viernes, 19 de agosto de 2022

Relecturas de la historia de un indio imaginario

 Relecturas de la historia de un indio imaginario

Guy Rozat Dupeyron

INAH-Veracruz, Xalapa

Muchas veces, desde una visión simplista de la historia, se considera que la conquista de México, y particularmente todas las violencias y destrucciones que ocurrieron, se debieron a simples fallas humanas o institucionales. En esta intervención se intentará mostrar que incluso antes de la llegada de Colón o Cortés, el destino de las culturas americanas estaba ya sellado, la destrucción ordenada. Si recordamos la violencia fundamental de la sociedad cristiana occidental veremos que el totalitarismo que sustentaba toda posible relación con el otro, no podía dejar de ninguna manera subsistir a las antiguas culturas americanas.

Por esto, para repensar hoy lo que fue la conquista de México se debe intentar pensar más allá de los relatos por extensos que sean, que los “testigos” nos dejaron. Debemos colocar estos textos en su horizonte de producción y de recepción, un universo que no tiene nada que ver con la historia o las ciencias humanas contemporáneas.

Podríamos empezar por preguntarnos ¿Por qué aún somos tan pocos quienes tenemos una conciencia de que existe aún un México colonizado? Si es cierto que México se independizó de la madre patria hace ya 2 siglos, también nos seguimos interrogándo ¿por qué en estos dos siglos no hemos logrado realmente construir una nación mexicana autónoma y fuerte?

Si los estudios decoloniales o poscoloniales no logran hoy realmente hacer proposiciones historiográficas fuertes, coherentes y útiles para la consolidación de la conciencia mexicana, ¿no estaríamos autorizados para pensar que debe existir un importante núcleo colonial que desde las sombras de la identidad nacional corroe todo intento de pensar México?   

Porque, efectivamente, si queremos descolonizar es porque debe existir aún algo de colonización. Es evidente que, como el racismo, la posible colonización de México sigue siendo un tabú. Y cuando se llega a hablar de colonización, se trata sólo de anécdotas culturales o de lejanas referencias a terribles monstruos imperialistas extranjeros escondidos en los recovecos del subsuelo de Wall Street. La idea misma de que México pudiera haber sido colonizado durante siglos, y siguiera siéndolo aún hoy, parece a algunos casi impensable. Y es lo que probablemente explica la complejidad y las ambigüedades de la vulgata nacional sobre eventos tan fundamentales como la conquista. Esta dificultad de pensar la colonización tiene consecuencias drásticas sobre las figuras del indio que vehicula la memoria nacional contemporánea.

El indio, pretexto y figura desdichada.

Las figuras del indio de las cuales puedo hablar son las que construyeron a lo largo de los siglos los historiadores mexicanos y algunos extranjeros que adquirieron fama en el tema. Esas figuras que vehiculan esa memoria colectiva mexicana son parte del magma identitario constituido a lo largo de los siglos por capas provenientes de diferentes horizontes historiográficos. Recordemos que este magma esta siempre en constante movimiento de reorganización y resignificación. Y, finalmente, lo queramos o no, sirve de pedestal a ese saber histórico compartido sobre el cual, mal que bien, se asienta y se propone desde la escuela primaria la identidad de muchos mexicanos.

En el siglo XIX los próceres políticos se dieron cuenta de que necesitaban construir una historia nacional para oponer unas barreras colectivas eficaces a los apetitos extranjeros. México no podía ser solo tierras de invasiones y de expansión para los imperialismos europeos que buscaban reconstruir nuevos espacios de explotación.

La historia que estudié en Francia en mi juventud, estaba dominada por una historia jacobina oficial, modernizante, unificadora y obrerista. Me obligó rápidamente a enfrentarme a la figura del campesino, cuya desaparición estaba programada, y que aparecía como el negro o como el indio de la historia francesa. Una especie de primitivo político que no entendía, pero para nada, “las leyes de la historia”. Se levantaba a contratiempo, defendiendo al rey y su religión contra la primera república, etc. Recordemos que el desarrollo de lo que hoy se llama “el capitalismo” se hizo también en contra de ese mundo tradicional de producir y de reproducirse de las sociedades campesinas europeas. En el imaginario de la modernidad el campesino no era solamente el inevitable vencido de la “lucha de clases”, era también el tonto de la historia, el que no entendía los beneficios de esa modernidad y se aferraba a sus costumbres arcaicas.

Una vez en la universidad, intentando pensar mi futuro académico y profesional, me di cuenta que no podía visualizar mi futuro, porque no había arreglado cuentas claras con mi pasado originario[1]. Hoy como profesionista de la historia sé muy bien que la historia se escribe al presente, y sobre todo que cuando el historiador pretende escribir el pasado, de hecho, está visualizando y marcando pautas para el futuro. Y finalmente que no hay, o hay pocas posibilidades de futuro, para una sociedad o un individuo que niegue su origen.

Creo que esto es muy claro para el México de hoy, solo habrá un futuro promisorio si se sabe repensar su propio pasado. Es un poco lo que me ocurrió en esa época. Buscando mis orígenes campesinos me fui interesando en las antiguas sociedades agrarias, las de medio oriente, la china, o la historia medieval europea.

Habiendo conocido en los años precedentes a varios estudiantes mexicanos en París, me había ya sorprendido su poco interés por su propia historia. Una historia que, por otra parte, no lograba aprehender con satisfacción. Es cierto que en Francia teníamos algunos grandes libros sobre Historia de México, pero fuera de esos “clásicos”, quedaban enormes trozos de tierra incógnita. Así que me dediqué a recuperar todo lo que pude para entender a ese México que siempre se me desvanecía cuando pensaba poderlo asirlo.

En esta búsqueda un poco ingenua de México, llegué finalmente a la conquista. En esa época era dominante una concepción del indio que tenía que ser “redimido” por la educación y la cultura. En lo que toca a la conquista, se había impuesto un conjunto simbólico donde signos, presagios y profecías jugaban un papel fundamental para explicar la “fácil” conquista hispana.

Sobre todo, me pareció que, en ese discurso general compartido, esa figura retórica infinitamente repetida de la impotencia del indio, no solamente legitimaba, en aquella época, ambiguas prácticas políticas en el agro mexicano que llevaban a la desarticulación de las comunidades campesinas, si no que impedía también académicamente imaginar con suficiente nitidez el pasado del antiguo mundo americano.

