hombre y su entorno (i.e. mitología fatalista fundada
en presagios, religiosidad animista y supersticiosa), sea por una desventaja
tecnológica (i.e. ausencia de escritura alfanumérica, de uso de metales para
fabricación de armas de fuego, carencia de animales de tiro), o por pugnas
internas y enemistades pretéritas (i.e. sometimiento de distintos pueblos por
el dominio político mexica). Precisamente este último aspecto justifica o
estigmatiza la alianza de distintos pueblos con el invasor: la venganza, una
necesaria ingratitud y traición a la propia estirpe, pero nunca una decisión
estratégica, nunca un abuso a la confianza depositada en el aliado. La traición
como figura retórica es clave: tiende un puente y marca una escisión, como si
existiese un sentimiento de pertenencia étnica único y efectivo, la nación
india, cual compromiso de lealtad identitaria entendida al modo del
patriotismo decimonónico, y con la exigencia profesada por los ‘cachorros’ de
la Revolución, sin importar que esa identidad haya sido, y continúe siendo, una
quimera del hispanismo o del mexicanismo, y en su defecto del logocentrismo.
Ciertamente es muy distinto plantear que la
conquista estuvo supeditada a la decisión de ciertos grupos de unirse a los
españoles para derrotar a los mexicas, a proponer que las debilidades
culturales por sí mismas propiciaron que los indígenas consintieran la
dominación de manera más o menos pasiva, cobarde o ingenua.5 La
primera fórmula admite que las decisiones indígenas –resistencia o aceptación
de valores occidentales– jugaron una parte crucial en la conquista, la segunda
niega que tales decisiones fuesen posibles. Para la épica eurocéntrica, la
tragedia de los naturales está marcada por la superstición y la traición: el
español fue un libertador profético, mientras los indios aceptaban subordinarse
a una supuesta superioridad cultural. En la apología mestizocéntrica, las
decisiones indígenas preceden la heroica reconstrucción de la derrota azteca
que da paso al juego equilibrado del intercambio cultural: en la medida que los
aliados, con la expectativa de recuperar su autonomía, participan en el
sometimiento del imperio azteca, la traición recae en el lado español al
imponerse un sistema colonial que anula la soberanía indígena; lo que a su vez
obliga a la población indígena a formar parte de un proyecto de nación
mono-étnico. La narrativa mestizocéntrica admite una colaboración indígena en
la conquista (como epopeya trágica) para facilitar una configuración
nacionalista de la historia de México (como épica paradigmática de la interacción
cultural).
No se cuestiona la exactitud o la verosimilitud de
tales acontecimientos, ni la magnitud de la devastación que llevó aparejada la
conquista, sino la connotación de la caída del imperio azteca como símbolo de
la ruina y destrucción del orbe indígena como totalidad, y de las causas que
permitieron tal derrota. Igualmente, se discute la supuesta fusión de dos
realidades culturales aparentemente monolíticas y antitéticas, indígena versus
no-indígena. La lectura se enfoca, por lo tanto, en narrativas que caracterizan
la ocupación de los territorios americanos como una pérdida a partir de la cual
se explica el devenir histórico de la nación mexicana como la imposición de una
cultura sobre otra, o como la integración de dos culturas; una 'guerra
simbólica’ que inventa, construye, expresa, eclipsa o proyecta identidades
antitéticas. Estas narrativas se circunscriben a dos grandes vertientes. Por un
lado, están quienes insisten en la noción de pérdida que propuso William
Prescott en el siglo XIX bajo el argumento del ‘choque’ cultural, representada
en el ámbito nacional por el padre Teresa de Mier; reinterpretada bajo la
figura del ‘desplazamiento’ por Robert Ricard hacia 1930, siendo Samuel Ramos
el exponente más aventajado en México. Por otro lado, están los seguidores del
principio de integración, explicado primero mediante el ‘aislamiento’
geográfico percibido por la etnografía de los años cuarenta y cincuenta, entre
cuyos ideólogos más destacados se encuentran Manuel Gamio y Gonzalo Aguirre Beltrán;
y que en los años sesenta incorporará el principio de ‘interacción’ con Charles
Gibson como máximo exponente.
De tal batería conceptual se desarrolló una amplia
oferta historiográfica de la que expondremos solamente algunos autores cuya
particularidad fue dar un toque etnocéntrico muy evidente pese a su intento de
superar de una vez por todas las interpretaciones eurocéntricas de la conquista
de México. La muestra incluye autores de varias extracciones: dos mexicanos, y
cuatro extranjeros (dos franco-parlantes, un sajón y un latinoamericano). Entre
ellos se establece un diálogo de lo más elocuente que lo sepan o no, lo acepten
o lo oculten, hace evidente la dificultad de brindar una lectura que no termine
en los lugares comunes del logocentrismo.
En La invención de América (1958), Edmundo
O'Gorman plantea la creación histórica del ‘ser’ de América en función del
estado ontológico de Europa a partir del supuesto ‘descubrimiento’ del Nuevo
Mundo. Sus cuestionamientos son reflejo de las preocupaciones analíticas del
grupo Hiperión sobre la identidad y el nacionalismo mexicano en los años
cuarenta. En contraste, en La conquête de l’Amérique (1982), Tzvetan
Todorov explica la construcción del ‘otro' como el inevitable resultado de
nuevas y más sofisticadas reglas de comunicación que anuncian el predominio de
la era moderna y la subjetividad europea. Por su parte, Serge Gruzinski
considera la conquista como una transformación de los modos de expresión,
insistiendo en La colonisatión de l’imaginaire (1988) que si bien la
adopción de la escritura alfabética consigue ‘europeizar’ a los indígenas, es
gracias a este proceso que también logran preservar su identidad. Ambas
interpretaciones son alegoría del simbolismo dialógico y paradigmático que
deriva de la escuela de los Annales y las embrionarias posturas
deconstructivistas en torno a la semiótica. Por su parte, Enrique Dussel
rearticula las ideas de O'Gorman y propone en La invención de las Américas
(1992) que la aparición del pensamiento moderno surge en 1492 cuando los
antiguos sistemas de organización inter-regionales son desplazados, eclipsando
patrones cognoscitivos no europeos. Su trabajo es representativo de la
narrativa social de los teólogos de la liberación y de los nuevos estudios
sobre la transformación de las mentalidades. Ese mismo año James Lockhart
publicó The Nahuas After the Conquest (1992), en donde argumenta que
existen cuatro tendencias interpretativas de la conquista (las arriba expuestas
y divididas en dos vertientes narrativas), y retomando la encabezada por Gibson
intenta ofrecer una visión indígena de la ocupación española. Esta postura
busca ser original al dar cabida a la ‘diferencia’ en el contexto de los
debates que desata el quinto centenario de la conquista, pero al contrario de Dussel,
está lejos de reconocer a los pioneros en el tema mientras su silencio excluye
a esos estudiosos sin los cuales los textos nahuas con que Lockhart trabaja no
existirían. Finalmente, en Inventing America (1993), José Rabasa objeta
las conclusiones de Gruzinski y sostiene que la escritura indígena, en la
medida que se mimetiza con el proyecto historiográfico de Occidente, subvierte
la configuración geo-cultural eurocéntrica. Su ejercicio deconstructivo
reformula el concepto de la conquista como problema de representación al
perseguir descolonizar una subjetividad ‘orientalizada' desde su emergencia
misma.
Según Rabasa, la ‘orientalización’ inicial de
América queda sugerida en los textos de O'Gorman sobre la reciprocidad
semiótica de América con Europa, que al actuar como una extensión, propaga el
pensamiento histórico occidental (Rabasa, 1993:21, O'Gorman, 1958:88 y
1999:16). O'Gorman procura mostrar los límites de la 'universalidad occidental’
al oponer la idea de una América inventada contra otra supuestamente verdadera
y objetiva, pero al hacerlo, reproduce el universalismo (i.e. noción dicotómica
de verdadero-falso) que pretender eliminar (cfr. Rabasa, 1993:215 n.2). Dussel
añade que O'Gorman mantiene una postura eurocéntrica en la medida que ve en América
un receptor pasivo de valores europeos. Lo mismo aplicaría a la subestimación
que hace Todorov de la creatividad indígena (cfr. Rabasa, 1993:233 n.3.1,
Cooper-Alarcón 1997:55, 192 n.5). Para Dussel, los indígenas son clave en el
proceso de transformación cultural, y al igual que Gruzinski, sostiene que aún
si los modelos cognitivos e interpretativos europeos tienden a negar la
especificidad étnica de los nativos, la preservación de la identidad indígena
es prueba de su resistencia cultural. No obstante, decir que "Europa nunca
descubrió al Otro como Otro, sino que lo encubrió como parte de lo
Idéntico" (Dussel, 1995:9-12), tampoco implica superar el concepto de
América-como-una-Europa-potencial propuesto por O'Gorman.
Como sucede con O'Gorman, el argumento de Dussel se
apoya en la noción de una América verdadera versus una América inventada,
mientras sus inferencias histórico-filosóficas y generalizaciones (i.e. el
victimado indio pobre), caen en un tono de denuncia política y en un franco
abuso del binomio dominante-dominado como máxima para explicar de la conquista.
Para socavar ésta y otras extrapolaciones simplistas de los discursos
post-coloniales, Rabasa propone cuestionar el imperativo ontológico que nutre
la premisa de América como sistema semiótico (Rabasa, 1993:13-14, 18). En
efecto, Rabasa cuestiona que una esencia o un ser intrínseco americano –la
pureza indígena– haya sido destruido por la imposición de, o se haya perdido
mediante la interacción con la cultura española; pero no invierte el orientalismo
de América que expresa la antítesis indígena/no-indígena. Rabasa no niega el
reduccionismo de la diversidad étnica que tal antítesis conlleva. Al contrario,
afirma que el orientalismo de América se hace visible precisamente "a
causa de la reducción de la diversidad de sus pobladores a la categoría de
Indios" (Rabasa, 1993:22), pero entiende esta reducción como un marcador
del proceso de interacción cultural, y la justicia que se anuncia al hablar de
un intercambio histórico es precisamente lo discutible.
No sólo debe guardarse cautela frente a los lugares
comunes –como nuestro 'orientalismo'–-, sino frente a trivialidades menos
obvias –como nuestro 'indianismo’, i.e. lo indígena como constitutivo de la
mexicanidad. Como la categoría indio, mestizo es otro elemento inherente
de la subjetividad mexicana, igual de homogeneizante y reduccionista, en el que
subyace una construcción antitética de la realidad indígena y no-indígena que
ignora la diversidad étnica. Para descolonizar tal subjetividad habrá ante todo
que cuestionar las premisas clave del discurso indigenista, por ejemplo, que la
identidad mestiza –suponiendo que exista y sea única– exprese la pluralidad
cultural mexicana. Una ‘pluralidad’ (i.e. lo indígena vis-à-vis lo no-indígena)
que sólo es posible gracias a la paradójica representación del derrumbe del
imperio azteca como origen de la historia mexicana –precedente simbólico de
fuertes implicaciones etnocéntricas. La propuesta de Paul Kirchhoff (1943)
sobre el complejo cultural de Mesoamérica permite vislumbrar los alcances e
implicaciones de tal paradoja.
Nahuacentrismo,
¿una responsabilidad indígena?
Una nota de cautela por parte de Gruzinski es pretexto suficiente para
elaborar esta argumentación. Después de enlistar diversos grupos y culturas
asentadas en México, Gruzinski declara que ‘es imposible hacer justicia a cada
uno’, podrá tenerse en cuenta su diversidad, sus relaciones, y sus familias
lingüísticas, pero nada más. Quizás esta 'injusticia' es inevitable, y por lo
mismo Gruzinski se protege contra una eventual crítica por haber dado prioridad
a la cultura náhuatl en su análisis. Pero es igualmente cierto que los nahuas
fueron y siguen siendo arquetipo de lo indígena: su interés fue entender la
influencia de la historia escrita en la vida indígena, y esto le obligó a
enfocarse en quienes se apropiaron del latín y de la escritura alfabética, la
nobleza indígena del altiplano. Sin embargo, no puede hablarse "de la
complejidad extraordinaria... y la diversidad cultural de México en vísperas de
la conquista", y después ignorar totalmente la existencia de las culturas
del desierto.6 Al hacerlo, no sólo se niega la posibilidad de
construir cierta mexicanidad ligada a la geografía de Aridoamérica,
comprometiendo el principio ético-político del reconocimiento histórico –i.e.
la influencia de Aridoamérica en la construcción del simbolismo mesoamericano,
y en movimientos culturales actuales como el chicano7– y el
ejercicio de la tolerancia cultural. Asimismo, se alude una omisión aún más básica:
la nobleza indígena que aprendió la lengua de los conquistadores provenía
originalmente de Aridoamérica.
La preferencia de Gruzinski por los grupos nahuas, y
más específicamente, su olvido de las etnias aridoamericanas, repite la
prioridad que los españoles otorgaron a la cultura Náhuatl. Los nahuas eran el
rival por excelencia, el enfrentamiento de un poderoso ejército y una gran
civilización justificaba la ocupación armada y la guerra espiritual de la
evangelización.8 Militares y misioneros españoles concentraron sus
esfuerzos en dominar el Anáhuac y demás zonas ‘civilizadas’, haciendo caso
omiso de los grupos que habitaban el norte, calificándolos de 'bárbaros'. Esta
discriminación tenía una doble base: en la época de la conquista se consideraba
inferior o primitivo a quien vivía cercano al 'estado de naturaleza' (cfr.
Bartra, 1994), pero también, el conquistador recapitula cierta actitud
ambivalente que prevalecía en Mesoamérica hacia los chichimecas. No es este el
lugar para abordar el tema, bastará aclarar que la polémica desatada en torno a
qué indios eran o no dignos del esfuerzo civilizatorio según se ajustaran a la
idea de ‘bárbarie’ (término helénico aplicado a quien no vivía en la polis y
hablaba griego), distó mucho de lo que en Mesoamérica se concebía como
chichimeca, al grado de no existir término opuesto para denotar lo
‘civilizado’.9
Así como se aplica un término que proviene de otro
contexto cultural para dar cuenta de las poblaciones encontradas en América, se
compara a estos pueblos con los existentes en el pasado europeo (i.e. romanos,
los textos de fray Bernardino de Sahagún) o en la experiencia del momento (i.e.
moros, las cartas de Hernán Cortés). Así también se verán condicionados los
documentos elaborados por indígenas bajo la supervisión de misioneros y
educadores españoles. Éste es el dilema de integrar textos indígenas –una buena
parte de ellos nahuas– a una narrativa que pretende ‘completar’ así las
interpretaciones históricas de la conquista. Lockhart, por ejemplo, se da a la
tarea de estudiar la historia de los nahuas en ’sus propios términos’, esto es,
a partir de fuentes escritas en náhuatl por los propios nahuas. A diferencia de
Gruzinski, el problema inicial de Lockhart aparece cuando se refiere a los
trabajos de reconocidos filólogos e historiadores mexicanos que se abocaron a
tal propósito mucho tiempo antes que él –Ángel María Garibay, Miguel León
Portilla, Fernando Horcasitas, Alfredo López Austin–, cual si ambicionara
continuar sus esfuerzos, pero únicamente los cita como fuente de datos
(traductores de los textos nahuas que le sirven de apoyo) y no como pioneros en
la discusión teórica del tema (cfr. Lockhart, 1992:7). Sobra insistir en la
inflexión profundamente etnocéntrica que conlleva dicha omisión. Esa misma inflexión
aparecerá más adelante, pero esta vez bajo la sombra de las contradicciones de
su propio análisis, y por el uso de la noción de interacción como eje de
explicación.
Lockhart busca demostrar que los textos nahuas son potencialmente
más ricos por una mezcla sintáctica que no presentan las crónicas
españolas, y por ello también son más difíciles de interpretar. Ya que tal
complejidad refleja la fusión de diversas formas de pensamiento, cada una
apoyada por sus respectivas premisas lingüísticas, los cambios en la cultura
náhuatl, en particular los de orden lingüístico, aluden a un ajuste
concomitante en el modo de comprender el mundo. Por eso, al acompañar la
exaltación de la complejidad de los textos alfabéticos elaborados por los
indígenas, con glosas como la adaptación de la cultura náhuatl a la
presencia española, traiciona su intención de incluir la visión indígena,
concretamente la nahua, en el proyecto de reinterpretación de la conquista como
interacción histórica. Esto equivale a decir que la interacción cultural es
unilateral: al admitir que algunos frailes españoles sabían náhuatl, como
menciona de la traducción al español en el siglo XVI de la obra enciclopédica
de Sahagún, Lockhart estaba obligado a aplicar criterios similares para
describir las crónicas. Al no hacerlo, ofrece inadvertidamente un juicio
asimétrico de la interacción cultural entre indígenas y no-indígenas.
Para repetir las palabras y la lógica del propio
autor: la complejidad de los textos indígenas reside en su pertenencia a 'dos
tradiciones en lugar de una’, por extensión, las crónicas españolas pertenecen
a una única tradición, la occidental. Es como si el proceso de interacción no
influyera a los españoles, pese a que varios hablaban lenguas indígenas para
‘propósitos de la vida cotidiana’ como sería el proceso de evangelización. La
única justificación de esta distinción es presuponer que existe una realidad
indígena, culturalmente porosa o abierta a la penetración de elementos
simbólicos no-indígenas, y que éstos son a su vez impermeables a la
contaminación cultural. La historiografía de Lockhart es paradigma de una
historia sesgada pero con pretensiones de inclusión: independientemente de que
incorpore o no una visión indígena de la conquista en la reelaboración de una
narrativa histórica, la historia mesoamericana no se funde con la historia de
México. Se quiera o no, la noción de interacción impone una visión de la
derrota azteca como signo de la destrucción del mundo indígena en su conjunto,
al tiempo que la cultura náhuatl es representada como la realidad indígena en
proceso de reconstrucción. Ésta no es sino una integración a la historia
reescrita y firmada por un imaginario mestizo.
Sin duda, entender la conquista como efecto de la
interacción cultural (noción que retoman Lockhart y Rabasa de la adaptación
cultural planteada por Gibson,) es más apropiado que hablar de un mundo
indígena destruido (noción de subyugación cultural de Prescott, que prevalece
en Todorov y Dussel), de un desplazamiento de valores indígenas (idea de
asimilación cultural planteada por Ricard, que da forma a las interpretaciones
de O'Gorman y Gruzinski), o de una supervivencia indígena que nace de la
resistencia activa o pasiva (noción del aislamiento cultural manejada por
indigenistas como Gonzalo Aguirre Beltrán, que nutre la historia oficial de
México). No basta, sin embargo, ansiar la reivindicación de la realidad
indígena desde una lectura indígena: más allá del esfuerzo que se
invierta en contemplar la historia náhuatl con ojos nahuas, esta sigue siendo
una interpretación de la historia indígena, y no una historia escrita por
intérpretes indígenas. La propia paradoja del poder geo-cultural mexica en
Mesoamérica exige otro tratamiento: atribuir cierta ‘responsabilidad’ al
proyecto histórico imperial azteca en el devenir de la conquista y en la
escritura de la historia, permite puntualizar el papel "del Otro bárbaro
en nuestro interior" (Bartra, 1996:46). Esto no niega que en efecto los
pobladores de América hayan sido, y sigan siendo reducidos a la categoría de
‘indio’, tampoco es una tentativa para señalar a los indígenas como responsable
de tal invención. Al contrario, obliga a invertir las lecturas eurocéntricas
del colapso del mundo indígena que enfatizan una exaltación del etnocentrismo
mexica y ayuda a repensar la frontera norte mesoamericana como hipérbole de la
derrota azteca que enmarca el nacionalismo mestizo.
El tema excede los propósitos de este ensayo.
Bastará en todo caso hacer una breve mención al hecho de que esa exaltación
involucra tanto la reconfiguración de las relaciones étnicas de los mexicas con
otros grupos bajo su dominio, así como la confrontación de su propio pasado
nómada. En este sentido, el proyecto histórico emprendido Izcóatl, quizá haya
sido de mayor utilidad en la aventura colonial que la ayuda brindada al
ejército español para consumar la caída de Tenochtitlán por parte de los
enemigos de los aztecas. Por otro lado, deberá insistirse que la noción de
Mesoamérica como macro-región de relativa homogeneidad y con fronteras precisas
trazadas de acuerdo a esos atributos ha sido ampliamente criticada. Mucho se ha
insistido en la frontera norte como un límite virtual y flexible, sin contorno
fijo y mucho menos definido. Dicho de otro modo, no fue definitorio de un área
cultural uniforme porque tal uniformidad no existió. Si la división
Mesoamérica-Aridoamérica continúa siendo un referente importante para
comprender la historia de los pueblos antes y después de la conquista es porque
Kirchoff fue un promotor clave de la ideología e instituciones antropológicas
que consolidaron el nacionalismo mexicano en los años cuarenta y cincuenta. En
todo caso, Mesoamérica trasluce una significación náhuatl del poderío
geo-cultural mexica que los cronistas españoles y ulteriores estudiosos de la
conquista se apropiaron, en la que prevalece una distinción entre inferencias
historiográficas ‘clásicas’ sobre el predominio militar y político mexica como
factor determinante de la conquista, y una lectura iconoclasta del proyecto
histórico mexica como contingencia en la construcción de las identidades
indígena y no-indígena.
Notas
* Este ensayo se
basa en una sección de la tesis doctoral titulada Deconstructing Nationalist
Representations of Mexican Identity. A Struggle
for the Appropriation of Indigenous Symbols in post-Revolutionary and Catholic
Historical Narratives of the Conquest, University
of Essex, Inglaterra, 2002.
1. Profesor-investigador de tiempo completo, Área Académica de Historia y
Antropología, Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.
2. Por ejemplo, El laberinto de la soledad de Octavio Paz, epítome
de la filosofía de lo mexicano enarbolada por el grupo Hiperión en los años
cuarenta.
3. No olvidemos que todo anclaje temporal es una toma de posición frente a
la historia y sus actores sociales, y en ese sentido no hay temporalidades
fijas, sino decisiones políticas.
4. El tema de la migración, por sí mismo y especialmente de la migración
transnacional, nos llevaría a discutir las nuevas formas de pertenencia que se
han venido desarrollando en los últimos 30 años y que han puesto en juego gran
parte de los presupuestos bajo los que se supone funcionaba la construcción de
la identidad étnica.
5. Para una amplia discusión sobre este tema, y un cuestionamiento sobre el
origen etnocéntrico y decimonónico de tales argumentos ver Rozat, 2002.
6. Gruzinski sólo menciona a las etnias aridoamericanas en una breve
referencia a la guerra con los ‘chichimecas’, término que toma de un Título
Otomí con connotaciones hispanas –indios nómadas o paganos– y que difiere de su
alusión náhuatl originaria. Ver Gruzinski, 1993:132-135, y p. 6 para citas
textuales en el texto principal.
7. Cfr. Cooper-Alarcón, 1997.
8. La ofensiva militar no podía sostenerse bajo la premisa de una
inferioridad cultural, sino de una devaluación de los preceptos morales que
sostenían a dicha cultura, por lo tanto se mantiene un doble juicio respecto a
los naturales, la admiración humanista de su civilización y la concepción
caballeresca de una religión satánica (cfr. Villoro, 1979).
9. A lo sumo puede decirse que el término ‘tolteca’, referido a los pueblos
que alcanzaron maestría en las artes y la industria, puedo ser contrapeso del
término chichimeca, un genérico para hablar de los pueblos del norte con
sistemas de organización social sin estado centralizado, que mantenían modos de
producción intermitentes entre el sedentarismo y el nomadismo. De ningún modo
ha de entenderse chichimeca-tolteca como antagónicos.
Bibliografía
Bartra, R. 1994. Wild
Men in the Looking Glass. The Mythic Origins of European Otherness. (trad. C. Berrisford). The University of Michigan
Press. EUA.
1996. La jaula de la
melancolía. Identidad y metamorfosis del mexicano. Grijalbo. México. (1987).
Cooper A., D. 1997.
The Aztec Palimpsest. Mexico in the Modern Imagination. University of
Arizona Press. Tucson.
Dussel, E. 1995. The
Invention of the Americas. Eclipse of “the Other” and the Myth of Modernity.
(trad. M. Barber). Continuum. New York. (Ed. español, 1992).
Gruzinski, S. 1993.
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Western World, 16th-18th Centuries. (trad. E. Corrigan). Polity Press.
Cambridge. (París, 1988).
Lockhart, J. 1992. The
Nahuas After the Conquest. A Social and Cultural History of the Indians of
Central Mexico, Sixteenth through Eighteenth Centuries. Standford University Press. California.
O’Gorman, E. 1958. La
invención de América. El universalismo de la cultura de occidente. Fondo de
Cultura Económica. México.
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trauma de su historia, Ducit amor patriae. Conaculta, Cien de México. Mexico. (1977).
Rabasa, J. 1993. Inventing
America. Spanish Hstoriography and the Formation of Eurocentrism. University of Oklahoma Press. Oklahoma.
Rozat, G. 2002. Indios
imaginarios e indios reales en los relatos de la conquista. BUAP,
INAH-Xalapa, Universidad Veracruzana. México.
Todorov, T. 1999. The Conquest of America. The Question of the
Other. (trad. R. Howard). University of Oklahoma Press. EUA. (París, 1982).
Villoro, L. 1979. Los grandes momentos del
indigenismo en México. Ediciones de la Casa Chata, INAH. México. (1950).
Indios
etnicizados o mestizos desindianizados. La “mexicanidad” como herencia de la
Conquista.
Sergio
Sánchez Vázquez
Área
Académica de Historia y Antropología
Universidad
Autónoma del Estado de Hidalgo
Cuando nos cuestionamos sobre lo que
significa ser mexicano, nos enfrentamos a una pregunta compleja que,
aunque parece evidente, no tiene respuestas fáciles: ser mexicano es haber
nacido en el territorio de la República Mexicana, dirían algunos, así se
adquiere la nacionalidad por nacimiento, esa nacionalidad se expresa en una
acta y cuando somos adultos –con 18 años cumplidos- podemos obtener una
“credencial para votar con fotografía”. Por medio de esos dos documentos nos
identificamos oficialmente como “mexicanos” y pareciera que de esa manera,
alcanzamos la plena nacionalidad y ahí se acaba el problema conceptual. Sin
embargo, podemos afirmar que más bien, ahí comienza, pues lo que se adquiere
por medio de estos documentos no es tanto la nacionalidad –que depende de
factores más subjetivos-, sino la ciudadanía1,
es decir, la pertenencia a una sociedad políticamente organizada, en nuestro
caso, una República federal, “representativa” y “democrática”, en la cual todos
los ciudadanos comparten las mismas obligaciones y tienen los mismos
derechos…en teoría.
Pero en la
práctica, nos encontramos con que, a pesar de la ciudadanía compartida, parecen
existir mexicanos de primera, de segunda, de tercera y hasta de cuarta
categoría, con niveles muy diferenciados de acceso a las garantías
constitucionales, tanto sociales como individuales, lo cual nos remite a un
problema no sólo socio-económico, sino también y fundamentalmente, a una
cuestión político-cultural.
Y nuevamente nos planteamos el
problema ¿Qué significa ser mexicano? ¿Ser mexicano es vivir en México? ¿Tener
una bandera con un escudo nacional y un himno? ¿Creer en la virgencita de
Guadalupe, comer tacos con salsa picante, ponerse “la verde” e irle a la
Selección Mexicana, escuchar a Alex Lora con el Tri, o bien música ranchera o
de banda y tambora? Pero entonces, ¿qué pasa con los mexicanos que no viven en
el territorio mexicano? como es el caso de los migrantes, que también gustan de
los tacos, la música de banda, son guadalupanos, y cuando juega la Selección
Mexicana, van a verla y cantan el Himno Nacional mejor, o por lo menos con más
ganas que los que viven en México. Parece ser entonces, que ser mexicano tiene
que ver con la cultura que se comparte, es decir, se define por medio de una
identidad socio-cultural. Lo cual nos remite a otra problemática: entonces,
¿Tenemos los mexicanos una cultura que nos identifica como tales? ¿Cuál es la
cultura de los mexicanos? La respuesta tampoco es sencilla. Atendiendo a las
diferencias regionales de nuestro país, ¿quiénes son más mexicanos? ¿Los
chilangos, los norteños, los huastecos, los del sureste, los de la costa o los
del bajío? O bien, desde una perspectiva más específica, ¿los regiomontanos,
los “DeFeños”, los hidalguenses, los michoacanos, los chiapanecos, los
oaxaqueños, los yucatecos, los guerrerenses, los veracruzanos, etc.? Pareciera
entonces, que estamos hablando de muchos Méxicos, o más bien, de muchas
culturas mexicanas. Lo cual da cuenta de una abigarrada pluriculturalidad
nacional.
A todo esto, podemos agregarle un
componente más, el étnico2, desde dos
perspectivas distintas: la más conocida y aceptada comúnmente, que plantea la
oposición binaria “indio - mestizo”, desde la cual tenemos un país habitado por
una mayoría mestiza (hablante de español, con mayor nivel socioeconómico y que
detenta el poder político) y una minoría indígena (que conserva sus lenguas
maternas, vive en pobreza o extrema pobreza y en situación de marginalidad
social, económica y política); o una perspectiva alternativa, en la cual
prácticamente todos los mexicanos somos mestizos y las diferencias
“étnicas”, sociales, económicas y políticas, se basan en un proceso histórico
de diferenciación cultural, en donde, a partir de la conquista y con la
consecuente dominación colonial que dio lugar al mestizaje biológico, se
generaron procesos de “desindianización”3 y “etnicización”4, que han jugado un papel
determinante durante los diversos momentos históricos en que se ha impulsado el
tan anhelado “proyecto de nación”, desde el movimiento independentista
promovido por los criollos, hasta la pretendida inserción “nacional” en la
dinámica neoliberal de nuestros días, inducida por el sector mestizo dominante.
Sobre esta segunda perspectiva centraremos nuestra atención en las siguientes
líneas.
La conquista
La derrota de los mexicas en 1521 por
parte del conquistador español Hernán Cortés, tuvo dos consecuencias
fundamentales: por una parte, se inició el proceso de sojuzgamiento de los
distintos grupos que habitaban en Mesoamérica a la llegada de los ibéricos,
reducidos todos, en calidad de vencidos a la categoría de “indios”, viéndose
sometidos no solamente a las políticas de incorporación, a través de la
evangelización y la castellanización, sino también siendo afectados por las
epidemias y los malos tratos de los colonizadores españoles, lo que produjo una
catástrofe demográfica que determinó la desaparición de más del 90% de
la población indígena; y por otro lado, se inició el proceso biológico de mestizaje,
con sus consecuentes procesos culturales de “desindianización” y
“etnicización”.
Ambas
consecuencias, la catástrofe demográfica y el mestizaje, habrán de determinar
el surgimiento de la “mexicanidad” como categoría ontológica, es decir, el “ser
mexicano”. Además, ambas consecuencias han sido soslayadas por la historia
oficial pues nunca se les ha brindado la debida atención y pasa prácticamente
inadvertida la magnitud de su importancia, quedando reducida por una
“naturalización” de los hechos.