La construcción del pasado es fundamental para poder imaginar una identidad presente y dinámica capaz de pensar el futuro. Es por eso, por ejemplo, que los burgueses europeos, y particularmente los franceses, se olvidaron de todos estos bárbaros poco presentables, francos y gallos, que se establecieron durante siglos en ese espacio, hoy Francia, para buscarse antepasados más presentables como griegos y romanos. Solo unos ancestros cultos y refinados, podían sostener la pretensión decimonónica de llevar la civilización a África o Asia, y a todos estos recovecos del mundo que pretendían someter a sus intereses.

Modernidades antropológicas

En el siglo XX de lo que se trata es de mexicanizar al indio, y por eso vemos instalarse una nueva forma de negación de dicho indio con la ideología del mestizaje. Se trata antes que todo de solucionar “el problema indígena” que se inventó en el siglo precedente y hacer de todos los habitantes del país unos “verdaderos” mexicanos. En fin, la última forma de negación de lo americano se da con el marxismo de los años 80´s. Todos éramos marxistas y revolucionarios, era difícil no serlo. Así, yo encontré refugio en la ENAH que era en la época un bastión rojo, muy rojo.

Me di cuenta de que nadie sabía nada de historia de México, el materialismo histórico se presentaba, de hecho, como la negación misma de la historia. Y por eso me dediqué a crear la licenciatura de historia en esa escuela. Quería dar a los antropólogos comprometidos por lo menos un barniz de historia, de su propia historia. Quería que estos jóvenes que estaba muy generosamente comprometida con el campo mexicano y las comunidades indígenas, fueran capaces de entender las dinámicas históricas que habían propiciado la situación que tenían frente a sus ojos.

Creo que lo máximo a lo que pudieron llegar los antropólogos fue pensar como Guillermo Bonfil y su “México profundo”, que a mi parecer manifiesta una especie de impotencia de la antropología. El antropólogo, y peor cuando es un antropólogo sinceramente comprometido, se pasa el tiempo pegándose en la pared, creyendo poder derrumbar esa inmensa pared construida durante siglos para silenciar al viejo mundo americano. Lo único que logra es sangrar y llorar interiormente sobre su impotencia y más aún sobre su capacidad real para cambiar las cosas.

Repensar un nuevo mundo, utopías del 68

En lo que toca a mi generación, lo explica en parte la dinámica de trabajo que me caracteriza, es la aparición en el imaginario político occidental del mundo chino. Si bien no era un maoísta político, como millones de jóvenes en todo el planeta, habíamos sido seducidos por la propuesta de Mao y su libro rojo. La revolución económica que caracterizaba la clásica esperanza de la lucha de clases, no era suficiente, había que pensar fundamentalmente en la revolución cultural. Una revolución cultural que para China se soldó con miles, sino millones de muertos, un retroceso económico muy fuerte, etc. Pero nosotros no podíamos pensar en esas posibles consecuencias desastrosas para China.

Es evidente que ese deseo de una profunda revolución cultural estaba en la base de nuestro deseo generacional de cambiar “todo” expresado durante el mayo 68 y los años que siguieron. Ya se hacía clara la idea del fracaso del “socialismo real”, y el análisis del porqué de ese fracaso desembocaba para nosotros sobre ese olvido fundamental, el de la revolución cultural.

Ya en 1947, Cornelius Castoriadis en un texto famoso escrito en el momento en el cual la Unión Soviética parecía al tope de su fuerza y poder, profetizaba, en cierta manera, el derrumbe de ese imperio. Según él el error fundamental fue haberse olvidado de la revolución en lo cultural. Era imposible construir un nuevo mundo sobre la idea del proletario, un ser ahistórico, anónimo, caracterizado aquí también sólo por una ausencia, siendo claro que, en el proceso mismo de la lucha de clases, el proletario siempre quiere ir más allá, quiere escaparse de la camisola ideológica, ser otra cosa que una pieza de una mecánica política, quiere ser hombre, hombre libre, con toda la ambigüedad que pueda contener esta idea de libertad, como la de humanidad.

Pero, incluso en esta época que leía textos teóricos, siempre me sentía como alérgico a una reflexión teórica que estuviera separada del análisis histórico y social concreto. Es por eso que no encuentran en mis obras realmente capítulos “teóricos”. Mi teoría, porque evidentemente creo que en un cierto momento hago teoría, está siempre incluida al interior del análisis.

El método historiográfico

Historiografía es una palabra que a lo mejor a algunos de ustedes no les dice nada o les dice muy poco. Esta palabra se cargó de un nuevo sentido político desde finales de los 80´s en Francia. Michel De Certeau insistía sobre la escritura de la historia, sobre la grafía de la historia. Por lo tanto, nos pareció que las historiografías, y no tanto la búsqueda ilusoria de la verdad histórica, podían volverse las bases teóricas de reflexión sobre los diferentes tipos de historia que se habían generado a lo largo de los siglos, es decir haciendo aparecer los modelos de historicidad que les constituían. Era sólo considerando estos modelos que se podía entender realmente el funcionamiento y contenido de los textos históricos, como producción social, al interior de un sistema histórico de comunicación determinado.

Consideraba que con esta reflexión historio-gráfica podríamos intentar entender algo de la antigua América, al deconstruir todas las capas discursivas que durante siglos se habían acumulado sobre esa Genuina América y sobre el indio, o sobre cualquier problema histórico. Este método me parecía imprescindible para atravesar toda la enorme biblioteca que desde siglos había inventado tantas formas americanas. Una arqueología discursiva, en cierto sentido, que debía permitir esclarecer esa constatación tan trivial de que el historiador solo trabaja haciendo interpretaciones de interpretaciones… y así ad infinitum.

El historiador como creador de espacios narrativos

Se escribe para transformar, para hacer cosas, toda palabra o escrito tiene como objetivo una acción social, incluso la más vana en apariencia tiene su finalidad política, aunque sea solamente impedir que surja otra palabra transformadora, monopolizar en una cierta sociedad lo más posible del espacio del campo político.