En efecto, se
percibe como algo “natural” que la población indígena disminuyera, como
consecuencia de las enfermedades y los maltratos, pero no se dimensiona la
magnitud de la disminución ni se asume la importancia que este hecho tuvo, en
términos demográficos, para la conformación étnica de la población mexicana
posterior.
Si tomamos en cuenta que la población
originaria estimada en México para el momento del contacto con los europeos,
era de 25.2 millones de habitantes y que para finales del siglo XVI, hacia
1595, se estima que había descendido a 1.3 millones de indígenas, tenemos que,
en un periodo de alrededor de 75 años, murieron 23.9 millones, es decir, el 95%
de la población total, lo cual significa prácticamente, la casi total extinción
de la población original. Ningún holocausto en la historia de la humanidad se
compara con éste, con excepción del número de muertes producidas por la Segunda
Guerra Mundial.
Gráfica que
muestra la disminución de la población indígena de 1519 a 1603. Fuente: Rabell
1993: 25.
Sin embargo, el pequeñísimo
porcentaje de población indígena que sobrevivió, pareció recuperarse durante
los siguientes dos siglos (de 1600 a 1800), pues la población estimada hacia
1603 (1.07 millones, que seguían en descenso), increíblemente se duplica y
llega a aumentar dos veces y media para 18035 (año en que se calculan alrededor
de 2.5 millones de indios, de un total de 5.8 millones de población total
estimada. Para este momento, ya habían aparecido dos elementos que impactaron
determinantemente los índices poblacionales y que contrastaban drásticamente
con la población española peninsular minoritaria (alrededor de 70 mil
personas): estos eran los criollos (que alcanzaban 1.5 millones) y los mestizos
(que aparecían contabilizados en 1.2 millones), pues entre ambos, superaban a
la población indígena. No obstante, si consideramos que había alrededor de 60
mil negros, que terminarían mezclándose fundamentalmente con indios y mestizos,
así como casi medio millón de otros grupos mezclados (que con la consumación de
la Independencia se sumarían también a los mestizos, al desaparecer el sistema
de castas) tenemos que al final de la colonia, los mestizos ya apuntaban a ser
el grupo más importante en términos demográficos.
Gráfica de
composición de la población por grupo étnico, 1803. Fuente: Malvido, 1993: 39.
Además, existe la sospecha de que en
estas estimaciones, buena parte de los habitantes, considerados indios “puros”,
en realidad hayan sido mestizos asimilados a las culturas indígenas6, es decir, la población considerada
indígena pudo haberse recuperado más rápidamente de lo normal, gracias al
mestizaje, pues este proceso biológico se dio de muy singulares maneras.
El mestizaje
Cuando asistimos
a las clases de historia, especialmente a las clases de historia oficial de la
primaria y la secundaria, nos parece muy “natural” la manera en que los
maestros nos explican que “la nacionalidad mexicana, surgió de la unión de los
españoles con los indígenas, lo que dio lugar a la aparición de los mestizos”.
Sin embargo, nunca nos cuestionamos cómo fue ese proceso y las consecuencias
que ha tenido para los mexicanos.
Efectivamente, el mestizaje se inicia
cuando Hernán Cortés engendra un hijo, nada menos que con Doña Marina, aquella
princesa de nombre Malinallintzin, que regalan, junto con otras 19
mujeres a los españoles. Esta mujer se convertirá en la famosa Malinche,
guía, intérprete, amante de Cortés y madre del primer mestizo, al que pusieron
por nombre Martín Cortés. Se trata del primer mestizo documentado en la
historia de México, aunque posiblemente haya habido mestizos anteriores, como
los hijos de Gonzalo Guerrero, el náufrago compañero de Jerónimo de Aguilar,
quién vivió entre los mayas y se casó con una mujer indígena, pero de cuya
unión no quedó registro alguno7.
Pero el
mestizaje no se queda ahí, continúa, pero no como un proceso “natural”, sino
como un proceso derivado de la imposición colonial, que no se tradujo solamente
en malos tratos y epidemias, sino también, en abuso sexual hacia las mujeres de
los vencidos.
De ahí que nuestro único Premio Nobel
de literatura, Octavio Paz, en su famosísimo ensayo histórico, El Laberinto
de la soledad, y más específicamente, en el capítulo “Los hijos de la
Malinche”, denuncie veladamente este hecho, con la maestría de su pluma, al
hablar de la idiosincrasia de los mexicanos que se manifiesta en la expresión
florida: “¡¡¡Hijos de la chingada!!!”.
“Esa palabra es
nuestro santo y seña. Por ella y en ella nos reconocemos entre extraños y a
ella acudimos cada vez que aflora a nuestros labios la condición de nuestro
ser. Conocerla, usarla, arrojándola al aire como un juguete vistoso o
haciéndola vibrar como un arma afilada, es una manera de afirmar nuestra
mexicanidad...
¿Quién es la
chingada? Ante todo, es la Madre. No una Madre de carne y hueso, sino una
figura mítica...La Chingada es la Madre abierta, violada o burlada por la
fuerza. El “hijo de la Chingada” es el engendro de la violación, del rapto, de
la burla...
Si la Chingada
es una representación de la Madre violada, no me parece forzado asociarla a la
Conquista, que fue también una violación, no solamente en el sentido histórico,
sino en la carne misma de las indias. El símbolo de la entrega es la Malinche,
la amante de Cortés. Es verdad que ella se da voluntariamente al conquistador,
pero éste, apenas deja de serle útil, la olvida. Doña Marina se ha convertido
en una figura que representa a las indias, fascinadas, violadas o seducidas por
los españoles”. (Paz 2000: 72-97)
Así, Octavio Paz da cuenta de uno de
los hechos más trascendentales para la historia de los mexicanos: el mestizaje
no fue un proceso biológico “natural”, es decir, producto de la unión de un
hombre español con una mujer indígena o bien, de un hombre indígena con una
mujer española, sino que fue un mestizaje biológico unilateral, siempre
producto de la unión de un señor español con una india y nunca de un indio con
una señora española, es decir, la expresión del poder del dominador sobre
el dominado. El conquistador se convirtió en el “gran Chingón”, el que domina
por la fuerza, impone su condición de vencedor, seduce o viola a la mujer
indígena, para satisfacer sus necesidades biológicas.
“El chingón es el macho, el que abre.
La chingada, la hembra, la pasividad pura, inerme ante el exterior. La relación
entre ambos es violenta, determinada por el poder cínico del primero y la
impotencia de la otra. La idea de violación rige oscuramente todos los
significados. La dialéctica de “lo cerrado” y “lo abierto” se cumple así con
precisión casi feroz...El “Macho” es el Gran Chingón. Una palabra resume la
agresividad, la impasibilidad, invulnerabilidad, uso descarnado de la
violencia, y demás atributos del “macho”: poder. La fuerza, pero
desligada de toda noción de orden: el poder arbitrario, la voluntad sin freno y
sin cauce...
Es imposible no advertir la semejanza
que guarda la figura del “macho” con la del conquistador español. Ése es el
modelo –más mítico que real- que rige las representaciones que el pueblo
mexicano se ha hecho de los poderosos: caciques, señores feudales,
hacendados, políticos, generales, capitanes de industria. Todos ellos son
“machos”, “chingones”. (Paz 2000: 72-97. El subrayado es mío)
En efecto, el conquistador español se
convierte en el señor feudal (por cierto, que viene con esa mentalidad), es el
encomendero que tiene bajo su “cuidado espiritual” a los indios, pero que
reclama sus servicios para satisfacer sus necesidades, pero sus necesidades no
son sólo económicas, son también biológicas y se siente con el derecho de
ejercer un patronazgo que le confiere, a su vez, el derecho de pernada o de prima
noctis, es decir, el derecho del señor feudal de ser el iniciador de las
relaciones sexuales de las mancebas que alcanzan la edad suficiente para
contraer matrimonio. O bien simplemente, es el “gran señor”, el “macho”, el que
tiene el poder sobre la servidumbre, sobre las mujeres que sirven en la casa (y
sobre sus hijas), a falta de una esposa legítima, que algún día mandará a traer
de España, para engendrar hijos legítimos, no bastardos como los que ya ha
engendrado con las indias. De modo, que eso son los mestizos, hijos ilegítimos
engendrados con las indias, con las chingadas. Entonces, todos los mestizos, y
por extensión, todos los mexicanos, somos “hijos de la Chingada”, o como dice
Paz: “hijos de la Malinche”.
“La extraña
permanencia de Cortés y de la Malinche en la imaginación y en la sensibilidad
de los mexicanos actuales revela que son algo más que figuras históricas: son
símbolos de un conflicto secreto, que aún no hemos resuelto. Al repudiar a la
Malinche...el mexicano rompe sus ligas con el pasado, reniega de su origen y se
adentra solo en la vida histórica...
...luchamos con
entidades imaginarias, vestigios del pasado o fantasmas engendrados por
nosotros mismos. Esos fantasmas y vestigios son reales, al menos para nosotros.
Su realidad es de un orden sutil y atroz, porque es una realidad
fantasmagórica. Son intocables e invencibles, ya que no están fuera de
nosotros, sino en nosotros mismos...
Para el mexicano
la vida es una posibilidad de chingar o de ser chingado. Es decir, de humillar,
castigar y ofender. O a la inversa...
La desconfianza,
el disimulo, la reserva cortés que cierra el paso al extraño, la ironía, todas,
en fin, las oscilaciones psíquicas con que al eludir la mirada ajena nos
eludimos a nosotros mismos, son rasgos de gente dominada, que teme y que finge
frente al señor”. (Paz 2000: 72-97)
Pero, ¿Cuáles fueron las
consecuencias inmediatas de este proceso de mestizaje unilateral? Por supuesto,
el surgimiento de una nueva “raza”, o más bien, de una nueva casta que tuvo dos
destinos: de acuerdo a la suerte del mestizo (un poco dependiendo de qué tan
blanco salía), algunos de ellos, de tez no tan oscura8, fueron aceptados en la casa, como
sirvientes, y unos pocos, incluso, fueron reconocidos por los señores españoles
como hijos legítimos y llegaron a ser sus herederos, cuando el señor español no
pudo traer a una esposa española y tener descendencia criolla, entonces surgen
los euromestizos, los cuales, poco a poco, se fueron asimilando y diluyendo
entre la población criolla, si es que nadie les exigía, las pruebas de su
pureza de sangre, de acuerdo a lo mencionado por Ward, ya para el siglo XIX.
Pero, si el niño tenía la mala
suerte, de ser muy moreno, o bien, de que el señor español, su padre, casara
con una mujer española y tuviera descendencia legítima, entonces, el niño se
convertía en un indomestizo, el cual, quedaba bajo el cuidado de su madre,
quien trataba de integrarlo al pueblo indio al que pertenecía, donde, si era
aceptado, asumía las costumbres y los modos de vida de su comunidad. Con el
paso del tiempo, al crecer, estos indomestizos se casaron con mujeres indígenas
de sus comunidades y fueron el elemento que permitió la recuperación
demográfica de los pueblos indios, que además se mezclaron con otras razas y
castas, dando lugar a un mestizaje muy profundo, que conformó el núcleo de las
comunidades indígenas que, más por sus modos de vida que por la pureza de su
sangre, siguieron siendo considerados “indios puros”, aunque esto se convirtió
en un mito, que aún tiene vigencia, pues muchas personas creen que los
“indígenas” actuales, son “indios puros, descendientes directos de los indios
prehispánicos”, ignorando cinco siglos de mestizaje. Es de hacer notar, que a
pesar de la “rápida recuperación demográfica” de los indios, éstos jamás
llegaron a recuperarse realmente, pues México no alcanzó una población de 25
millones de habitantes, sino hasta 1950, pero contando a la población total ya
que los indígenas se convirtieron en una minoría que no alcanzaba a ser, ni la
décima parte de la población, aunque cabe advertir que a partir de 1930, los
censos modernos toman sólo en cuenta a los hablantes de lengua indígena mayores
de 5 años, lo que implica una subestimación considerable, como se observa en el
siguiente cuadro, al que corresponde la gráfica inferior:
Cuadro
1: Población total, S. XVIII al XX. Hablantes de lengua indígena (HLI) mayores
de 5 años de 1930 a 2000.
Gráfica de
población total, población india en 1803 y población Hablantes de Lengua
Indígena mayores de 5 años. Fuentes: Humboldt; Valdés, 1989: 38; McCaa, Ordorica
y Lezama; Censos Nacionales de Población 1930 –2000.
Es importante señalar que en México
no se dio el caso de la extinción total de la raza india, como fue el caso de
los Estados Unidos de Norteamérica, donde tal extinción dio lugar a leyendas
como la del “último mohicano”. En México, especialmente en el centro-sur, los
pueblos indios se vieron revitalizados con la población mestiza, aunque su
asimilación no fue fácil ni se dio de manera automática, pues muchas veces, los
niños mestizos fueron rechazados tanto por la casa de los españoles, como por
las comunidades indígenas, siendo niños abandonados que pasaron a engrosar las
filas de los léperos o vagabundos de otras castas que pululaban en los pueblos.
De este modo, el
mestizo tuvo varios destinos posibles: la asimilación al sector criollo, la
integración con los pueblos indios, o bien, el rechazo de ambos, teniendo que
luchar por su supervivencia al posicionarse socioculturalmente en un lugar
intermedio entre las élites gobernantes (españoles y criollos) y los
trabajadores agrícolas (indios). De cualquier manera, tanto indios como
mestizos, desde la época colonial, iniciaron un proceso –no biológico, sino
cultural- denominado “desindianización”.
Desindianización
A diferencia del mestizaje que es un
proceso biológico, la desindianización se refiere a un proceso cultural, que se
asume voluntariamente, aunque de manera condicionada y que lleva a la pérdida
de la identidad colectiva original, como resultado del proceso de dominación
colonial.
Guillermo Bonfil
Batalla, quien propusiera el concepto en 1987, señala la existencia de “dos
Méxicos” o más bien dos proyectos civilizatorios: el primero, llegó con los
invasores europeos, pero no se abandonó con la independencia, pues los nuevos
grupos que tomaron el poder, primero los criollos y después los mestizos, nunca
renunciaron al proyecto occidental. La adopción de ese modelo dio lugar a la
creación de un país minoritario que se organiza según las normas, aspiraciones
y propósitos de la civilización occidental, no necesariamente compartidos por
el resto de la población nacional, pero que ha dado lugar a un “México
imaginario”, (industrial, moderno, urbano y cosmopolita). Es un México lindo, a
él pertenece la “gente bonita”, alta, rubia, bien vestida, que vive en colonias
exclusivas, asiste a centros nocturnos, restaurantes caros, que alimenta el
comercio de lujo insolente, son los niños “bien”, los “hijos de papi” y las
“chicas totalmente palacio”. Es la manifestación del snobismo que viene desde
el “tercer imperio mexicano” sostenido por un exquisito grupo de ricachones
nostálgicos de nobleza y ansiosos de codearse con algunas tristes figuras del
puñado de aristócratas europeos refugiados en México.
El segundo proyecto civilizatorio,
que ni siquiera es proyecto, no llegó, ahí está, es el propio, son las formas
de vida que tienen herencia cultural mesoamericana, es el “México profundo”
(agrario y popular). Es el México de los pobres, de los indios, de los
campesinos, los obreros, la gente del pueblo; el que resiste apelando a las
estrategias más diversas, según las circunstancias de dominación a que ha sido
y sigue siendo sometido. No es un mundo pasivo, estático, sino que vive en
tensión permanente. Los pueblos del México profundo crean y recrean su cultura,
la ajustan a las presiones cambiantes, refuerzan sus ámbitos propios y
privados, hacen suyos elementos culturales ajenos para ponerlos a su servicio,
reiteran cíclicamente los actos colectivos que son una manera de expresar y
renovar su identidad propia; callan o se rebelan, según una estrategia, afinada
por siglos de resistencia9.