Si tomamos el ejemplo de la crónica de Pérez de Ribas que trabajé en mi libro “América imperio del demonio”, es evidente que ese dinámico jesuita jamás habla para decir nada en esa enorme crónica. Si bien no podemos realmente utilizar su obra para una etnografía de las poblaciones en las cuales se desenvuelve, sí vemos cómo inventa indios, e inventa también la naturaleza, inventa el desierto, porque su finalidad no es geográfica ni etnográfica, si no la de implantar una evangelización que acaba con todas las identidades anteriores, todas las particularidades naturales, etc.

Esto lo llevaba finalmente y sin ningún problema de conciencia a estar muy orgulloso del etnocidio que logró con sus “hiaquis”: los sacó de sus tierras, los concentró en pueblos, los vistió a la española, les cortó los cabellos, les impuso la monogamia, y nuevas autoridades, así como nuevas necesidades, etc., etc…

Así, estaban listos para entrar al servicio de los mineros y estancieros, que se estaban instalando en la región, y para producir excedentes agrícolas que pudieran utilizarse para el beneficio de las misiones. También dedicó páginas y páginas a demostrar, en esas tierras agrestes, la presencia dominante del demonio y, por lo tanto, justificar así la necesidad de su combate para imponer la creencia en un verdadero Dios, legitimando así, en un mismo movimiento su presencia como redentor de indios.

El mexicano como mestizo

En esta mexicanidad, “El Mexicano” es, se supone, el producto de un sincretismo, es una mezcla entre indio e hispano, un mestizo. Es evidente que, si ustedes son de tez blanca, ojos y cabello claro, aceptarán esta explicación que no les presentará problemas cotidianos, pero si ustedes son de tez más bien morena, de pelo negro y lacio, de facciones “autóctonas”, y peor aún: pobres, esta definición del mexicano puede empezar a presentar problemas, ya que resienten, si no todos los días, sí muy frecuentemente, esa cosa que dicen que no existe en México, el racismo.

Es decir que no todos los mexicanos viven de la misma manera esa mexicanidad, e incluso se puede preguntar si en ese “mestizaje” no se trata más bien de presentar la cara amable del racismo en México. Por lo tanto, tenemos que reabrir esa mexicanidad, no para desecharla, si no para entender cómo se constituye históricamente y cómo funciona. Sólo así podemos repensarla para que sea realmente, por fin, una mexicanidad para todos.

El hoyo de la conquista, origen de todas las angustias

Un ejemplo de esas ambigüedades que constituyen esa mexicanidad, se origina en el problema que representa el establecimiento de un relato de la conquista. Supongo que muchos, o todos ustedes, han leído en la prepa o en la universidad la Historia General de México del COLMEX, y a lo mejor algunos de ustedes se habrán dado cuenta, con sorpresa, que prácticamente desapareció el episodio de la conquista en la edición especial 2000. Nosotros, es decir: ustedes, yo, el mundo entero sabe que existió la conquista, sino cómo explicar, como lo intentó teorizar el mismo Octavio Paz, que el mexicano es un “hijo de la chingada” ¿cuándo ocurrió esa chingadera?, momentos de violencia extrema que el “sincretismo”, la mexicanidad y el mestizaje intentan hacer desaparecer.

Esa desaparición de un episodio tan fundamental, que incluso en el mundo entero se considera como uno de los grandes momentos de la historia universal, nos interpela. Es evidente que si desapareció no es porque los historiadores del Colegio de México sean particularmente descuidados, o particularmente “pendejos” como dicen mis alumnos, si no que ese periodo realmente se había vuelto indecible en el momento de la edición 2000.

Podemos preguntarnos también si la mexicanidad no tiene como finalidad construir modos de contención de esa violencia, una violencia originaria que sigue fundamental en el imaginario. Es probablemente por eso que los historiadores del Colegio de México consideraron normal en esa versión 2000 desaparecer ese momento violento de la fundación nacional.

No sabemos a ciencia cierta, cómo se ejercía la violencia en el antiguo mundo americano, es probable que sí existiera, aunque no podemos fiarnos enteramente de los testimonios de frailes y antropólogos… Pero lo que sí sabemos es la capacidad destructiva occidental. Sólo piensen que en su expansión occidente destruyó América, buena parte de África, Oceanía, Australia, etc. y si no logró destruir el resto del mundo, por lo menos lo trastocó drásticamente.

La violencia futura sobre América ejercida por occidente, se puede medir, incluso, antes de la llegada física de los “conquistadores”. La identidad cristiana es exclusiva, sólo hay salvación en la incorporación a la comunidad cristiana, fuera están las tres figuras enemigas: el judío, el moro y el herético. Tres figuras de exclusión histórica que permiten la constitución y consolidación de la identidad cristiana occidental. Es por eso que, en parte, el estatuto del indio sigue indefinido en las primeras décadas americanas, ¿con qué figura clásica tiene que ser asimilado?

Es evidente que el descubrimiento cimbra los fundamentos del saber teológico, ¿de dónde vienen estas humanidades infinitas que el movimiento de descubrimiento encuentra en todos los rumbos? Negar la humanidad a estos nuevos bípedos encontrados fue la primera solución, pero no fue muy productiva y pronto hubo que reconocer que eran hijos de Adán, pero esto no fue sin problemas: ¿de dónde venían?, ¿cómo habían llegado acá y por qué no se supo de ellos antes?… Fueron algunas de las preguntas urgentes por responder.

Regresando al hoyo de la conquista, mi pregunta era cómo funcionan los textos que dan cuenta o que construyen ese hoyo. La negación de América pertenece a los fundamentos mismos de occidente. De la misma manera que fuera de la iglesia no hay salvación, fuera de occidente no hay humanidad posible. Hay que imponer esa negación para poder dominar, gobernar. Por ejemplo, es muy probable que no hubiera hambre en América, por eso hubo que introducir el hambre para poder dominar los espacios y los hombres. Es un trabajo de siglos de negación de lo que fue América. Hasta la fecha esa existencia o no del hambre en la América antigua, sigue desatando pasiones.

Incapacidades teológicas

Si bien en los textos del XVI se construye la primera incapacidad fundamental del indio, esa incapacidad es, antes que todo, teológica. En el mito cristiano el hombre es un ser discapacitado para lograr realmente su salvación. Es por eso que Dios no para de intervenir en la historia humana: manda profetas, prodigios, grandes pandemias, terremotos, guerras, para dirigir el curso de la historia de los hombres. Criatura divina que perdió su belleza original. Si bien su finalidad es regresar a su creador en el fin de los tiempos, es incapaz de caminar solo, al punto que el Dios omnipotente tiene que mandar a su hijo para que con su sacrificio la humanidad pueda presentarse dignamente el día del juicio final.

Si el cristiano en sí es impotente frente al acecho de su enemigo, el Maligno, tanto más el indio, producto de una cultura eminentemente diabólica, será impotente para salir de ese atolladero histórico en el cual está atrapado. Los misioneros están convencidos de su misión: están aquí para salvar las almas de sus rebaños, ellos no pueden salvarse solos. El demonio ha logrado arrancarles hasta el más mínimo recuerdo de que fueron creados por Dios.

Pero lo dramático es cuando en el siglo XX se leen estos textos teológicos con una mirada psicologizante. Se pierde totalmente el sentido original de estos textos y tenemos toda esta actitud miserabilista sobre “el pobre indio”, que sólo puede superar su condición miserable con la ayuda paternalista de frailes, antropólogos y de los programas estatales. Estamos frente a una traducción errónea de los contenidos de esos textos del XVI donde estaba presente el indio.

En muchos textos de cronistas religiosos, como el de Pérez de Ribas, el indio no tiene una existencia autónoma, sólo es parte del paisaje donde se desarrolla la obra misional, es una página en blanco donde se escriben las maravillas de Dios operadas por la milicia de Cristo. No tiene ni voz ni presencia, sólo cuando convertido, aculturado, viviendo en pueblos cristianizados e hispanizados, cantan la grandeza de la obra misional. Pero el padre jesuita jamás nos reporta una palabra genuina americana, sólo reporta palabras de la impotencia indígena como cuando, según él, le cuentan que su presencia realmente les llevó a nacer de nuevo a una vida auténtica. Las únicas palabras emitidas por “indios” que aparecen, son las de caciques amigos o neófitos, hablando en “lengua india”, la lengua del colonizador cristiano. Todas estas figuras que hablan “indio” en su crónica son indios imaginarios.

La modernidad contra el indio

No les voy a recordar lo que pensaba la gente del XVIII sobre esta imposibilidad fundamental del indio, recuérdense lo que escribía Cornelius de Paw, en sus “investigaciones filosóficas”: un indio aguado, sin deseo, ni el sexual, sometido enteramente a una naturaleza también definida como acuosa, una naturaleza de los primeros tiempos del mundo.

La impotencia del indio es ambigua, al igual que México escogió ser mestizo. Otros países que tenían también población indígena, en su mito nacional hacen poco lugar a éstos “antecedentes”. Por ejemplo, en Brasil, el indio más bien parece ser parte de la naturaleza, una naturaleza que hay que vencer, por lo tanto, la defensa del indio es algo muy reciente y sólo es resentida como una pérdida por sectores minoritarios de la pequeña burguesía. Argentina, por ejemplo, redescubre desde hace pocas décadas que sí había “indios” en la pampa argentina. En Chile, el problema Arauco toma matices importantes también desde hace pocas décadas.

Es decir, que en México podemos pensar que hacer del indio una parte fundamental del núcleo identitario, es antes que todo una decisión cultural y no tanto sólo el reconocimiento de la presencia física del indio. A fines del XIX, cuando Justo Sierra hace la apología de la familia mestiza, no es que reconozca la existencia de lo indígena, sino más bien que responde al desprecio de ciertos intelectuales europeos, que afirmaban que no había futuro para las naciones americanas ya que la valiente raza hispana se abastardó con su mezcla con razas inferiores indígenas. Y el camino de su respuesta es ensalzar al mestizo, al mismo tiempo que la opinión de su tiempo sostiene que hay que favorecer la inmigración blanca y católica para regenerar a dichos indios y al país entero.

La primera tarea de los evangelizadores fue erradicar todo lo americano. Muchos investigadores insisten sobre los buenos deseos y la buena voluntad y gentileza de los evangelizadores. La figura del pobre franciscano domina esa historiografía, Motolínia, Sahagún, representan estos padres benevolentes, ni decir nada del buen padre jesuita chachachero y hasta revolucionario. Todas estas figuras simpáticas tienen por objeto esconder lo que fue la realidad de la evangelización. La primera tarea fue erradicar y después, con los sobrevivientes, reorganizar nueva vida colectiva, porque todos los grupos humanos, incluso después de las catástrofes más terribles, se reorganizan. Y los indios sobrevivientes al cataclismo de la evangelización, se reorganizan totalmente lumpenizados alrededor del mundo parroquial, viviendo en algo que tiene poco que ver con su universo anterior. Todos estos grupos indígenas se reorganizan, pero pesa sobre ellos algo terrible que es la memoria histórica cristiana, son pecadores responsables de su propia derrota y destrucción.

Podemos pensar que esa cristianización fue particularmente dolorosa cuando intentaban pensar lo que había ocurrido, porque la única respuesta que les ofrecía el cristianismo era que Dios los había destruido y castigado, como hizo con su querido pueblo judío, por sus propios pecados. En cierta medida se podría decir que estos sobrevivientes estaban obligados a vivir en un mundo que no solamente no era suyo, sino que jamás lo sería, lo que explica probablemente las muertes colectivas y el poco apego a la vida que observan algunos misioneros en los siglos XVI y XVII. “México” ya estaba, desde esta época, enfermo de su memoria.

¿Cómo se construye por encima de un estado de explotación económica algo mucho más violento que es esta memoria cristiana colectiva? Tenemos que pensar la esencia misma de occidente, es un sistema bulímico, que se nutre sin parar de hombres, tierras y objetos. Piensen en la destrucción de las primeras islas ocupadas por los españoles, pronto se acabó la “mano de obra” en Santo Domingo e islas cercanas, por eso conquistaron Cuba. En poco tiempo también se acabó y tenemos a Cortés y los suyos buscando nuevas tierras y nueva “mano de obra”.

Este sistema desigual bulímico existe desde el lejano nacimiento de occidente, piensen en la Atenas clásica, es una democracia que dura muy poco tiempo, pero si es democracia, es porque es imperialista e impone a sus aliados de la Liga de Delos fuertes contribuciones y su “modelo económico” es ya muy particular.