Dice Bonfil
Batalla, que las relaciones entre el “México profundo” y el “México imaginario”
han sido conflictivas y que el proyecto occidentalizador ha sido excluyente y
ha negado la civilización mesoamericana. Los grupos que encarnan ambos proyectos
se han enfrentado permanentemente, a veces de forma violenta, pero siempre de
manera continua en la vida cotidiana de quienes responden a los principios de
sus respectivas matrices civilizatorias.
“La coincidencia
de poder y civilización occidental, en un polo, y sujeción y civilización
mesoamericana en el otro, no es una coincidencia fortuita, sino el resultado
necesario de una historia colonial que hasta ahora no ha sido cancelada en el
interior de la sociedad mexicana. Una característica sustantiva de toda
sociedad colonial es que el grupo invasor, que pertenece a una cultura distinta
de la de los pueblos sobre los que ejerce su dominio, afirma ideológicamente su
superioridad inmanente en todos los órdenes de la vida y, en consecuencia,
niega y excluye a la cultura del colonizado. La descolonización de México fue
incompleta: se obtuvo la independencia frente a España, pero no se eliminó la
estructura colonial interna, porque los grupos que han detentado el poder desde
1821 nunca han renunciado al proyecto civilizatorio de occidente ni han
superado la visión distorsionada del país que es consustancial al punto de
vista del colonizador. Así, los diversos proyectos nacionales conforme a los
cuales se ha pretendido organizar a la sociedad mexicana en los distintos
periodos de su historia independiente, han sido en todos los casos proyectos
encuadrados exclusivamente en el marco de la civilización occidental, en los
que la realidad del México profundo no tiene cabida y es contemplada únicamente
como símbolo de atraso y obstáculo a vencer”. (Bonfil, 1990: 10-11)
Todo esto es el
resultado de un largo proceso histórico de desindianización, que se inició en
el siglo XVI, justamente cuando ciertos sectores poblacionales más de mestizos
que de indios, decidieron abandonar por su propia voluntad, aunque forzados por
las circunstancias, sus modos de vida, y adoptar el modelo de vida occidental
impuesto por los españoles. Así, asumieron que era mejor vestir como los
españoles, comer los alimentos que ellos acostumbraban, vivir en el tipo de
casas que ellos construían, etc., pero a su vez, el sistema de castas les
imponía una serie de restricciones, pues un mestizo y mucho menos un indio,
podían vestir como españoles, andar a caballo, portar armas, etc., si no era por
medio de un permiso especial que otorgaba la corona y que generalmente fue
concedido solamente a euromestizos o bien a caciques indígenas. Aun así, el
modo de vida de los europeos, se convirtió en el modelo de vida deseable para
la generalidad de la población, a excepción de las comunidades indígenas que
conservaron muchas de sus propias características culturales, aunque
incorporaron a sus modos de vida una gran cantidad de elementos europeos,
normalmente en un contexto de marginación social.
Con el paso del tiempo, las
condiciones sociales y económicas de los grupos fueron cambiando, también de
acuerdo a las circunstancias históricas: durante la Independencia de México, el
grupo impulsor, el de los criollos, luchó por su reconocimiento, tratando de romper
la dependencia hacia la metrópoli que otorgaba a los españoles peninsulares, el
control de la economía y la política de la Nueva España. Para ello, impulsaron
un movimiento nativista americano que incorporaba a los otros sectores
sociales (indios, mestizos y castas) en lo que sería la lucha armada por la
Independencia. Así, vemos aparecer a Morelos, sacerdote mestizo que dirige el
movimiento revolucionario a la muerte de Hidalgo y cuyo proyecto, difería
sustancialmente del proyecto criollo, asimismo, ya hacia el final de la lucha
armada, en la fase de consumación, surge la figura de Vicente Guerrero, el
famoso mulato que se vería envuelto en las intrigas sediciosas de Iturbide,
quien regresaría al cause del movimiento criollo el triunfo de la revolución de
Independencia.
Con el logro de
la Independencia, no se modifica sustancialmente la estructura colonial, pero
se abre la posibilidad de participación de otros sectores, no sólo de los
españoles peninsulares, en los asuntos de la nueva República. La lucha decisiva
se da entre 1827 y 1829, durante el proceso de expulsión de los españoles,
donde se enfrentan las facciones criollas en dos bandos antagónicos: el de la
logia masónica de los escoceses, de corte conservador, y la de los yorkinos de
postura más radical, que además propone incorporar a los mestizos (que ahora
integran a todas las castas) en la lucha por el poder.
“…el resultado más profundo de la
expulsión [de los españoles] fue la destrucción de una oligarquía en potencia,
española y criolla...
Las
consecuencias sociales de la primera expulsión de los españoles se reflejaron
tanto en la nueva composición de la sociedad mexicana, como en el campo de las
ideas sociales. El español exceptuado no perdió inmediatamente su actitud de
exclusividad y superioridad basada en factores raciales, en ningún sentido,
pero se le privó, completamente de la posibilidad de ocupar los puestos de
carácter público que le habían dado una clara posición dominante. La “gente
decente”, es decir las personas propietarias y de posición social en todo
México quizás experimentaron un sentimiento de inquietud al ver entrar a las
filas de la élite social a grupos anteriormente considerados inferiores”.
(Sims, 1985: 254)
De este modo,
los mestizos se hacen presentes en la lucha por el poder político, y su
presencia se hará patente en las luchas entre liberales y conservadores, que
desembocará en la guerra de Reforma y en la República restaurada por Benito
Juárez, único ejemplo -más bien mítico-, de que un indígena puede llegar a la
presidencia de la República. Sin embargo, como afirma Bonfil:
“El surgimiento
y la consolidación de México como un Estado independiente, en el transcurso
turbulento del siglo XIX, no produjo ningún proyecto diferente, nada que se
aparte de la intención última de llevar al país por los senderos de occidente.
Las luchas entre conservadores y liberales expresan sólo concepciones distintas
de cómo alcanzar esa meta, pero en ningún momento la cuestionan. Al definir la
nueva nación mexicana se la concibe culturalmente homogénea, porque en el
espíritu (europeo) de la época domina la convicción de que un Estado es la
expresión de un pueblo que tiene la misma cultura y la misma lengua, como
producto de una historia común. De ahí que la intención de todos los bandos que
disputaban el poder, haya sido la de consolidar la nación...Consolidar la
nación significó...plantear la eliminación de la cultura real de casi todos,
para implantar otra de la que participaban sólo unos cuantos”. (Bonfil 1990:
104)
Los procesos de mestizaje y
“desindianización”, descritos por Bonfil, tuvieron un gran impacto en la
sociedad mexicana desde el siglo XVI, pero fue sólo hasta el siglo XIX, cuando
el problema de la presencia indígena10, se presentó como obstáculo para
lograr la identidad nacional, tan anhelada como utópica, en aras de lograr el “proyecto
de nación” del gobierno liberal. Ya para el siglo XX, la cultura nacional se
afirma como una cultura mestiza y los indios se convierten en el “gran
problema”, para alcanzar la “unidad nacional”. Por ejemplo, para Molina
Enríquez, sólo el mestizo estaba en condiciones de lograr la integración; veía
al indio dividido, desorganizado, sin cohesión interna y ocupado sólo en
atender su subsistencia. El criollo ya no contaba como categoría histórica
capaz de encarnar la nacionalidad mexicana: desde el triunfo liberal de 1867
ese papel ideológico lo desempeñaba el mestizo, pero los que se asumen mestizos
no se quieren criollos, pero mucho menos indios; pretenden ser algo nuevo cuyo
contenido nunca se define satisfactoriamente.
La Revolución Mexicana, tampoco
significó un cambio de rumbo; según Bonfil, en la etapa armada participaron el
México imaginario y el México profundo, cada uno por sus propias razones y
persiguiendo sus propios objetivos. Pero el proyecto triunfante, el proyecto
Constitucional revolucionario, no pretendía la continuidad del México profundo,
sino su incorporación, por la vía de su negación, a una sociedad que se quería
nueva. Por eso México debía ser mestizo y no plural ni mucho menos indio.
“La concepción
ideológica del México mestizo de la Revolución no fue, no ha sido, tarea fácil.
Esquemáticamente...la raíz profunda de nuestra nacionalidad está en el pasado
indio, de donde arranca nuestra historia. Es un pasado glorioso que se derrumba
con la Conquista. A partir de entonces surge el verdadero mexicano, el mestizo,
que va conquistando su historia a través de una cadena de luchas que se
eslabonan armónicamente hasta desembocar en la Revolución. La Revolución es el
punto final del pueblo mexicano, el pueblo mestizo; es un hecho necesario,
previsto y anticipado por la historia. A partir de la Revolución será posible
la incorporación plena del mexicano a la cultura universal”. (Bonfil, 1990:
166-167)
Pero a
diferencia del nacionalismo criollo del siglo XIX, el nacionalismo
revolucionario del siglo XX, no puede ignorar al indio vivo, surge así el
“Indigenismo”, que busca asimilar al indígena a la cultura nacional. Continúa
operándose el proceso de desindianización, pero ahora apoyado por dos armas
poderosas: la escuela y los medios masivos de comunicación, al respecto señala
Bonfil:
“La escuela elemental ha llegado
prácticamente a todos los rincones del país. Esto se considera un triunfo, un
logro más de la Revolución. Sin duda, la oportunidad a una educación
sistemática es un derecho legítimo e incuestionable de todos los mexicanos.
Pero ¿Cuál educación, con qué contenidos y para qué?...Se busca una enseñanza
homogénea bajo el eterno postulado ideológico de que se requiere la uniformidad
de la sociedad para consolidar la nación. El resultado no puede ser otro: la
instrucción escolar ignora la cultura de la mayoría de los mexicanos...[es] una
enseñanza en función del México imaginario, al servicio de sus intereses y
acorde con sus convicciones. Es una educación que niega lo que existe...la convicción
de que la escuela es el camino de la redención pasa por una convicción más
profunda: lo que sabes no tiene valor, lo que piensas no tiene sentido; sólo
nosotros, los que participamos del México imaginario, sabemos lo que necesitas
aprender para sustituir lo que eres por otra cosa”. (Bonfil, 1990: 183-184)
“Los medios de in-formación masiva...Tienen más incidencia entre quienes
participan del México imaginario, porque están diseñados fundamentalmente para
esa parte de nuestro mundo. Son esencialmente unidireccionales, centralizados y
urbanos. Su horizonte de preocupaciones no incluye al México profundo: éste
aparece en ellos como lo externo, insólito, pintoresco pero sobre todo
peligroso, amenazante, profundamente incómodo”. (Bonfil, 1990: 180)
Etnicización
Así, los indios
se han venido convirtiendo en el rostro negado, lo que no queremos ver de
nosotros mismos, aquello que niega el gran logro que han alcanzado los mestizos
-aunque no todos-, por eso, los indios se han convertido en “grupos étnicos”,
grupos ajenos a la “cultura nacional”, por eso han sido “etnicizados”, tal como
plantea Gilberto Giménez, al señalar que todas las colectividades que hoy
llamamos étnicas, son producto de un largo proceso histórico llamado “proceso
de etnicización”, iniciado en el siglo XVI y que se prolonga hasta nuestros
días en el contexto nacionalista del Estado-nación a la europea, con su
proyecto de homogeneización cultural.
“El proceso de
etnicización habría implicado básicamente la desterritorialización, por lo general
violenta y forzada, de ciertas comunidades culturales, es decir, la ruptura o
por lo menos la distorsión o atenuación de sus vínculos (físicos, morales y
simbólico-expresivos) con sus territorios ancestrales, lo que a su vez habría
desembocado en la desnacionalización, la marginalización, el extrañamiento y la
expoliación de las mismas...El proceso de etnicización implica, por lo tanto,
la disociación entre cultura y territorio y, consecuentemente, el riesgo de la
integridad de una nación originaria o superviviente”. (Giménez, 2000:46)
De acuerdo con
Giménez, quien sigue a Oommen, existen diferentes tipos de etnicización, aunque
la más obvia es la transformación de los habitantes originarios de un
territorio en una colectividad minoritaria y marginalizada, tal como fue el
caso de los pueblos indios mesoamericanos, que si bien continúan habitando sus
territorios ancestrales, prácticamente fueron desposeídos de los mismos
mediante la alteración radical de sus vínculos tradicionales.
“La etnicización
también se produce cuando un Estado decide “integrar” y homogeneizar a las
diferentes naciones que coexistían en su territorio en un solo “pueblo”. Los
recursos utilizados para este fin, pueden ir desde el desarraigo físico, hasta
la distorsión de la historia nacional de un pueblo, pasando por la creación de
unidades político-administrativas artificiales, la colonización estatal del
territorio ocupado por las naciones más débiles y pequeñas, y la prohibición de
emplear la lengua materna”. (Giménez, 2000: 47)
Por ello, pensamos que los indios
de nuestro país, han sido etnicizados, desterritorializados, convertidos
en extranjeros en sus propias tierras, y que los mestizos
desindianizados, son los impulsores del proyecto civilizatorio denominado
por Bonfil como el México imaginario. En ese México, no caben los indios, no
caben los campesinos, no caben los obreros, en fin, no cabe la gente común, los
pobres que forman el México profundo.
Y sin embargo, todos somos
mexicanos, pero la mayoría de los mexicanos aspiran a formar parte del
México imaginario, quieren ser “gente bonita”, no quieren mirarse al espejo de
la historia y ver su rostro negado, el rostro indígena que aflora en nuestras
facciones, les aterra reconocer a los indios y reconocer que ellos mismos también
son indios, o más bien que los indios son mestizos, o que indios y mestizos
son los mismos mexicanos que ocupan distintas posiciones económicas,
sociales y políticas, debido a esa historia, que tampoco quieren reconocer. Por
eso son tan exitosas las versiones de la “Historia Oficial”, la que imparte el
estado en las escuelas de educación básica, y con la que se queda la mayoría de
los mexicanos, porque enfrentar la “otra visión de la historia”, implica
reconocer quiénes somos los verdaderos mexicanos.
Notas:
1 Al respecto, véanse los planteamientos sobre Etnia, nación,
Estado y ciudadanía, en Giménez, 2000:49-53.
2 “Hemos definido a la etnia, en última instancia, como una
nación desterritorializada, es decir, como una colectividad cultural
(generalmente minoritaria) disociada de su territorio y, consecuentemente,
marginal y discriminada. Se trata de una categorización todavía genérica,
realizada desde el punto de vista del observador externo y aplicable a una gran
variedad de grupos que pueden revestir características particulares
diferentes”. (Giménez, 2000: 53)
3 Concepto propuesto por Guillermo Bonfil Batalla en 1987, en:
México profundo. Una civilización negada.
4 Proceso descrito por Giménez, 2000: 46-49.
5 Según la estimación que hace en su Ensayo político,
Alexander Von Humboldt.
6 Dice Ward en 1827, refiriéndose a las estimaciones de
Humboldt: “Los mestizos, (descendientes de nativos e indios) se encuentran en
cualquier parte del país y lo más seguro es que, dado el número tan reducido de
españolas que llegaron en un principio al Nuevo Mundo, la gran masa de la
población tenga alguna mezcla de sangre indígena...Después de los indios
puros...los mestizos eran la casta más numerosa, sin embargo, es imposible
precisar la proporción exacta que guardaban con el total de la población, ya
que muchos de ellos...estaban incluidos entre los blancos puros...” (Ward, 1985:
22)
7 Si acaso, la novela histórica Gonzalo Guerrero, de
Eugenio Aguirre. Lecturas Mexicanas No. 66, SEP, México, 1986.