Ya en la época de Platón, no se consigue madera para construir casas, y es por eso que vemos importarse materias primas: la madera para sus barcos y la construcción, trigo y pescado salado del mar negro o de Egipto, cáñamo, hierro, etc. Y exportan ya productos con fuerte valor agregado: vinos, aceite de olivo, armas, joyas, perfumes, etc. Es decir, un sistema que necesita siempre incluir nuevos espacios, nuevos hombres, nuevos recursos. Esa es la esencia misma de occidente. Por eso es occidente quien invadió y aniquiló, o está en vía de aniquilar, el mundo entero.

En la actualidad podemos ver cómo una nueva capa de destrucción de recursos ocurre a una escala inaudita en la historia planetaria. Si dejamos desarrollarse a las grandes mineras canadienses, en escasos años gran parte de México se convertirá en un desierto, pero esta vez un verdadero desierto donde el hombre ya no podrá recuperar nada, ya que las aguas profundas habrán sido totalmente contaminadas. La oposición a esa destrucción global no es nada firme ni muy clara, incluso podemos pensar que hay una gran complicidad de los aparatos estatales, y la oposición se reduce a algunos grupos radicales.

Si pensamos en la riqueza histórica de México, desde por lo menos 2000 a. C., vemos la constitución de lo que se podría llamar un poderoso movimiento civilizatorio. Es cierto que hay coyunturas regionales en las cuales aparecen “ciudades”, “estados”, viene Tula, después, decían algunos especialistas, Teotihuacán. En el sureste suben y bajan las “ciudades” mayas, pero más allá de estos epifenómenos urbanísticos se puede observar un poderoso movimiento de construcción civilizacional. Es decir, que ese mundo “indígena” durante 6000 años, por lo menos, es animado por profundos movimientos, pero esto en la historia general de México ocupa unas cuantas decenas de páginas. Sabemos también que desapareció la conquista y puede así aparecer otra edición por el mismo COLMEX de otra Nueva Historia General de México aún más reducida. Creo que México es el único país en el cual, a lo largo de los años, su historia general, que debe nutrir la memoria colectiva, va disminuyendo.

Espero que no me hayan oído como intentando solapar la existencia misma de la nación México, desde casi 50 años que estoy viviendo en estas tierras. Creo en México, aunque ese país que tengo en la cabeza a lo mejor no corresponde totalmente con el México nacionalista. A pesar de la crisis económica mundial y nuestros problemas con el debilitamiento del estado y la aparición de fuerzas económicas y coercitivas paralelas, creo que las posibilidades de México son enormes. Si el futuro parece de lo más incierto es porque ya no sabemos qué hacer con una memoria nacional constreñida y arcaica. Una memoria de lo mexicano que parece haberse despegado de toda realidad concreta del país. Para construir una nueva memoria, que sea productora de una nueva identidad, se necesita despegarse de tantas cosas, repensar tantas otras… que esto se los dejo de tarea.

De la teología a la historia

Ahora me gustaría entrar en una problemática que se refiere más a la constitución de los otros. Los otros, nuestros indios, por ejemplo, no son otros por naturaleza, sino que se constituyen como otro y para eso se necesita una mirada que explícitamente los caracteriza como tal. Por eso podemos recordar que para muchos científicos sociales existe un consenso del cual Michel de Certeau se hace el eco cuando nos invita a pensar la esencia de lo social:  

“Hay que ser realistas… es un hecho que toda sociedad se define por lo que excluye. Se constituye diferenciándose. Formar un grupo, es siempre crear extranjeros. Una estructura bipolar, esencial a toda sociedad, propone siempre un “afuera” para que exista un “entrenos”; fronteras para que se dibuje un país interior; unos otros, para que un nosotros tome cuerpo”.

Si somos realistas, como nos invita de Certeau, no debemos tener miedo a hacer el esfuerzo de pensar radicalmente sobre el otro y el racismo como manifestación violenta de exclusión y también como manifestación de un proceso de estructuración necesaria de lo social.

Si es claro que lo social se crea a partir de un proceso de exclusión, debemos repensar cuidadosamente las soluciones “humanistas” que podrían parecer como pócimas milagrosas que pondrían fin al racismo y la exclusión. El reconocimiento de un nuevo modo social unitario que reestablecería los mismos “derechos humanos” para todos, la constitución de una aldea global en la cual todos seríamos hermanos y, por lo tanto, iguales como nos invita hoy una mundialización engañosa y tortuosa del capital, e incluso la propia nebulosa del altermundismo queda aún muy hipotético.

Pero antes de ir más lejos en esta utopía de la disolución de toda violencia social contenida en la afirmación de las identidades múltiples y contradictorias en un uno utópicamente “humano”, parece necesario considerar algo un tanto evidente, y es que esa ley de constitución de las identidades de grupos y sociedades, si es realmente una “ley histórica” de las sociedades humanas,  fue y sigue siendo el inicio de una espiral infinita de conflictos, un principio que llevó a la persecución y eliminación de los otros y a una intolerancia que multiplicó sus efectos sobre la sociedad así constituida, produciendo de manera infinita, nuevos otros, nuevos herejes que había que expulsar e incluso aniquilar de nuevo.

Un poco de historia

Si consideramos el caso de la civilización cristiana medieval, a la cual la antigua América debe en gran parte su destrucción, y América Latina mucha de su historia y de su cultura presentes, los estudios recientes sobre la consolidación de esa forma civilizacional entre los siglos XI y XIII muestran claramente que en general las herejías no son respuestas populares a una explotación económica de los sectores dominantes ¿Explotación? vaya que la había, sin ninguna duda.

La mitad de la producción bruta del agro occidental era monopolizada por menos del 3% de la población: clero y nobleza. La razón económica explicita así, muy sencillamente, porqué se levantaban periódicamente las masas campesinas. Pero las herejías eran otra cosa, no eran más que producciones sociales inevitables de esa nueva concepción del mundo y de lo social en creación. Una dinámica que expulsaba a todos los contestatarios que no se reconocían en ese nuevo “nosotros los cristianos” que estaba produciendo la institución eclesial en esos entonces.