8 “La blancura de la piel era la norma general de nobleza, y
de ahí la expresión tan frecuente en una disputa: “¿Es posible que se crea
usted más blanco que yo?” Pero el rey se reservaba para sí el poder de conferir
los honores de la blancura a cualquier individuo de cualquier grupo, y esto se
hacía por decreto de la Audiencia, concretado en las palabras: “Que se tenga
por blanco”, y se tomaban los más grandes trabajos para impresionar a la gente
con la importancia de estas distinciones, que equivalían de hecho a una patente
de nobleza”. (Ward, 1985: 23-24)
9 Bonfil, 1990: 10-11.
10 Desde entonces, los pueblos indios fueron marginados, aunque
sobreviven hasta el momento en nuestro territorio 56 grupos étnicos, que hablan
alrededor de 62 lenguas indígenas, cantidad muy reducida, si tomamos en cuenta
que sólo se conserva aproximadamente una tercera parte de las lenguas indígenas
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Inventar
el pasado, evocar lo ausente: la imagen de la Conquista en el cine histórico
mexicano.
Universidad Pedagógica Nacional
“
... los hombres sintieron siempre la necesidad (...) de figurarse que proceden
de otra era mejor y caminan hacia otra era mejor; que se han dejado a la
espalda un paraíso ya perdido y tienen
por delante nada menos que la conquista de un cielo (...) Nuestra existencia
transcurre entre dos utopías, dos
espejismos, dos figuraciones de la ciudad feliz, la que no se encuentra en
parte alguna. Hay, pues, utopías retrospectivas y utopías de anticipación.” (Alfonso Reyes, No hay tal lugar)
Como advierte
Fernando Ainsa, no debe confundirse la noción de la utopía- el género literario que se popularizó en el siglo XVI a
partir de la publicación de la obra de Tomás Moro- con el concepto del impulso o la función utópica, que ha caracterizado al pensamiento crítico,
subversivo, cuestionador de las verdades establecidas. [26]
La utopía tiene una serie de constantes que caracterizan al género: la
representación geográfica en un espacio aislado, la ausencia de una dimensión
histórica, la organización de la armonía social a través de la reglamentación
minuciosa de todos sus aspectos, etc. [27] El pensamiento utópico, en cambio,
caracteriza obras que no necesariamente pertenecen a dicho género, pero que
buscan superar la representación del orden establecido e imaginan propuestas
alternativas de otros mundos posibles. [28]
Más flexible que el género literario, el pensamiento
utópico no necesariamente anticipa un mundo mejor, sino que en algunos casos
reivindica el pasado, generalmente identificado con la Edad de Oro o el paraíso
perdido, idealiza los orígenes, mitifica lo primitivo, ensalza el tiempo
pasado.
En la presente ponencia deseo poner a prueba la
hipótesis de que el cine histórico mexicano de la última década del siglo XX
constituye una expresión del pensamiento utópico, que busca imaginar un pasado
distinto al que nos fue heredado por la historiografía, a fin de contribuir a
la creación de una memoria nacional en que pueda reconocerse cómodamente el
espectador contemporáneo y, de esta manera, convertirse en un producto de
consumo masivo, acorde con las exigencias de la política neoliberal. De ahí que
las películas realizadas en esta época se refugien en el pasado, territorio que
suele ofrecer más seguridad que el momento presente, preferido, a su vez, por
todo cine con aspiraciones críticas. Por otra parte, resulta sintomático que se
escoja un pasado específico, el de la época de la Conquista [29],
que a juicio de sus autores, ha sido el período en que se gestó la actual
identidad mexicana, y que se pueble dicho escenario de personajes arquetípicos
y situaciones fuertemente estereotipadas.
Conforme a esta hipótesis, el cine histórico contemporáneo se dirige a
públicos masivos empleando para ello una serie de fórmulas bien conocidas e
intenta re- construir la visión de la época
de la Conquista acorde con la necesidad de la sociedad actual de reafirmar su identidad a partir de los
valores de tolerancia y respeto al otro, que, en realidad, han estado ausentes
en el proceso de su configuración histórica.
En la primera parte de la ponencia voy a tratar de
reconstruir los elementos fundamentales de los discursos que despliega cada uno
de los filmes acerca de los procesos que estuvieron en la génesis de la actual
sociedad mexicana. En la segunda intentaré explicar las razones por las cuales
los tres relatos invierten la imagen de la Conquista que hemos heredado, para
caracterizarla como un período en que se sentaron las bases de una sociedad
integrada, homogénea e igualitaria.
Lo que permite comparar las tres películas que se
filmaron en México en la década de 1990 sobre la Conquista no son sus valores
estéticos ni aportaciones al discurso fílmico o
historiográfico, sino su tema y su orientación ideológica. En efecto, Cabeza de Vaca (1990) de Nicolás
Echevarría, Bartolomé de las Casas
(1992) de Sergio Olhovich y La otra
conquista (1998) de Salvador Carrasco son muy desiguales en cuanto a sus
valores cinematográficos, capacidad narrativa
e interés del discurso histórico. [30]
No obstante ello, parecen surgir de una serie de preocupaciones comunes, que
tienen que ver con la revisión y la reescritura de la historia nacional a
partir de una valoración distinta que la tradicional del período que, conforme
a los propios filmes, constituyó el origen de la sociedad mexicana actual.
La transformación de
la visión tradicional de la Conquista que efectúan estas películas no
surge de una nueva investigación de la
historia ni del deseo de superar la historia nacional que ha fijado en nuestro
imaginario una serie de arquetipos y
estereotipos, sino de plantear
una nueva solución al dilema irresuelto de nuestra identidad, que las tres
películas parecen ubicar en el hecho de
la extrema violencia en la que su fundó la sociedad novohispana. Sólo
conjurando esta violencia originaria es posible, conforme a los filmes,
integrar a una sociedad profundamente escindida, superar los desgarramientos
que han marcado a nuestra sociedad desde entonces hasta la actualidad.
En efecto, lo
que llama la atención inmediatamente, es que los tres filmes niegan la
brutalidad de la Conquista, la reducen al mínimo que exige el principio de la
verosimilitud, la disuelven en imágenes muy estilizadas, en referencias
discursivas lejanas, en signos débiles que finalmente quedan aplastados por un
discurso sobre la reconciliación y convivencia armónica.
Esta solución- imaginaria- se plantea principalmente en el nivel ético.
Ciertamente, las tres obras proclaman la
posibilidad de reunir las dos razas y culturas a partir de la actitud de la
tolerancia y respeto al otro, lo que en uno de los casos conduce al sincretismo
(La otra conquista), en el otro a la renuncia a la cultura
española para adoptar las costumbres
indígenas (Cabeza de Vaca) y finalmente, a la enseñanza de los valores traídos
de España a unos indígenas carentes de cualquier civilización (Bartolomé de las Casas).
La
asimilación de una cultura por la otra: Cabeza
de Vaca.
En Cabeza de
Vaca, película que pretende desmitificar el discurso tradicional sobre la
Conquista invirtiendo las imágenes que heredamos de ella como en un juego de
espejos, atribuye inicialmente la
violencia a los indígenas y no al grupo español, que apenas logra sobrevivir al
naufragio. Pero el maltrato inicial al que es sometido Álvar Nuñez Cabeza de
Vaca cesa en cuanto los indígenas
advierten la humanidad y la alteridad de su preso. La secuencia que marca el
tránsito de la condición de esclavo a la de compañero y curandero es la escena
en que Cabeza de Vaca pronuncia un largo discurso en español, en que reivindica
su propia identidad:
Hablo, hablo y hablo porque soy más humano que
vosotros, porque tengo un mundo, aunque esté perdido, aunque sea un náufrago.
Tengo un mundo y un Dios... creador del cielo y de la tierra. A vosotros
también los ha creado Dios. Me llamo Álvar Núñez Cabeza de Vaca, tesorero de su
majestad Carlos I de España y V de Alemania, señor de estas Indias. Y esto son
las esencias, yo soy de Sevilla, y esto es el suelo, y aquello el cielo, y esto
una planta y qué más... qué más... y esto es arena y más allá el horizonte y el
mar.
Los hombres que lo escuchan no pueden comprender sus
palabras pero parecen advertir su dignidad, así como la firme resolución de
reclamar su condición humana.
Conforme a la película esta demostración gestual y
verbal del español es suficiente para que los nativos estén dispuestos a
admitir a Cabeza de Vaca en su grupo. El hechicero, que anteriormente lo había
mantenido en cautiverio, ahora lo hace participar en una especie de ritual de
iniciación y cuando Álvar da pruebas de
su comprensión y manejo de los códigos de la otra cultura, lo considera como un
igual con plenos derechos.
El proceso de humanización de los unos para los otros
se da simultáneamente y en forma simétrica. A los ojos de Cabeza de Vaca y sus compañeros, los indígenas
aparecen primero como un enemigo invisible, causa de dolor y muerte
inexplicable. Más adelante el adversario se corporeiza en los personajes del
hechicero y Mala- Cosa, su ayudante, hombres extraños, diferentes, otros. Pero la alteridad de cada uno de ellos se
constituye de un modo diferente. Mala- Cosa [31]
causa una extraña sensación sobre todo por su apariencia física- es un enano
sin brazos- y carácter iracundo, que resulta muy llamativo en su pequeña
persona. En cambio, el hechicero es un hombre inexpresivo, cuya pertenencia a otro
mundo radica en su mágica relación con la naturaleza, que le permite
controlarla de una forma que es inaccesible a la cultura occidental.
Es precisamente en el momento en que el hechicero y su
ayudante empiezan a tratar a Cabeza de Vaca con respeto, que también ellos
pierden su carácter extraño. Se da el
primer intercambio verbal entre ambos y la donación de algunos objetos. Los unos y los otros pueden por fin
comunicarse, comprenderse, en definitiva, reconocerse como iguales.
El Cabeza de Vaca fílmico parece asumir su nueva
identidad sin mayores problemas. Se desenvuelve bien entre los diversos grupos
que encuentra en su camino, es respetado y querido. Va en aumento, en cambio,
su alienación de su cultura de origen. Cuando al final de su periplo llega
finalmente al campamento español y es
testigo de los abusos que sus
compatriotas ejercen contra los indígenas, se sume en la desesperación. Ya no puede
comunicarse con ellos.
El proceso de transformación de Cabeza de Vaca , conforme
lo pinta el filme, consiste en su conversión a la otra cultura, y no en algún
tipo de aculturación, lo que supondría
una apropiación selectiva de sus elementos, así como la articulación de éstos
dentro de los propios códigos culturales. En cambio el Cabeza de Vaca fílmico
renuncia a todos los rasgos de su propia civilización, excepto el idioma que,
por cierto, emplea con cada vez mayor dificultad para adoptar aparentemente
todos los rasgos de la otra cultura. Hay que subrayar que dicho proceso se verifica por consentimiento y libre voluntad de Cabeza
de Vaca.
Si bien, la película ofrece una serie de imágenes que
permiten apreciar la diferenciación de las culturas indígenas, en términos de
sus respectivas construcciones, vestimenta y adornos corporales, recurre a la
estereotipación cuando se trata de distinguir las dos civilizaciones en choque.
En efecto, coloca las culturas indígena y europea en extremos opuestos de una
escala de valores que mide sus respectivos grados de integración y sus formas de relacionarse
con el otro. Conforme a estos
criterios, mientras el sentido de pertenencia al grupo es débil entre los
europeos, en el mundo indígena existen fuertes vínculos que unen a sus
miembros. Mientras la cultura europea produce la alienación del medio
circundante, por lo que las fuerzas naturales le son hostiles, los indígenas
están profundamente compenetrados con éstas, de modo que pueden no sólo
controlar, sino también cambiar el curso de los acontecimientos. A diferencia
de los “cristianos” que no conciben otra relación con culturas distintas que la
del violento sometimiento, los indígenas son capaces de reconocer las
diferencias y respetar a los forasteros.
Esta contradicción es, como vimos, salvada por Cabeza
de Vaca, un español que renuncia a su
cultura y religión para adoptar la del otro, tarea noble en que es secundado
sólo por un miembro de su grupo inicial, el negro Estebanico. En cambio, los
demás españoles, están caracterizados por el filme, conforme al esquema
maniqueo al que obedece su construcción, como representantes más ruines de la condición humana.
Es así como la película traza su imagen utópica de
un pasado que, se entiende, ha moldeado
nuestro presente. Haciendo abstracción de los rasgos concretos de las culturas
enfrentadas, coloca el problema en el plano ético que puede resolverse a medida
que de ambos lados aparecen hombres dispuestos a superar la extrañeza inicial y
reconocerse mutuamente.
América,
una página en blanco, se escribe en español: Bartolomé de las Casas.
En Bartolomé de
las Casas la guerra de la conquista y la
violencia que ésta desató no es sino un eco lejano. Hablan de ella los
dos indígenas que aparecen en la película: ambos perdieron a sus familias y
vieron como sus amigos fueron convertidos en esclavos. La condenan una y otra
vez los dominicos: Córdoba, Montesinos y el propio Las Casas. Pero la
violencia, de la que tanto se habla, no aparece nunca en la pantalla. En toda
la película no hay imágenes de guerra ni de la muerte. [32] Y
el problema es que lo que se cuenta en un filme, pero no se muestra, y al
revés, lo que se escucha pero no se
presencia, tiene una menor fuerza de impacto, no conmueve al espectador de
la misma manera. No se trata sólo del poder de las imágenes para producir las
emociones en quien las mira, sino el impacto de una acción dramática, capaz de
involucrar directamente a los espectadores.
Por otra parte, el protagonista de la película, al
igual que en Cabeza de Vaca, es un
español bienintencionado y de noble
carácter. De hecho, el tema central de la película lo constituyen las sucesivas
transformaciones espirituales de Bartolomé de Las Casas quien de encomendero se
convierte en fraile y en el crítico más virulento del sistema de explotación,
tortura y muerte que la Corona española, por intermedio de sus funcionarios, ha
impuesto en las colonias. La película idealiza al personaje omitiendo cualquier
mención a su participación en las represiones militares de conquista, así como
para aplastar las rebeliones indígenas,
y resalta su lucha contra la encomienda, la esclavitud de los indígenas,
así como porque se les devuelva la soberanía sobre sus tierras, bandera que el
dominico enarboló en la última etapa de su vida. [33]
Bartolomé de las Casas, al igual que Cabeza de Vaca, está dispuesto a respetar al otro. Pero hay una diferencia importante en los planteamientos que
hacen al respecto ambos filmes. Mientras en la película anterior aparecían
diversas culturas indígenas, en todo el
filme de Olhovich no existe indicio alguno de que en el continente americano
hubiera alguna civilización antes de la llegada de los españoles. No se ve, a lo largo de la proyección ninguna
edificación, elemento de la cultura cotidiana, costumbre o práctica religiosa
que pudiera atribuirse a alguno de los pueblos indígenas. Tampoco se escuchan
sus voces. Los nativos representados en el filme hablan el castellano, algunos
perfectamente y otros con cierta torpeza, pero no parece que dispusieran de
algún otro medio de comunicación. Tampoco tienen nombres propios... Así que son los españoles los que los
nombran, les enseñan su idioma y dan sentido a sus vidas, lo que éstos reciben
con evidente gratitud.
De esta manera, el problema de la Conquista,
aparentemente criticada en el filme por medio de algunos diálogos [34] se reduce a algunos delitos lamentables,
cometidos por un grupo de asesinos y debidos a la codicia de quienes abusaron
del trabajo indígena. Porque fuera de estos desgraciados accidentes, está claro
que la presencia española en América trajo puros beneficios a los nativos.