La sociedad iglesia como productora de herejías, la consolidación y el enunciado de la doxa como fuerza de creación y expulsión de herejes. No olvidemos que es desde el corazón del poder desde donde se nombra a los herejes, porque es evidente que ninguno de estos herejes se autodenominaba así. Al contrario, éstos se sentían, y querían ser más bien los mejores o los más perfectos cristianos. Los herejes eran así los que pretendían vivir mejor su fe en contra incluso de las nuevas reglas sociales y religiosas enunciadas por la institución iglesia y con el pequeño riesgo de dejar en esa búsqueda íntima su propia vida.

Pero si nos olvidamos un momento de mirar solo a los expulsados, a esos herejes perseguidos que desde nuestra visión progresista del mundo son los verdaderos héroes de la historia, si regresamos a esos círculos dirigentes de la sociedad iglesia donde surgen por centenas los furiosos e incansables inquisidores y esos ejércitos de fogosos predicadores; veremos que estos círculos tampoco salían indemnes de ese proceso de violencia y de expulsión de los otros.

Esa mecánica infinita de reproducción de herejes engendra en los miembros de esa sociedad una gran angustia y una profunda insatisfacción que solo se aligera con más intolerancia y más represión interna, tanto sobre los otros como sobre sí mismo. Por eso esa civilización cristiana que predicó tanto el amor de todos los hombres, puede ser caracterizada como una civilización violenta, represora y totalitaria. “Fuera de la iglesia no hay salvación”, rezaba aún el catecismo de mi infancia. Y si estamos de acuerdo con esa manera de considerar a la sociedad-iglesia de esa lejana época, no debemos olvidar que será la base de gran parte de la herencia cultural dominante en el mundo desarrollado y es ella quien pretende seguir nombrando y señalando con el dedo a los herejes contemporáneos.

Es la razón por la que no nos deben sorprender tanto los “excesos” a los cuales la modernidad del siglo XX nos ha acostumbrado. Jamás hubo tanta modernidad, tanta educación y jamás hubo tantas masacres a gran escala en este pobre planeta tierra. Porque si la Shoah y con razón, es uno de los genocidios más publicitados, no habría que olvidar otras buenas masacres y recordar que ese siglo XX empieza por una muy bien lograda masacre de armenios y kurdos realizada por un modernizante Ataturk, muy afecto a los valores de la ciencia, la laicidad y la Ilustración.

No es aquí el lugar para censar las masacres de los siglos XIX y XX, hay suficientes libros sobre ellas. Solo recordemos que éstas se llevaron a cabo en todos los continentes y que en su justificación muchas veces podemos encontrar como pretexto a dios, a la razón, a la ciencia, a la historia y a lo mejor hasta a los derechos del hombre ¿Fueron solo el resultado de perversiones de esos conceptos? Antes de responder de manera apresurada, vale la pena considerar que a lo mejor aquí está el problema fundamental para el futuro de la paz. 

Una infinita reencarnación de verdugos

Sé que debería abordar ahora a América, pero creo que antes de zarpar con los barcos de Colon hacia “tierras desconocidas”, debemos reflexionar un instante más sobre esa larga cadena de destrucciones masivas, y sobre esa aparente fascinación en ciertos sectores de la sociedad occidental por esa mecánica de la expulsión y de la intolerancia.

Estos inquisidores, estos perseguidores, son paradójicamente gente muchas veces de gran valor intelectual, no lo olvidemos. Algunos inquisidores se vuelven incluso Papas y escriben obras importantes de su época y no se vale desacreditarlos y negar ese hecho fundamental, ni negar tampoco que hasta esos dirigentes nazis de la solución final que todos abominamos tenían a veces dos doctorados de biología, medicina o de ciencias afines. Negar que esos justicieros del logos occidental representen a la intelligentzia de su momento, y que, por lo tanto, también representen plenamente a sus sociedades no nos ayuda a entender cómo surge el proyecto que ponen en marcha. Si están del buen lado, del lado de dios, de la razón, de la ciencia, de la pureza étnica y pueden tener esa emocionante sensación de dominar la historia, participando y defendiendo la verdad ¿Será que la verdad lleva siempre a dominar, a torturar, a matar, a expulsar sea cual sea el grupo que se autoproclame el portador único de esa verdad?

Erradicar la alteridad

Para defenderse del extranjero, siempre amenazador y renaciente, para erradicar esa alteridad vuelta problemática, la historia muestra que hay dos técnicas: o se le absorbe o se le expulsa. De hecho, la absorción consiste en erradicar todos los elementos que hacen de esta alteridad un problema. En general, realmente tiene poco éxito y si una pequeña proporción se asimila totalmente, muchas veces quedarán recelos hacia esos extraños ¿están realmente asimilados, se han vuelto como nosotros o nos engañan? ¿Hasta qué punto es posible asimilarse, ser auténticos cristianos como decían los “viejos cristianos” hispanos frente a los marranos? ¿Es posible que “esa raza maldita de los judíos” se pueda realmente transformar en unos verdaderos cristianos o siguen engañándonos como siempre lo han hecho?

La expulsión es la otra solución, la más radical y la más simple manera de reducir la alteridad.   Puede ser la expulsión física, como la de los judíos de España, o se les expulsa más radicalmente, aún por un asesinato sistemático, haciéndolos jabón, o como en el siglo XIX mexicano recompensando las orejas o cabelleras de apaches y comanches. De paso recordemos que la expulsión de los judíos de España, en 1492, aunque fue probablemente la más famosa en la historia, fue solo la última gran expulsión, porque varios siglos antes ya habían sido expulsados de Inglaterra, de Francia, etc., y hasta el santo rey de Francia, San Luis consideró como su deber, como tantos otros reyes y príncipes medievales lo habían hecho, una vez más, expulsar a esa cosa nauseabunda de sus estados.

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Lo interesante de recalcar es que para que esa creación, discriminación, expulsión o eliminación de otros se realice con el menor costo social para el grupo discriminador y no provoque problemas a la nueva conciencia del nosotros en vías de limpieza, se construyeron eficaces dispositivos de descripciones del otro que nos permiten entender cómo un culto dominicano se vuelve un eficaz proveedor de heréticos para la hoguera; que un fino y letrado jesuita colabore eficazmente a la erradicación de bárbaros; o un buen padre de familia alemán, en exterminador de judíos sobrevivientes en los bosques de Polonia. O más cerca aún, cómo y porqué un joven obrero francés se vuelve cazador de felhagas durante la guerra de Argelia o un anónimo lumpen latino o afroamericano aniquilador de vietcongs. Sin hablar de estos snipers serbios, burócratas, masacrando con placer y entusiasmo durante sus fines de semana libres a sus ex compatriotas musulmanes bosnios. Sin olvidar a la dulce religiosa cristiana que no dudará en abrir las puertas de la iglesia donde se habían refugiado los fugitivos tutsis, entregándolos a los comandos exterminadores hutu, etc., etc.

Para poder expulsar o aniquilar la diferencia, reducir el escándalo de la alteridad, la sociedad occidental concibió dos dispositivos generales para construir la figura del otro. Es interesante notar que la presencia de estos dos dispositivos haya sido constante casi durante dos mil años.

Ya cuando los primeros grupos cristianos intentan diferenciarse del tronco judaico del cual provienen muchos de los elementos de su identidad simbólica, la figura del judío se cargó de anatemas. En el discurso de Juan Crisóstomo, Boca de oro, -siglo IV- los judíos no son solo los malvados asesinos de Cristo, sino que esos hijos del antiguo pueblo de Dios, porque no han reconocido la venida del Mesías, han sido abandonados por éste, y son presas ahora del demonio. La sinagoga es un prostíbulo, un refugio de malvados, una guarida de ladrones, en una palabra, la morada del demonio, donde se desarrolla un culto grotesco y ridículo cuyos ritos son el pretexto para borracheras e invitar a coros de afeminados y prostitutas. Para él todo lo que representa la alteridad judía se inscribe en la bestialidad. Los judíos son animales que obedecen solo a sus instintos, los compara con perros (insulto supremo en ese mundo oriental y esa época), chivos, bestias salvajes que solo piensan en llenarse la panza y emborracharse. Su lubricidad es infinita y solo piensan en poseer y pervertir a todas las mujeres de su entorno, y particularmente a las cristianas.

En resumen, la figura del judío se inscribe en la bestialidad y en su pertenencia al demonio. Nada extraño que tenga por lo tanto todos los defectos y que haya que sacarlos con urgencia de cualquier contacto con los cristianos, el nuevo pueblo elegido, que solo por su contacto puede ser mancillado, contaminado.

Si reflexionamos un instante sobre esta figura originaria del judío según el pensar cristiano, podemos ver que contiene en germen todos los elementos de cualquier futura construcción del otro. Contiene ya todas las futuras aberraciones xenófobas y racistas. Animalización y diabolización serán los dispositivos de base de toda construcción-descripción del otro.

América, América

No es necesario ser un especialista de las primeras crónicas americanas para darse cuenta, a su lectura, de que para sus autores, representantes del logos occidental cristiano, la antigua América y las culturas indígenas se sitúan totalmente en la esfera diabólica. Prejuicio que se puede rastrear fácilmente durante los siglos XVI y XVII y que sigue muy presente en el XVIII, si no es que incluso más tarde.

Según una explicación reiterada, América era el último baluarte del demonio. Fue en estas tierras lejanas donde los demonios expulsados por la acción evangélica en el viejo mundo, habían encontrado refugio. Son las artimañas del demonio las que impidieron que se descubrieran antes estas tierras y sus pueblos, sustrayéndoles así, hasta ese momento, al efecto de la predicación evangélica.

Por eso no hay duda de que todo lo que pertenece a la cultura de esos pueblos es demoníaco, como no solamente lo manifiestan los sacrificios humanos o el canibalismo, sino también todas esas artimañas diabólicas con las cuales ese padre de la mentira embauca a los infelices indios: falsos dioses, sacerdotes diabólicos, sacrificios impíos, ídolos mentirosos que hablan, imitación del bautizo, de la confesión, etc., son las pruebas fehacientes de esa religión de la inversión que manifiesta la omnipresencia diabólica.

También la animalización es evidente en el relato de todos los pueblos americanos, sobre todo de los que resisten a la penetración y al contacto con los invasores. Desde la llegada de Colón “a América” los habitantes de estas tierras se dividen en dos: unos son mansos como ovejas, van desnudos, inocentes, como animalitos, y por lo tanto el genovés considera que serán fácilmente transformados en bestias de carga, en “instrumentum vocale” como decían los antiguos romanos. Los otros son los caribes, bestias salvajes que atacan primero, aficionados a la violencia, a la guerra y a la carne humana, son los tigres, los lobos.

Tales extrapolaciones de Colón no tienen probablemente nada que ver con una realidad histórica, como se quiere a veces hacernos creer, oponiendo un área cultural de tainos pacíficos y otra más allá, más al sur, la de los caribes violentos y antropófagos. Los mansos indios de Colon tardaron solo algunos meses para transformarse en bestias salvajes destruyendo el fuerte construido por el almirante y aniquilando la guarnición que éste colocó en él antes de regresar a España.

Así, durante los siglos de conquista y expansión de la presencia española se puede observar en acción la doble mecánica de la asimilación y de la expulsión. La asimilación consiste de hecho en erradicar todo lo que volvía problemática la alteridad americana, necesitaba de la destrucción de los templos, pero también de un cambio radical en las estructuras familiares o en los usos del habitar, del vestir, etc., y en este sentido más que de asimilación o de mestizaje, se debería hablar de un doble movimiento de deculturación-aculturación que provocó un etnocidio generalizado.

No hubo ninguna asimilación auténtica porque esto hubiera significado que la poli hispana hubiera tenido algún espacio posible para otro ethos funcionando en paralelo y bien tolerado. Pero la cuestión misma de la asimilación puede ser capciosa, porque se formula y toma sentido solo desde el campo del vencedor. Es el logos minoritario, extranjero, quien habla de tolerancia del otro, ya hemos visto que la propia tolerancia de occidente es un autoengaño. El ejemplo de los marranos ya señalado es clarísimo, no hay para Occidente posibilidad de aceptar lo otro, aunque éste haya renunciado casi totalmente a las marcas de su identidad propia. Una vez más el caso de los marranos es aquí ejemplar. O como la expulsión hacia el oeste, dominio del indio bárbaro, de comunidades de indios pieles rojas, cristianizados, alfabetizados, urbanizados, “farmerizados” de unos grupos cherokees, si mi memoria es buena, en EUA a principios del siglo XIX.  