En lugar de un imaginario de América- paraíso primitivo
o el infierno de sacrificios humanos e idolatría- la película instaura un
vacío. El continente es una total carencia. Literalmente no hay nada ahí: ni
lugares ni personas tienen nombres propios hasta que se los ponen los
españoles, la naturaleza no tiene características propias, no hay culturas ni
instituciones. No es nada hasta que llegan los europeos. Por eso no es
necesario hacer algún planteamiento acerca de los problemas interculturales que
surgieron en cuanto inició la Conquista. Conforme a la película éstos no
existen porque en realidad hay una sola cultura, la española.
Este territorio
virgen, habitado por buenos salvajes y ahora también por hombres que traen
consigo una alta cultura, permite soñar, conforme a la película, en una
humanidad mejor, en la realización de la utopía de la igualdad, abundancia y
felicidad. Para construir este nuevo reino hace falta mezclar lo mejor de las
dos razas, conforme nos lo explica uno de los personajes:
Seremos nosotros, los mestizos, que crearemos
una nueva estirpe, libre, con su pendón y su rey, sin cadenas que les aten a
los antiguos ritos ni a los soberanos extranjeros. (...) Y aquel día
encenderemos las hogueras en las cumbres de las montañas, nos vestiremos de
blanco, nos tocaremos con coronas de flores, comeremos carne hasta hartarnos y
lloverá durante treinta días para fertilizar los campos.
Esta es la segunda vez que en la película se habla del
mestizaje precisamente en estos términos,
como una fantasía, un sueño utópico, un anhelo noble, pero sin relación
alguna con las circunstancias históricas que viven los protagonistas de esta
historia.
En términos generales, la película se mueve en un plano
abstracto. Al descontextualizar las actividades y la evolución del pensamiento
de Las Casas, ubica el problema de la
Conquista en un plano universal, indeterminado, el de los derechos humanos. De
ahí que no permita reflexionar ni
sobre el encuentro entre los europeos y
las diversas culturas indígenas en el siglo XVI, ni sobre la problemática
intercultural existente actualmente en los países latinoamericanos. No existe
un otro en el
filme, al que comprender a partir del conocimiento de su cultura, costumbres,
visión del mundo, y así poder comunicarse y relacionarse con él. Sólo hay seres
humanos, desprovistos de características culturales, históricas, particulares,
y por tanto retratados casi en exclusiva
por los rasgos morales, considerados como generales en toda la especie humana.
“En
el fondo compartimos la misma creencia”: La
otra conquista.
Como el propio título lo sugiere, la película de
Salvador Carrasco centra su mirada en la conquista espiritual, en el proceso
por el que los españoles fueron imponiendo a los indígenas su sistema de creencias,
sus formas de pensar y de representar tanto las ideas como las cosas. Pero su
mirada se posa también en la resistencia indígena, en una apropiación selectiva
de los elementos de la cultura del otros, en las relaciones que se van tejiendo
entre ambas.
De las tres películas, es en ésta donde hay más
imágenes de la muerte. El filme abre con la imagen de los cadáveres tras la matanza del Templo
Mayor; minutos después se muestran los
cuerpos inertes de los soldados españoles y guerreros mexicas esparcidos en un
centro ceremonial. Desde un principio se caracteriza y diferencia a ambas
sociedades por su relación con la
muerte. En cada una de ellas ésta significa otra cosa y se produce de otra
manera. Conforme al filme, los mexicas matan sólo en dos circunstancias: cuando
se trata de la defensa propia y cuando así lo requiere el universo que ellos
habitan, cuando es necesario nutrirlo con sangre para que siga dando vida y
protección a la humanidad. Los
sacrificios humanos son una ofrenda a los dioses que los mexicas entregan
gustosos. Hay también ocasiones en que recurren al autosacrificio, como una
manera de protestar contra un mundo que se ha vuelto adverso y cruel. En
cambio, los españoles actúan como asesinos, simple y llanamente. Atacan a un
pueblo pacífico, matan a las ancianas por la espalda, siembran terror por
doquier.
Es, por tanto la única película en que la Conquista es verdaderamente
relacionada con la guerra, con las vidas cegadas, con el sufrimiento. Sin
embargo, una vez terminada la parte introductoria del filme, y con la única
excepción de las torturas a las que es sometido Topiltzin, su protagonista, las
imágenes de violencia desaparecen por completo para dar lugar a la construcción
de la idea sobre el acercamiento y entrelazamiento de ambas civilizaciones. En
realidad, antes de que esta idea quede claramente formulada a través de las
actitudes y parlamentos de los personajes, el filme la sugiere desde el inicio.
En efecto, en cuanto desaparecen los créditos y antes
de que empiece el relato propiamente dicho se presenta una hoja de códice, en
la que se sobrepone un texto introductorio escrito en castellano. La
hibridación de las formas de expresión indígenas y españolas se extienden,
minutos después, a la música- sobre todo la extradiegética, y a la pintura, que
permite la transición desde el inicio de la narración propiamente dicha- la
agonía y la muerte de Fray Diego de la Coruña en 1548-, a los acontecimientos
que tuvieron lugar en Nueva España, veintidos años antes.
Pero el sincretismo cultural que se insinúa sobre todo
a través de los recursos extradiegéticos, permanece durante más de mitad de la película en contradicción con los
acontecimientos a través de los cuales se desarrolla la historia. Lo que
presencian los espectadores son, por lo pronto, los esfuerzos de la nobleza
mexica para preservar su cultura y su memoria, ante la creciente presión
española que busca prohibir toda expresión de la civilización autóctona y
destruir sus vestigios.
Es aproximadamente a la mitad de la cinta cuando el
sordo enfrentamiento empieza a ceder lugar a algunas muestras de colaboración
entre las dos partes. Hernán Cortés es ayudado por Tecuichpo, la única hija
sobreviviente de Moctezuma II, y ahora su amante e intérprete. El conquistador,
a su vez, devuelve algunas propiedades a la nobleza mexica y cuida de sus
miembros. A éstos se les enseña el castellano y la doctrina cristiana. Si bien,
el filme da a entender que esta colaboración no resultó del todo de libre
consentimiento de los indígenas[35],
permite verlos desempeñarse con soltura y cierto placer en el medio español.
Pero los personajes que colaboran con los
representantes de la otra cultura con fines prácticos y sin renunciar en el
fondo al origen de sus creencias y formas de vida, no juegan el papel más
importante en La otra conquista.
Entre Tecuichpo y Cortés habrá traiciones, malos tratos y abandonos mutuos. El
hermano de Topiltzin terminará sacrificando su propia vida para salvar al otro
de las torturas.
Los autores del filme confían, en cambio, su esperanza
de una verdadera unión intercultural en dos personajes que actúan como depositarios de los más altos
valores espirituales de ambas civilizaciones: Fray Diego de la Coruña y
Topiltzin, un fraile franciscano y un noble mexica, pintor de códices y
sacerdote. Son ellos dos los que logran
comunicarse, aprendiendo cada uno el idioma del otro y comprenderse. Conforme
al filme, lo que constituye el fundamento del mutuo respeto y comprensión es la
religiosidad de ambos. El primero en darse cuenta de ello es Topiltzin, quien
se lo comunica a Fray Diego: “Vos y yo en el fondo compartimos la misma
creencia aunque provengamos de mundos distintos, vivimos en todos los siglos y
todas partes. Desde un principio nos hemos estado saliendo al encuentro de
diferentes formas. Por eso nos tiene indiferente que nos tengan encerrados aquí
a los dos. Nuestro encuentro es inevitable y eterno.”
Y el propio Fray Diego, al encontrar a Topiltzin
muerto, abrazando la estatua de la
Virgen María, pide llamar a Cortés porque
“antes que se marche para España a reconquistar al Rey ha de dar de un
milagro, que refleja como dos razas tan diferentes puedan ser una a través de
la tolerancia y del amor.” La película subraya este mensaje mediante la música
y una fotografía que recrea una y otra vez los motivos iconográficos
cristianos, de los que forman parte elementos indígenas. El más significativo
de ellos aparece en los últimos minutos: la Santa Trinidad que se forma al
yuxtaponer las cabezas de Topiltzin y de la escultura de la Virgen, coronadas
por la de Fray Diego, quien está
arrodillado atrás de las dos figuras yacentes.
La
pesadilla de la historia.
La vuelta a los grandes temas de nuestra historia no es
un síntoma exclusivamente cinematográfico. En realidad, el interés por el pasado
ha sido aún más patente en la literatura latinoamericana, que produjo desde
1979, año en que según Seymour Menton ha iniciado el auge de la Nueva
Novela Histórica, más de 40 ficciones sobre la historia del continente americano. [36]
¿Cuáles podrían ser las razones de esta
renovada preocupación por la historia? El propio Menton cree que el más
importante estímulo para la ficción histórica lo ha constituido el Quinto
Centenario del Descubrimiento de América, pero que también podría tratarse de
un subgénero escapista ante la situación
que vivió América Latina en el período 1970- 1992. [37] Otros estudiosos de este fenómeno literario
ven en el renacimiento de la novela histórica uno de los síntomas de la
posmodernidad, que al colocarnos en una aldea global ha generado un sentimiento
de vacío, de exilio, de invasión por las culturas foráneas, que se pretende
contrarrestar reivindicando lo propio, lo local y lo específico, confirmando
las creencias y las tradiciones propias.[38]
Peter Elmore, a su vez, cree que la novela histórica, lejos de ser “un escape
ilusorio a un mundo idílico”, permite “encontrarse con problemas aún no
resueltos, con conflictos todavía vigentes” y que, en este sentido “la
escritura se mide con las grandes cuestiones de la actualidad a través de la
indagación crítica e imaginativa de las crisis del pasado.” [39]
Pero mientras la nueva novela histórica latinoamericana
ha ido enriqueciendo la propia historia, desvelando “los mitos, símbolos y la
variedad etnocultural de una realidad que existía, pero que estaba ocultada por
el discurso reductor y simplificador de la historia oficial”[40],
no es seguro que pueda decirse lo mismo sobre las obras cinematográficas
comentadas en este ensayo.
A medio camino entre reconstrucción histórica y
ficción, las tres películas filmadas en la década de 1990 sobre el tema de la
Conquista parecen construir su propio mundo, una realidad que difiere de la
imagen de la historia del siglo XVI que hemos heredado, y que tampoco concuerda
con la visión que hoy los mexicanos tienen del pasado que ha configurado su
identidad actual. Construyen este mundo a partir de una idealización sui generis de la historia, idealización
que emplea criterios contemporáneos para buscar la reconciliación con una
historia que se ha vivido como una pesadilla. Esta operación parece buscar un
efecto terapéutico sobre los espectadores actuales, que viven en un mundo en
que el respeto a la diversidad es uno de los valores más reivindicados. La
medicina que el cine mexicano les administra contiene por principio una serie
de negaciones: de la brutalidad de la Conquista, de las fracturas de las
sociedades que han surgido como su consecuencia, de la escisión social y
cultural que todavía sufren las naciones latinoamericanas. Pero también ofrece una idea positiva en la que
reconocerse: una nueva imagen de nuestra sociedad en que la ruptura y el
conflicto ceden lugar a un sistema homogéneo, igualitario, pacífico, en que
reina la tolerancia y el respeto al otro.
No deja de ser paradójico que la reivindicación de los
“nuevos” valores se realice con base en imaginarios muy arraigados en nuestra
cultura y que por tanto pueden ser aceptados por amplios públicos, a los que,
sin duda, las tres películas se dirigen. Por un lado, la imagen del conquistador
conquistado, a la que alude el filme de Echevarría, tiene una larga
tradición que se remonta a las lecturas
que se hicieron de los Naufragios de
Álvar Núñez Cabeza de Vaca, de los textos de Fray Bartolomé de las Casas y del
episodio que vivieron Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero, tal como éste fue
descrito por Bernal Díaz del Castillo, con el afán de construir una historia
nacional basada en la idea de la asimilación cultural. [41]
Por otra parte, la idea de que fueron los europeos
quienes trajeron a una América salvaje la cultura, que Sergio Olhovich plantea
en su filme, formó parte del discurso de los imperios interesados en su
conquista, colonización y, más tarde, en la obtención de las ventajas
económicas en el continente americano. Las oligarquías locales han adoptado
este mismo discurso y lo convirtieron en una ideología dominante que permeó el
imaginario social más amplio.
Finalmente la idea del sincretismo religioso como la
característica fundamental de la nación mexicana ha sido promovida por el
discurso nacionalista desde el siglo XIX hasta nuestros días. Los
cuestionamientos de dicho concepto, que privilegia las ideas de la fusión y reconciliación de las culturas, vinieron de la
historiografía reciente, que por el contrario subrayó la desigualdad de los
contactos, “la reinterpretación y la
apropiación selectiva de aspectos de la cultura dominante” [42],
la incompatibilidad de los modos de aprehensión de la realidad en estas diversas culturas, la
heterogeneidad cultural americana y la variedad de las respuestas a la invasión
europea. [43]
Las tres
películas permiten corroborar, entonces, la convivencia y la vigencia de los
tres imaginarios en la década de los noventa. Cada uno de estos imaginarios
está compuesto, a su vez, por imágenes más puntuales que definen lo que ha sido
América, sus habitantes originarios, los que han empezado a llegar a ella a
partir del siglo XVI y la sociedad que ha surgido como su consecuencia.
En
Cabeza de Vaca, América es reivindicada como el lugar donde los hombres
sensibles llegados del viejo continente pueden despojarse sin riesgo alguno de
su cultura y así renacer como hombres nuevos, carentes de bienes materiales,
pero dueños de sí y de una espiritualidad superior. Este proceso puede ocurrir,
según la película, sin el ejercicio de violencia, por el libre consentimiento y convicción de
quien se someta a él.
Si
comprendemos la película de Echevarría como un alegato sobre el origen de la
identidad actual de los mexicanos, su discurso
aparece más emparentado con la ideología nacionalista de lo que podría
parecer a primera vista. En efecto, comparte con ésta la idea según la cual
nuestra identidad es producto de un
origen común, y está fincada en un proceso de
sincretismo cultural, cuya violencia y asimetría nunca se cuestionan. Al
igual que la historia nacional, relega el conflicto a un último lugar y
enfatiza los procesos de asimilación y homogeneización. Se refugia en la
estereotipación y una visión maniquea de los “unos” y los “otros”: los
generosos y honestos indígenas, y los europeos devorados por la codicia,
empequeñecidos por el egoísmo y la soberbia.
El
hombre que simboliza la unión de las dos culturas- aunque en realidad lo que
hace Cabeza de Vaca es adoptar una de
ellas y suprimir la otra- es totalmente apolítico. Renuncia al poder dentro del
grupo español, que le correspondía en virtud de su función de tesorero de la
expedición- como lo observamos en la escena del naufragio-, y no aspira a
ninguna posición de poder dentro de la sociedad indígena.
De este
manera ya tenemos todos los elementos de la construcción imaginaria de la
Conquista que efectúa el filme y que responde al deseo, compartido a fines del
siglo XX por muchos de los intelectuales latinoamericanos, de controlar la
imagen de la historia propia y de proponer, frente a ella, un modelo de
una identidad latinoamericana
alternativo al que nos ha sido impuesto desde los centros del poder hegemónico.
Se trata, en apariencia, de oponer al imaginario dominante otro tipo de construcción
imaginaria que responda a uno de los deseos colectivos más arraigados en
América Latina, el deseo de reivindicar la identidad propia no como resultado
de una violación originaria a la que fueron sometidos los pueblos de una
cultura inferior, sino como la continuación de una tradición autóctona antigua,
original y superior a la que trajeron los invasores.