En cuanto a la expulsión violenta o a la destrucción de la antigua América y de sus culturas, todos conocemos la larga historia de sangre y lágrimas que han pagado los pueblos americanos cuando han querido mantener su idiosincrasia y esto hasta nuestros días.

Escribir la historia

Si las crónicas tempranas consideran a América como morada del demonio debemos intentar pensar cual es la función identitaria escondida en esas miles de páginas. Si la historia la escriben los vencedores, ¿cuál es la función de esos textos? Y si tienen una verdad, ¿cuál es esa? ¿Pretenden decir la antigua América? o, al contrario, pretenden coadyuvar a la erradicación de esa antigua América demoniaca o sencillamente, felicitarse de los éxitos de esa erradicación. ¿Pretenden conocer al vencido o exaltar al vencedor? al nuevo pueblo de Dios, al nuevo Israel, al pueblo hispano, y después yankee.

Es en este sentido que no podemos seguir diciendo o permitir que se siga diciendo, que Fray Bernardino fue el primer antropólogo o que Las Casas fue el primer anticolonialista, a menos que estemos de acuerdo con la duda que manifiesta Michel de Certeau cuando pregunta, junto a muchos antropólogos críticos lo que significa esa pretensión del discurso etnológico de decir al otro y de creer que ese otro es lo que se acaba de escribir de ellos, llegando incluso hasta el orgullo supremo del logos occidental de pretender conocerlos mejor de lo que ellos mismos se conocen.

Escribir historias nacionales

Y si la lógica de la escritura de la historia colonial no puede ser otra cosa que la negación de toda alteridad americana, la producción historiográfica nacional después de la independencia tampoco pudo, a pesar de algunos esfuerzos, introducir en su relato esa alteridad. Al contrario, si el relato de la historia no es otra cosa que la enunciación del mito fundador de toda sociedad, la elite social del XIX, no podía aceptar concebir una identidad suficientemente amplia y generosa en donde hubiera podido reconocerse toda su población.

El relato de la epopeya nacional empezaba por el relato de esa violencia originaria, la conquista. Y si se hablaba de épocas más remotas vacías de la presencia occidental, (cuyo vacío espantaba tanto que hubo la necesidad de imponer el antecedente de Santo Tomas-Quetzalcóatl), esos indios llamados a presentarse en el escenario histórico solo tomaban existencia como preliminares, como el escenario donde iba a desarrollarse el único evento fundador que daba sentido a la nación.

 A falta de poder integrar al indio al relato nacional, se prefirió a fines del siglo XIX apostar por la figura del mestizo, contra todas las ideas racistas de la época que veían en el mestizo a un bastardo cargado de las taras de su doble origen, un salto atrás en la lucha por la sobrevivencia de las razas, las mejores, y finalmente el responsable de la degeneración de la orgullosa raza ibérica. Paralelamente a esa ascensión del mestizo en el relato nacional, el indio desapareció de la historia y se colocó en el limbo antropológico. 

Y como toda plática debe tener una conclusión...

 Retomaremos una interesante preocupación del jesuita Michel de Certeau,

“Porque es también una sociedad, aunque de un género especial, la iglesia está siempre tentada en contradecir lo que afirma, en defenderse, en obedecer a esta ley que excluye o suprime a algunos extranjeros, en identificar la verdad con lo que dice, a enlistar a los buenos, identificándolos a los miembros más visibles de su jerarquía, de rebajar a Dios a no ser más que la justificación y el ídolo de un grupo existente. La historia muestra que esta tentación es real. Esto presenta un problema fundamental: ¿una sociedad que testimonia de Dios y que no se limita a hacer de Dios su posesión es concebible? O de otra manera, ¿es posible una sociedad cristiana?” pp14-15 

De la misma manera podemos preguntarnos bajo qué condiciones es posible un futuro fraternal. También hacernos la pregunta de si la idea de los mismos derechos del hombre para todos es suficiente para combatir y aniquilar la violencia de lo social, es capaz de rechazar fundamentalmente toda reducción a la ley del grupo fundador en un movimiento de superación incesante. Una sociedad común atraída siempre fuera de sí por esos extranjeros que se presentan a su puerta y que sorprende las elaboraciones y las instituciones más difícilmente consolidadas. Porque no me gustaría ser pesimista, pero si la ley del conflicto es la ley fundamental de la constitución de lo social, “¿tener la paz no es un sueño?”.  

Y para terminar retomaremos una parábola reportada también por Michel de Certeau. Cuando desapareció la cárcel de Alcatraz en la bahía de San Francisco, la hija de un carcelero le dijo: “ahora vamos a vivir en una ciudad con vecinos desconocidos… vivir aquí era muy simple. De un lado estaban los buenos y del otro, detrás de los alambres de púas, las paredes, las rejas, estaban los malos. Eso volvía la vida muy fácil.”

Inocentes palabras que nos invitan a la reflexión, porque nos dice de Certeau, si los otros no son echados detrás de las rejas se vuelven vecinos. Desde ese momento ¿cómo evitar que haya entre ellos inoportunos, competidores, adversarios como amigos y asociados? Intervienen. Imponen sus necesidades y sus exigencias. Están aquí, squatters presentes sobre el espacio de nuestra vida.

Todos nos enfrentamos a la violencia. Desde el momento en que se tienen intereses que defender y tareas que cumplir, encuentra o provoca oposiciones que no puede no querer enfrentar si se quiere hacer algo. Las responsabilidades familiares, nuestro trabajo profesional, nuestra situación social o nuestros deberes políticos nos colocan frente a alternativas y hacen de nosotros el autor, el cómplice o la victima de conflictos.

Y si el conflicto es una ley de la existencia social ¿no nos engañamos cuando para salvaguardar las apariencias del consenso preexistente escondemos la realidad de las tensiones o cultivamos la indiferencia como condición de la tranquilidad en nuestras instituciones, en nuestras familias o demás estructuras sociales en las cuales nos desenvolvemos cotidianamente?

 Si los estudios sobre el racismo en México no logran realmente cuajar ¿no será porque existe tácitamente un rechazo en ver estas manifestaciones del conflicto? Engañados por una práctica general del compromiso, ese sedante contra el miedo subjetivo que nos evita tomar posición en los enfrentamientos que aseguran necesariamente la vitalidad del cuerpo social. 

 

 

 



[1] Aunque en esta búsqueda, un tanto romántica, había mucho de fantasía.