De acuerdo con esta
construcción, lo que ha dado origen a los mexicanos no es el proceso del
mestizaje biológico, ni los procesos de aculturación o sincretismo, sino el
regreso a un especie de estado de pureza originaria, representada por los
pueblos americanos autóctonos. Así, los mexicanos de hoy no son producto de la
imposición de una cultura sobre otra, sino un pueblo que ha sabido renunciar a
la cultura invasora y afirmar los valores de su civilización original.
Aunque La otra
conquista comparta con la película
anterior la idea de que los mexicanos tienen un origen común e idealice el
legado indígena, su discurso tiene otros ingredientes y producen un imaginario
distinto. En efecto, en lugar de una variedad de grupos indígenas que encontró
Cabeza de Vaca, en el filme de Carrasco sólo están representados los antiguos
habitantes de Tenochtitlan y, entre ellos, juegan un papel primordial los
descendientes directos de Moctezuma. La relación entre los violentos y
codiciosos soldados de Cortés y la pacífica nobleza azteca es representada en
forma ambigua: por una parte se muestra la resistencia indígena a la imposición
política y cultural, pero por el otro lado, a medida que el filme avanza, se
subraya cada vez más el entrelazamiento religioso entre los representantes más
“puros” de ambos bandos, Fray Diego de la Coruña y Topiltzin, en torno a la
figura de la Virgen María que se va confundiendo con la de Tonantzin.
La visión de la Conquista
está sometida en el filme de Carrasco a las exigencias del género
melodramático, en mucho mayor medida que las otras películas filmadas en la
década de 1990 sobre el tema. Las intenciones moralizantes del melodrama y su
intención expresa de despertar la compasión en el público pesan más sobre la
trama del filme que su interés por la historia del siglo XVI. Es una
película que habla del sufrimiento y sacrificio de un pueblo, representado por
los personajes de Tecuichpo y Topiltzin, y de la esperanza de su renacimiento a
partir de la unión espiritual con otra cultura a medida que ésta sea capaz de
compadecerse de los derrotados. En este sentido, la película de Carrasco sigue
la tradición del melodrama nacional mexicano, de su temática y convenciones a la
vez que lo actualiza buscando conformar su contenido a las expectativas de la
sociedad actual. [44] Habla no sólo de personajes que
buscan salvar al pueblo oprimido sino también de un pasado de tolerancia y
respeto al otro, valores en este momento
tienen una importancia fundamental.
Con
todo, la película reitera claramente los rasgos del imaginario que se ha
construido en México en torno a la idea de nuestra identidad. Forma parte de él
tanto una imagen idealizada de los indígenas que habitaron nuestro territorio
en tiempos de la Conquista ( por oposición a los indios que habitan actualmente
nuestro país y son objeto más bien de discriminación y degradación), como la aceptación de la existencia de
Guadalupe- Tonantzin. La idea de que
nuestra cultura es esencialmente sincrética es, desde luego, otro rasgo de
dicho imaginario y de una ideología que algunos estudiosos no dudan en llamar
neocolonial, a medida que esconde el etnocidio y “un sórdido proceso de
desindianización compulsiva”. [45]
Es muy probable que, contrariamente a las intenciones de los autores de la
película, que creían contribuir con su recreación histórica a la reconciliación
y al diálogo entre los mexicanos [46],
sus planteamientos sólo consigan profundizar la “disociación esquizofrénica” de
la sociedad actual:
La ideología del mestizaje descansa en un
exacerbado etnocentrismo, que sólo concibe el progreso, en cualquiera de sus
caracterizaciones, dentro de los principios teóricos en que descansa la
civilización occidental. De ahí que muchos proyectos de cultura nacional,
resulten de hecho un esfuerzo por difundir e imponer modelos ajenos con color y
sabor local, que prescinden de las identidades profundas que coexisten en el
territorio del Estado. O sea, se parte ya de una ficción y no de una realidad.
Aún más, esta ficción no es sólo extraña a la realidad, sino opuesta a ella,
razón por la cual todo sincretismo pasa por una dolorosa etapa de disociación
esquizofrénica, que destruye la coherencia de los sistemas simbólicos de los
pueblos dominados sin alcanzar a plasmar un nuevo sistema coherentemente
estructurado. [47]
Por contraste a las
películas comentadas anteriormente, la América de Olhovich es un continente sin
rasgos propios, una carencia cultural total, un vacío, que abarca todo el
universo socio- cultural. En efecto, en
todo el filme no es posible observar alguna institución americana, más allá de la familia, y tampoco hay
indicios de que en América hubiera arquitectura, algún tipo de costumbres, o siquiera idiomas propios hasta que llegan
los españoles. Es un territorio virgen, habitado por buenos salvajes y , desde
la llegada de los europeos, también por hombres que trajeron consigo una alta
cultura, que permite soñar con una humanidad
mejor, en la realización de la utopía de la igualdad, abundancia y
felicidad.
Mientras los indígenas
representados en el filme son todos iguales en sus carencias culturales,
compensadas por una capacidad afectiva sin límites, que las hace amar a los
invasores y serles leales hasta la muerte, entre los españoles hay diferencias
notables, sobre todo en el plano moral.
Hay entre ellos hombres codiciosos y lujuriosos (Gabriel, el tío de
Bartolomé de las Casas), otros yerran al principio pero después encuentran el
camino correcto (Las Casas), y finalmente, hay quienes adoptan desde un
principio una postura digna y noble frente al problema de la conquista (los
dominicos Montesinos y Córdoba). De alguna manera, la vida en el Nuevo Mundo
los enriquece a todos, no en el aspecto cultural, porque éste no existe en el filme,
sino en el ámbito estrictamente humano. Más temprano unos y otros más tarde van
comprendiendo la dimensión de la tragedia humana que viven los indios, y esto
ennoblece sus caracteres.
La película de Olhovich
parece reconstruir, curiosamente, el imaginario que permeó las actividades de
los evangelistas europeos en América, y entre ellos, el de Las Casas. Puesto
que el continente se concibió como un territorio fuera de la historia, el Nuevo
Mundo, era posible abrigar frente a él todo tipo de esperanzas, construir todo
tipo de utopías. Los hombres de la
iglesia tendieron a desplazar el proceso histórico de la conquista por la
construcción simbólica, que articulaba los elementos de la realidad americana
con motivos de la tradición bíblica y que les permitía ver las Indias como el
lugar utópico de la “Nueva Iglesia” y del milenio de armonía, que implicaría la
destrucción de la Iglesia Romana corrompida y degradada. [48]
Sus objetivos eran entonces distintos de los que tuvieron los
conquistadores, incansables buscadores del oro y las riquezas. Los
evangelizadores interesados en el alma de los pobladores de América, a
la que había que instruir en los principio de la doctrina cristiana para hacer
realidad el reino utópico en la tierra. Pero ello implicaba, como ha señalado
Beatriz Pastor “una reducción fundamental: la de la complejidad contradictoria
y problemática de un individuo Otro, su personalidad, su cultura, su historia a
una representación simbólica parcial- el alma- que permite inscribirlo
plenamente en proyecto utópico eliminando contradicciones.” [49] Por eso Las Casas conoció poco a los
indios, sus particularidades no le interesaban y nunca se planteó la dificultad
que implicaría la convivencia de
diversas culturas. [50]
Pero mientras es posible
comprender la percepción que tuvo Las Casas de América a la luz de la época en
que vivió, es mucho más difícil entender por qué cinco siglos después esta
visión permanece fundamentalmente intacta en la película de Olhovich...
La imagen propia.
A diferencia de las utopías del pasado que tenían un
carácter subversivo frente a la realidad establecida o, por lo menos, cumplían
una función crítica y creaban alternativas para su reforma, la idealización del
pasado que efectúan las películas analizadas tiene un carácter marcadamente
conservador. Al reiterar los estereotipos a los que nos ha acostumbrado la
historia nacional contribuyen a la legitimación de los discursos dominantes,
con los que comparten la idea según la cual nuestra identidad es producto de un
origen común y del sincretismo
cultural. De esta manera niegan los
problemas que igual ayer que hoy han dividido a nuestra sociedad: el racismo,
la falta de reconocimiento a las culturas distintas a la que es aceptada y
promovida por los círculos dominantes, o la desigual distribución del poder
político y de la riqueza material. En este sentido, el cine de 1990 se
distancia de la tradición que ha forjado el cine latinoamericano de las décadas
anteriores, un cine radical, militante, que reivindicaba la naturaleza profundamente heterogénea y
conflictiva de las sociedades del continente.
Sin embargo, paradójicamente, las películas comentadas
conservan y desarrollan en alguna medida algunos elementos postulados por los nuevos
cines, continúan sus búsquedas estéticas y narrativas, llenan la pantalla
de elaborados escenarios audiovisuales y auditivos para contribuir a la
creación de una imagen propia que difiere radicalmente de la imagen que
sobre América Latina ha difundido el cine hegemónico.
Sergio Olhovich
introduce, por ejemplo, elementos que transforman la posición del espectador
frente a la obra. En efecto, la película inicia y termina con las referencias
directas al proceso de filmación, rompiendo
de esta manera la convención del cine comercial que oculta su condición
artificial y discursiva, reduciendo con ello la capacidad crítica de la
audiencia. Al provocar su distanciamiento, Bartolomé de las Casas parece
invitar a los espectadores a cuestionar tanto el referente (la reconstrucción
de los escenarios del pasado es muy teatral y, por tanto, evidentemente
artificial) como el discurso que se construye sobre él. No obstante ello,
instantes después de la parte introductoria del filme, cae sobre el espectador,
supuestamente prevenido, una lluvia de citas textuales de la obra de dominico,
como para convencerlo de que la película se basa en fuentes de primera mano, es
decir, en la verdad histórica. Al final, la orientación ideológica de la
película anula por completo cualquier intención crítica frente al discurso
histórico “consagrado” sobre el tema.
Jorge Ayala Blanco
encontró un impulso renovador en la forma de expresión que eligió Salvador
Carrasco para La otra conquista, “una obra insólita dentro del cine
mexicano, una propuesta artística límite, una rara película actual de auteur
cultista que llega a sus extremas consecuencias sin someterse a convenciones
comerciales ni narrativas, un alucine de cine esteticista”. [51] Sin embargo, los rasgos que el
crítico del cine admira, están puestos al servicio de un discurso plano e inverosímil
sobre la fusión de las dos culturas que “se encontraron” en los tiempos de la
Conquista.
Si alguna de las tres
películas logra introducir realmente una representación novedosa, original de
América, ésta es, sin duda, Cabeza de Vaca de Nicolás Echevarría. En
efecto, el universo que aparece en la pantalla es un mundo sin confines entre
lo real y lo mágico, lo histórico y lo mítico. Es una tierra seca, pedregosa,
inhóspita y hostil. Es un espacio habitado por diversas culturas
autosuficientes, que no necesitan que venga alguien de fuera a enseñarles otras
formas de vida. Es en este sentido que la película se distancia de la visión
hegemónica de nuestro pasado.
Pero, como he argumentado
anteriormente, se trata de una excepción. En su conjunto, los filmes producidos
en la década de los noventa construyen una visión de la identidad
latinoamericana que busca ser complaciente, “políticamente correcta”,
conciliatoria. El mensaje que habla de la “fusión” de ambas culturas tiene más
fuerza que las imágenes de conflicto, que están circunscritas a la etapa del
choque inicial. Junto con un notable debilitamiento de la ideología
neocolonialista que promovían los nuevos cines, se eclipsa la crítica
social. Mientras desaparece la retórica de la lucha de clases, reaparecen los
referentes tradicionales en la definición de la identidad, principalmente el
origen común, la raza y la lengua.
Parece que los
realizadores quieren resucitar las “historias oficiales”, cuestionadas tanto
por los movimientos indígenas surgidos en la década anterior a la conmemoración
del Quinto Centenario, como por una historiografía que se propuso una revisión
crítica de las interpretaciones anteriores del proceso histórico
latinoamericano. [52]
[1]
Federico Navarrete Linares, por ejemplo, en La Conquista de México (Conaculta,
2000, p.2), reconoce la ambigüedad de pensar el momento Conquista diciendo:
“Vemos a la Conquista como motivo de vergüenza, la consideramos un episodio
lamentable de nuestra historia, el principio de nuestra opresión y nuestros
sufrimientos: los mexicanos modernos nos sentimos los descendientes de los
derrotados, los indios, y no de los vencedores, los españoles. Para nosotros la
conquista es un espejo en el cuál no nos gusta contemplarnos”.
[2]
En ese entonces, lo que se llamó la transición democrática y el fin del
monopolio del poder del partido estado priísta, abrían aparentemente muchas
perspectivas de repensar la nación mexicana, y se podía pensar que con ese
trabajo colectivo se podría ayudar a
generar elementos identitarios en acuerdo con lo que parecían ser las
necesidades del momento para consolidar la renovación democrática. Hoy es
evidente que ese optimismo era bastante ingenuo, la actual delicuescencia de la
presencia estatal en ciertas regiones del país nos convence de que ese esfuerzo
sigue estando hoy, no solamente vigente, sino que es imprescindible.
[3]
Le Bot, Yvon: “Movimientos identitarios y violencia en América Latina” en
Multiculturalismo. Desafíos y perspectivas” , Daniel Gutiérrez Martínez (comp.)
[4]
http://www.pueblosoriginarios.df.gob.mx/quienes_somos.html.
En esta misma página es rescatable que en el apartado de tradiciones y
costumbres se señale al respecto de las festividades religiosas que el 94.5 de
la población indígena del Distrito Federal es católica. Eso muestra justamente
uno de los rasgos de los pueblos indígenas actuales que impiden la referencia a
un origen y una continuidad, así como a la idea de una tradición precortesiana
ancestral.
[5] Romano, Ruggiero, Les mecanismes de la
conquête coloniale: les conquistadores, París, Flammarion, 1972, p.180.
[6] Y desde esa finalidad no hay ninguna
diferencia significativa de fondo entre religiosos, funcionarios,
conquistadores y otros tipos de autores que se pueda encontrar. Cierto, hay
diferencia en los intereses, o en los estilos de Evangelizar en el caso de las diferentes ordenes
religiosas, pero todos al fin y al cabo, hasta el “santo y casi irreprochable”
Las Casas, todos, con o sin reservas retóricas,
no pueden negar que escriben para
justificar por lo menos la acción
evangelizadora.
[7] El empleo de la palabra eurocentrismo nos parece notoriamente aquí
insuficiente e incluso engañoso, porque da la impresión de que se trata de un simple error de superficie en la
construcción del discurso sobre América, y que los verdaderos “americanistas”,
los que producen y viven de producir discursos “americanistas” con
vigilancia y armados de su sola buena
voluntad, inteligencia y compromiso progresista o humanista, podrían evitar
caer en ese despreciable “eurocentrismo”. Producirían así un americanismo puro,
no contaminado por el eurocentrismo. Es
tan común ese juicio erróneo, que un eurocentrista típico, como Miguel León
Portilla, puede afirmar tangentemente que, conociendo muy bien ese peligro, ya
lo supero; sin explicar bien evidentemente en qué y donde reconoció el
eurocentrismo en sus quehaceres historiográficos, ni menos aún como lo supero.
Es evidente que esa formula mágica para vencer esas presiones discursivas
seculares eurocentristas de tan prestigiado universitario, hubiera sido
importante para la formación intelectual de sus centenas de miles de lectores,
pero lástima, no nos dio la formula. Así creemos que la utilización de una
simple retórica condenatoria de la palabra “eurocentrismo” sólo distrae la
mirada crítica de la práctica historiográfica en acción, o más bien la
nulifica, porque no se trata de ningún defecto de superficie o circunstancial,
sino algo que tiene que ver con el principio mismo de la constitución del
discurso americanista sobre el decir América. Por eso se puede, con refinados
métodos de retórica cosmética, esconder los aspectos más evidentes y excesivos,
lo más feo del eurocentrismo, como sería un racismo burdo, omnipresente. Pero
no se logrará con esos métodos pensar el lugar del núcleo duro del americanismo, que
efectivamente es fundamentalmente “eurocentrado”, es decir, que siempre se
puede considerar como algo perteneciente al modo en como el Logos occidental se
encarga de decir y de producir Américas.
[8] Es evidente
que el éxito mediático mundial del zapatismo chiapaneco ha opacado sobre
el escenario simbólico donde evolucionaban las múltiples figuras simbólicas que
estaban desarrollando diferentes grupos indígenas mexicanos. Esa nueva
instrumentalización del indio opacó un trabajo de reconstitución étnica que estaba en obra desde largos años en
muchas otras regiones de México como de las Américas e incluso es probable que
esa mediatización haya sido para ese trabajo de años no una ayuda sino un freno
por todos los excesos demagógicos que permitió. El empantanamiento actual de la
cuestión social chiapaneca se debe tanto al autoritarismo y la sinrazón del
sistema mexicano que a los caminos ambiguos que fueron abiertos por esa
mediatización. Los sueños guajiros de los pequeños burgueses en mal de
identidad han sido siempre pagados muy caro por sus pueblos respectivos y peor
aún cuando se trata de intelectuales occidentales insatisfechos que exigen a
los indios, desde lejanos cubículos, afirmar más indianidad, para autoconstruir
sus esperanzas narcisistas en lejanos castillos de pureza.
[9] El renacer o la posibilidad de proponer
estudios sobre el racismo, aunque sea con muchas dificultades institucionales,
en un país como México que se ufanaba de no ser racista, es probablemente otro
signo de que el expediente de la Conquista
de México podrá ser en años próximos reabierto.
[10] El pensamiento de Edmundo O’Gorman por su
inteligencia y su contundencia hubiera
podido ser la piedra angular de ese pensar historiográfico radical, pero por
desgracia fue probablemente en parte obliterado por su nacionalismo y su
elitismo. Sus polémicas con Miguel León Portilla y sus aliados extranjeros por
espectaculares que fueran, como su famoso “Esperando a Bodot”, no desembocaron
jamás sobre un auténtico enfrentamiento historiográfico, un enfrentamiento que
por otra parte sus contrarios siempre evitaron con cuidado. Y el abandono por
don Edmundo de su sillón de la Academia Mexicana del Historia, fue solo un
gesto muy aristocrático al estilo del personaje, pero dejaba las puertas totalmente abiertas a los adeptos del
Leonportillismo. En la actualidad la memoria historiográfica del gremio afecta
no acordarse de estos enfrentamientos, tal vez sea por eso que no existe ningún
proyecto de edición de las obras completas de ese investigador que por otra
parte es reconocido como un gran investigador, pero un “gran” que
probablemente, aún muerto, sigue molestando.
[11] Guillermo Zermeño, Entre la
Antropología y la Historia: Manuel Gamio
y la modernidad antropológica mexicana (1916-1935) en Modernidades
Coloniales , op.cit. pp 79-97.
[12] El propio Miguel León-Portilla se refiere
a esas polémicas, pretendiendo que su Visión de los Vencidos supera un tipo de
polémicas que le aparecen obsoletas.
[13]
Ver al respecto, el trabajo del Dr. Marcelino Arias Sandi, en el volumen III de
esta colección.
[14]
Porque se trata realmente de una
auténtica producción. Cierto, el autor
Leon-Portilla pretende evidenciar que los textos estaban allí, que simplemente
los salva del olvido, y rescatándolos abre la vía para que fluya “la Antigua
Palabra”, pero ningún historiador serio se traga el artífice ni la inocencia
retórica del autor de esa “Visión de los Vencidos”.
[15] Ver a este propósito las ambigüedades de la
historia revolucionaria frente al indígena, como al campesino en general.
[16]La
publicación de estas obras hagiográficas construidas alrededor de la figura de
Fray Bernardino por la escuela Leonportillista siempre ha sido muy intensa,
citaremos sin pretender ser exhaustivos algunas obras recientes, Ascensión
Hernández de León Portilla (Ed), Bernardino de Sahagún,. Diez estudios
acerca de su obra, FCE, Mex D.F., 1990; Miguel León Portilla, Bernardino
de Sahagún, Pionero de la antropología, UNAM-Colegio Nacional, Mex D.F.
1999.; Miguel León Portilla, (Ed), Bernardino de Sahagún, Quinientos años de
presencia” UNAM, Mex. D.F., 2002. En ese tipo de hagiografía se podría
incluir gran parte del contenido de la gruesa obra, Jesús Paniagua P, Ma Isabel
Viforcos M, (Eds) Fray Beranardino y su tiempo, Universidad de León ,
León España, 2000.
[17] Ya a su manera, Pierre Chaunu uno de los
más reconocidos hispanistas franceses, había adoptado una idea parecida al sentido del concepto de
crisis: En su Conquête et exploitation
des nouveaux mondes, PUF 1969, nos
explica que “Cortés toca, sin saberlo con certeza, en un punto débil de un gran
imperio frágil y reciente. Aborda un mundo inquieto representado por la
confederación azteca”. p.147, que “los presagios funestos que reportan
unánimemente las fuentes indianas: han debilitado por adelantado la resistencia
psicológica de ese mundo poderoso y frágil. Cuando las primeras informaciones
llegan a Tenochtitlán estremecen. Su interpretación se revela igualmente
aterrorizante. Cortés es asimilado a Quetzalcóatl (Acatl-Quetzalcóatl). Anuncia
el regreso confusamente esperado del dios vengador tolteca. La asimilación
paralizante es comprobable por los textos náhuatl.” p.147 y por lo tanto, ya
todo está dado: “La confederación azteca, desmoralizada desde la cabeza, deja
penetrar, sin reaccionar, hasta el corazón de la pluralidad federadora de la laguna
volcánica, a Quetzalcóatl y su séquito” p. 149
[18]
Historia General de México, COLMEX, México 1976, T.II, p. 25
[19] Subrayado nuestro
[20]
Ver en Miguel León-Portilla, La Visión de
los Vencidos, UNAM 1971, p.62, El relato del bautizo de Ixtlilxóchitl y su corte,
y de la reacción de Yacotzin, su madre…
[21] Primera edición 2000, primera reimpresión
diciembre 2000, segunda reimpresión noviembre 2001, tercera reimpresión agosto
2000, cuarta reimpresión diciembre 2002,
etc
[22] Es cierto también que a veces esa permanencia se explica sólo
por el aspecto comercial de la publicación de una obra, en la medida en que los
autores tienen poco control sobre las reediciones de sus obras y que aún los cambios más ligeros son muy mal vistos
por los directores financieros de las editoriales. Se necesita honestidad, después de un serio
ejercicio de autocrítica para el ego de un investigador, para prohibir o para
hacer cesar la reedición de textos obsoletos, más aún si se trata, como en este
caso, de un texto perteneciente a una Vulgata nacional, reconocida además en el
mundo entero. Así el caso de
Alejandra Moreno aceptando retirar su
artículo, abre una reflexión historiográfica interesante porque en esa misma
versión 2000 hay uno o dos capítulos -por lo menos- que escritos por santones
de la historiografía nacional hubieran debido ser retirados o totalmente
reformulados por ser obsoletos.
[23] El capítulo inaugural de Bernardo García en la
antigua versión de esa obra tenía por título “Consideraciones Corográficas.” No
viene al caso analizar comparativamente los contenidos de estas dos versiones,
solo reconocemos con ese autor que “el presente capítulo está inspirado en el que daba inicio a la versión original
de la Historia General de México
aparecida en 1966. Recoge mucho de lo que en él se dijo, pero incorpora
cambios sustanciales y ofrece
perspectivas diferentes.”
[24] La dificultad misma de nombrar lo que
podría ser esa historia, que daría cuenta de la compleja dinámica histórica de
las “poblaciones autóctonas del espacio llamado hoy mexicano” nos da una idea del reto que su escritura comporta.
[25] [25] Federico Navarrete Linares, La
conquista de México, CONACULTA,
México, D.F., 2000, p.2
[26] Fernando Ainsa, De la Edad de Oro a El Dorado. Génesis del
discurso utópico americano, FCE (Tierra Firme), México, 1998; Fernando Ainsa, La Reconstrucción de la Utopía, Correo de la Unesco (Reflexiones
para el nuevo milenio), México, 1999.
[27]
F. Ainsa, La Reconstrucción de la
Utopía... op.cit., pp. 19- 23.
[28]
Ibidem.
[29]
En la década de 1990, la Conquista fue el tema principal de tres películas, y
un tema subalterno de una más. Además se realizaron otras dos películas
históricas que trataron de otros períodos: Kino
(1992) de Felipe Cazals y Ave María (1999) de Eduardo Rossoff . De
cualquier manera prevaleció el tópico señalado tanto en el cine mexicano, como
en el extranjero.
[30]
No voy a considerar, en este caso, Desiertos
mares (1993) de José Luis García Agraz que, si bien, incorpora el tema de
la Conquista, no lo convierte en su tópico principal.
[31] En la narración original de Álvar
Nuñez Cabeza de Vaca, titulada Los
Naufragios, Mala- Cosa aparece en las leyendas que le cuentan los indígenas
al autor. Según ellas era un hombre “pequeño de cuerpo”, barbado, habitante de
las profundidades de la tierra, que aparecía de repente entre ellos, en
ocasiones disfrazado de una mujer, y que solía cercenarles diversas partes de
cuerpo y después restaurar los cuerpos mutilados. (Álvar Nuñez Cabeza de Vaca, Naufragios
y comentarios, Porrúa (“Sepan cuantos...”, núm. 576), 1988, p. 45).
De acuerdo con Rolena Adorno, Mala- Cosa
representaba la manera como los nativos evaluaban la presencia y la actividad
de los españoles (Rolena Adorno “La negociación del miedo en Los Naufragios de Cabeza de Vaca”, en:
Glantz, Margo (coord), , Notas y
comentarios sobre Álvar Nuñez Cabeza de Vaca, CONACULTA/ Grijalbo (Los
Noventa), México, 1993, pp. 309- 350.)
[32] La única secuencia que representa
una matanza – la de Caonao- lo hace
mediante una extraña coreografía, tomada seguramente de la obra teatral,
escrita por Jaime Salom y adaptada a la pantalla por Sergio Olhovich. Sobra decir que esta pantomima diseñada para ser representada en
un foro teatral, en la pantalla resulta verdaderamente grotesca.
[33]
Cfr Angel Losada, Fray Bartolomé de las
Casas a la luz de la moderna crítica histórica, Tecnos, Madrid, 1970.
[34]
Una gran parte de los parlamentos es constituida por citas textuales tomadas de
la obra de Las Casas.
[35]
El hermano de Topiltzin explica así su decisión de colaborar con los invasores:
“ Antes yo no entendía pero ahora está claro. No tenemos otra opción, tenemos
que adaptarnos para sobrevivir. (...) Mis palabras son las mismas del emperador
Moctezuma.”
[36]
Seymour Menton, La nueva novela histórica
de la América Latina, 1979- 1992, FCE, México, 1993.
[37]
Idem.
[38]
Confróntese, entre otros, los ensayos de
Álvaro Pineda Botero, “Del mito a la posmodernidad: el escritor en el mundo de
hoy” y de Francisco Prieto “Utopía y paraísos perdidos: la violencia grotesca
de la posmodernidad”, ambos incluidos en el libro editado por Karl Kohut,
titulado La invención del pasado. La
novela histórica en el marco de la posmodernidad, Vervuert, Frankfurt-
Madrid, 1997.
[39]
Peter Elmore, La fábrica de la memoria.
La crisis de la representación en la novela histórica latinoamericana, FCE
(Tierra Firme), México, 1997, p. 11.
[40]
Fernando Ainsa, “Invención literaria y “reconstrucción” histórica en la nueva
narrativa latinoamericana”, en: Karl Kohut, op.cit.,
p. 113.
[41]
Véase Rafael Barajas Durán, “ Retrato de un siglo. ¿Cómo ser mexicano en el
siglo XIX?”, en Enrique Florescano (coord.), Espejo mexicano, México,
CONACULTA/ Fundación Miguel Alemán/ FCE,
2002 pp. 116- 177 y Nicolás Echevarría, “Introducción”, en Guillermo Sheridan, Cabeza
de Vaca, México, Ediciones El Milagro, 1994, pp. 11-21.
[42]
Alicia Barabas, Utopías indias. Movimientos sociorreligiosos en México, México,
Grijalbo (Enlace), 1987, p. 44.
[43]
Serge Gruzinski, La guerra de las imágenes. De Cristóbal Colón a “Blade
Runner” (1492- 2019), 2nda reimpresión, México, Fondo de Cultura Económica,
1999; La colonización de lo
imaginario. Sociedades indígenas y occidentalización en el México
español. Siglos XVI- XVIII, 3era reimpresión, México, Fondo de Cultura
Económica, 2000.
[44]
Confróntese José Luis Barrios, ”El cine mexicano y el melodrama: velar el
dolor, inventar la nación”, Otra Historia del Arte, tomo III, México,
CONACULTA / CURARE, 2003.
[45] Colombres, Adolfo, “Prólogo”, en: Colombres, Adolfo
(coord.), 1492- 1992. A los 500 años del
choque de dos mundos, Buenos Aires/Quito, Ediciones del Sol-CEHASS
(Serie Antropológica), 1989, p. 23.
[46]
Salvador Velazco, “Con Salvador Carrasco”, La Jornada, 18 de abril de
1999, suplemento La Jornada Semanal, p. 4.
[47] Colombres, Adolfo, “Prólogo”, en: Colombres, Adolfo
(coord.), op.cit. , p. 23.
[48] Confróntese Beatriz Pastor, El jardín y el peregrino. El pensamiento utópico en América Latina
(1492- 1695), México, Coordinación de Difusión Cultural. Dirección de
Literatura/UNAM (Textos de Difusión Cultural. El Estudio), 1999, pp. 26- 27.
[49]
Ibidem, p. 200.
[50]
Tzvetan Todorov, La conquista de América. El problema del otro, undécima
edición, México, Siglo XXI, pp. 175- 180; Beatriz Pastor, op.cit., pp.
259- 260.
[51]
Jorge Ayala Blanco, La fugacidad del cine mexicano, México, Océano,
2001, p. 331.
[52] La iniciativa del gobierno español, formulada en
1982, para preparar la celebración del Quinto Centenario del
Descubrimiento de América provocó una airada respuesta tanto de algunos
movimientos sociales como de los intelectuales de América Latina y dio pie a la
publicación de una serie de manifiestos, así como a la organización de varios
encuentros que promovieron una revisión crítica de la historiografía del tema.
Algunos de los trabajos que dan cuenta de las discusiones que se generaron en
este contexto están recopilados en los libros coordinados por Adolfo Colombres op.cit. y Leopoldo
Zea (El descubrimiento de América y su
sentido actual, México, Instituto
Panamericano de Geografía e Historia/Fondo de Cultura Económica (Tierra Firme),
1989; Quinientos años de historia,
sentido y proyección, México, Instituto
Panamericano de Geografía e Historia/Fondo de Cultura Económica (Tierra Firme),
1991). Trata del tema también el libro de Natividad Gutiérrez Chong, Mitos
nacionalistas e identidades étnicas: los intelectuales indígenas y el Estado
mexicano, México, CONACULTA/ Instituto de investigaciones Sociales/ Plaza y
Valdés, 2001.